lunes, 26 de noviembre de 2018

El escritor


El escritor
José Pedro Sergio Valdés Barón
*
Por fin escribí la última palabra de mi treceava novela antes de la llamada para comer, apagando mi traqueteada computadora salí al corredor, donde casi todos los residentes pasaban la mayor parte del día. Buscándola con la mirada pronto localicé sus bellos ojos azules que me respondían sonrientes, mientras permanecía sentada en su sillón junto a la puerta de su habitación. Saludando a los amigos que esperaban pacientes la hora de la comida, me acerqué a ella al mismo tiempo que con su rostro me dibujaba una interrogación, a la cual respondí afirmativamente moviendo la cabeza, y al acercar una silla junto a ella me preguntó:
            — ¿Qué vas hacer?
            —Supongo que lo intentaré por millonésima vez —le respondí con resignación sentándome a su lado — ¿Qué otra cosa puedo hacer?
            —No te desanimes ¿Qué tal si esta vez lo logras?
            Está bien, tienes razón no hay que perder las esperanzas — acepté optimista —, pero quisiera que la leyeras primero y me dieras tu opinión.
            — ¡Seguro! Hoy mismo en la tarde me pongo a leerla.
            En ese momento una de las asistentes nos informó que estaba lista la comida y ya podíamos pasar al comedor, algo que muchos esperaban oír y que no tardaron en levantarse para dirigirse al lugar comunitario, donde recibíamos nuestros sagrados alimentos tres veces al día. La comida no era abundante ni muy sabrosa, pero al menos era sana y nutritiva para nuestra edad. Ayudé a Esperanza a levantarse aunque no lo necesitaba, todavía era una mujer fuerte además de bella y se mantenía en buena condición física y mental, a diferencia de la mayoría de quienes residíamos ahí.
            Esperanza Aguirre era una viuda de cincuenta y tres años que había heredado la fortuna de su marido, sin embargo su único hijo se la había usurpado con engaños, para finalmente deshacerse de su madre recluyéndola en el hospital-asilo San Vicente de Mascota, Jalisco. Desde el día que llegó y nos conocimos nuestras almas congeniaron y nos volvimos muy unidos, solo por las noches nos separaba el cuarto de Julito, un simpático anciano que su familia había abandonado en San Vicente. En esa sección del asilo estaba el pasillo que rodeaba a un hermoso jardín lleno de frondosos árboles y bellas flores multicolores, con una fuente cantarina en el centro adornada con la estatua de dos ranas saltando y cerca un antiquísimo pozo redondeado con una barda de ladrillos enmohecidos y con un balde amarrado al arco que lo cruzaba. En el pasillo se encontraban las habitaciones individuales o de parejas que consistían en un pequeño cuarto con una o dos camas, un ropero y el bañito con regadera; el inquilino, si tenía recursos, podía incluir un radio o televisor, o como yo que había adaptado una mesita de trabajo con mi vieja computadora, donde me la pasaba gran parte del día excepto durante las comidas, mientras contemplaba las puestas de sol junto a Esperanza y los domingos que eran libres y nos permitían salir a pasear por el pueblo de Mascota.
            Yo era pensionado del gobierno y con la ayuda económica de mis dos hijos podía pagar mi estancia en el asilo, de esa manera no los molestaba y su carga no era demasiada. En verdad yo era feliz en ese retiro, estaba rodeado de personas similares a mí, tenía asistencia médica en caso de que fuera necesario, mi propio cuarto con las comodidades suficientes, en el cual mantenía mi indispensable medio para permanecer ocupado, lucido y creativo a través de mi afición por la escritura que, aunque seguía siendo improductiva después de veinte años, me permitía tener una razón para levantarme todas las mañanas. Y ahora, además, en la última etapa de mi vida, me enamoré de la mujer más bella que había conocido. Ella no lo sabía, como adolescente me cohibía para confesárselo, aunque era posible que lo intuyera como lo hacían nuestros amigos, enfermeras y asistentes voluntarias del asilo. De alguna manera temía que pudiera cambiar la hermosa amistad que disfrutábamos todos los días, desde la mañana durante el desayuno hasta la noche cuando nos despedíamos con un beso en la mejilla a la entrada de su habitación, después de haber caminado por la tarde entre los árboles y flores del jardín, o en el huerto recogiendo a veces alguna pera, manzana o granada caída en el suelo de tierra apisonada. La fruta la compartíamos durante el paseo antes de regresar a la estancia de convivio o al corredor de las habitaciones, donde conversábamos con los demás compañeros y las enfermeras que atendían a los viejos que requerían algún medicamento o que simplemente iban a checarnos la presión arterial de rutina. A Esperanza y a mi pronto nos aburrían las mismas pláticas de siempre sobre enfermedades, achaques y añejos recuerdos llenos de nostalgia deprimente. Nosotros al parecer éramos los únicos que hablábamos del futuro y de todas las cosas que todavía nos proponíamos hacer y, a pesar que aparentábamos no darnos cuenta, no había nada que no planeáramos hacerlo juntos.
            Por la noche después de la cena nos sentábamos en el corredor frente a la puerta de la habitación de ella y convivíamos con nuestros vecinos una vez más, especialmente con Julito que nos hacía reír con sus puntadas y jocosas anécdotas que repetía una y otra vez, pero que no dejaban de sacarnos una sonrisa al menos. Fue muy triste el día en que Julito nos abandonó, simplemente no despertó, y no obstante que en nuestro subconsciente siempre nos estaba rondando la amenaza de la cercana muerte que la mayoría nos negábamos aceptar y no nos acostumbrábamos a su sombra todavía, a todos nos consternó la noticia. Nadie pudo evitar unas lágrimas cuando las autoridades se llevaron el cuerpo de Julito, dispensado de la autopsia de ley, para ser enterrado en una fosa común una vez que ningún familiar, de los que pagaban su mensualidad, se presentó a reclamar el cadáver de un hombre que fue amado por todos los residentes y trabajadores del asilo San Vicente. La vida continuó en la estancia para mayores y Julito se convirtió en un grato recuerdo imborrable para los que lo conocimos en el asilo.
            En un solo día Esperanza leyó mi novela y al terminarla no quiso comentarme nada hasta después de la cena. Al terminar de cenar para poder estar solos esperamos a que la mayoría de nuestros vecinos estuvieran disfrutando una telenovela de moda en la estancia común antes de irse a dormir a sus cuartos, y hasta entonces nos fuimos a sentar al corredor frente a su habitación como siempre lo hacíamos.
            — ¡Vamos! Dime ya qué te pareció —pregunté ansioso.
            Mirándome con una enigmática sonrisa, después de un prolongado silencio me respondió:
            —No soy experta, pero… ¡Pienso que es excelente!
            — ¿De verdad no estás bromeando?
            —Sinceramente creo que es lo mejor que has escrito —me aseguró, sin dejar de mirarme con aquel brillo en sus ojos azules que me fascinaba.
            — ¡Bien! Entonces mañana la enviaré al concurso —dije entusiasmado.
            — ¡Ya verás que esta vez sí ganas el primer lugar! —lo afirmó sin dejar lugar a dudas.
            —Todo es posible, sin embargo es muy difícil —reconocí, tratando de ser realista—, no olvides que es un concurso importante donde participan muy buenos escritores —le hice ver —. Espero que en el mejor de los casos gane honestamente el mejor trabajo. Tú sabes cómo las editoriales manipulan muchos concursos de acuerdo a sus intereses. Como te he comentado el medio literario es muy complejo, y si no tienes recursos es casi imposible que una editorial se interese en tu trabajo si eres un escritor desconocido; los editores no corren riesgos invirtiendo dinero, ellos van sobre lo seguro sin importarles mucho si la obra es buena o mala.
            — ¡No! Esta vez el premio será tuyo, y eso hará que las editoriales se interesen en tu trabajo —sentenció sonriendo.
            Los domingos muy temprano, Esperanza y yo nos salíamos del asilo para asistir a misa en la Basílica de la Virgen de los Dolores, al salir de la misa desayunábamos en el restorán La casa de mi abuelita o la taquería El gordo. Más tarde acudíamos al templo inconcluso de La Preciosa Sangre donde casi siempre había eventos artísticos o culturales que disfrutábamos como jovenzuelos, o simplemente nos integrábamos entre sus ruinas embellecidas con jardines paradisíacos que parecían suspender el tiempo. Revitalizados con el magnífico entorno, regresábamos al centro de Mascota para satisfacer nuestro apetito en el Tapanco o en el Café Nápoles, algunos de los muchos lugares para comer que había en Mascota, un pueblo mágico con clima agradable para el deleite de los turistas nacionales e internacionales que lo visitaban durante todo el año. Para bajar la comida paseábamos por la plaza principal, donde no nos cansábamos de admirar su kiosco churrigueresco, permaneciendo sentados en una banca mientras nuestras almas gozaban viendo sumirse el sol por detrás de la única torre de la Basílica de la Virgen de los Dolores. Para dar término a los domingos gloriosos regresábamos al asilo San Vicente a platicar con los vecinos nuestras vivencias del día, antes de recluirnos en nuestros respectivos aposentos y después de haber cenado en el comedor comunitario. Hablar sobre lo que disfrutábamos cada día, era como si atesoráramos lo que tal vez ya no gozaríamos al día siguiente.
            De vez en cuando Víctor Manuel, hijo de Esperanza, se presentaba en San Vicente con el pretexto de ver cómo se encontraba su madre, pero en realidad iba a recabar la firma de ella que requería todavía en algunos negocios y transacciones. Una de esas veces Víctor Manuel se percató de la conexión que había entre su madre y yo, lo cual no le agradó. De alguna manera creyó amenazado el dominio que tenía sobre ella y temió que afectara la fortuna que ahora él poseía. Como buen manipulador deshonesto ocultó a su madre los celos que sentía por nuestra amistad, y por supuesto frente a su madre su comportamiento conmigo era de amabilidad mesurada, pero en las esporádicas ocasiones que nos quedábamos solos demostraba su aversión hacia mí. Primero con indirectas sobre mis intenciones de ir por el dinero de su madre, creyendo que yo no estaba enterado de la malversación que él hizo con la herencia de Esperanza. Siguió con amenazas veladas que se fueron convirtiendo en agresiones verbales y finalmente llegó el día en que ya no pude contenerme y le di una bofetada. Yo era viejo pero correoso y de pocas pulgas y me mantenía en buena condición física, al ver mi cara se contuvo ya sea porque pensó que se le caería su teatrito frente a su madre o porque en realidad lo intimidé, como fuera no volvió a meterse conmigo a pesar que no entendía el amor platónico que yo sentía por su madre. Me había esforzado en ser condescendiente para no causarle ningún problema a Esperanza, pero él rebasó mi límite de paciencia. Las visitas de Víctor Manuel se hicieron aún más esporádicas y mi relación con Esperanza no fue dañada, ella nunca se enteró de lo sucedido entre su hijo y yo.
            La tranquilidad del asilo San Vicente se alteraba con cierta frecuencia, durante las visitas familiares de algún viejo afortunado con parientes que aún los amaban, o que permanecían pendientes a la espera del inevitable fin de la agonía del ser querido, quien parecía negarse a partir de este mundo a pesar de las condiciones de deterioro físico y mental en que subsistíamos por la edad. Para la mayoría de los ancianos que residíamos en ese lugar, cada deceso de un compañero nos recordaba que podríamos ser el siguiente, y mientras tanto solo permanecíamos esperando nuestro turno con la incertidumbre de no saber cuándo llegaría este. Sin embargo para Esperanza y yo la vida nos sonreía, gracias al amor que nos profesábamos sin decirlo. Nos dolía la partida de algún amigo, pero la muerte nos parecía algo aún muy lejano en nuestras vidas.
            Se podía decir que todas las enfermeras y asistentes del asilo eran muy amables y condescendientes con los residentes de San Vicente, nos tenían mucha paciencia y algunas hasta se encariñaban con algunos ancianos a su cargo. En especial se esmeraban con los pacientes incapacitados o aquellos que ya no podían valerse por sí mismos, no obstante se las arreglaban para atendernos a todos de manera que sentíamos su apoyo, su estima y que éramos apreciados. Un día llegó a San Vicente una joven enfermera para hacer su servicio social, y muy pronto nos demostró que no estaba feliz con ello. Como suele suceder en un ambiente cerrado, de alguna manera alguien se enteró del aparente motivo y lo compartió con todos los residentes del asilo. Al parecer la joven enfermera llamada Alicia se había inscrito en un programa alemán, que estaba reclutando personal mexicano capacitado en el área de la salud, entre otras, para ser contratados en Alemania durante un año con un salario de mil quinientos euros mensuales, y con la opción de quedarse con el puesto después del año una vez demostrada su capacidad profesional y si el empleado lo deseaba. Para ser aceptados en el programa los aspirantes debían asistir durante tres meses a la embajada alemana para aprender el idioma y como principal requisito debían presentar su título académico, el cual la enfermera Alicia no obtendría hasta cumplir con el año de servicio social. Nos pareció obvia la razón por la cual se sentía frustrada, pero no justificaba que se desquitara con nosotros comportándose grosera, intolerante y poco profesional. Sus compañeras intentaron ayudarla y hacerla comprender la importancia de tratarnos bien por ser personas de la tercera edad y que pagábamos nuestra estancia en el asilo, sin embargo solo cambiaba por unos cuantos días para luego regresar a su mala actitud. Por desgracia esa mala actitud culminó en una fatal tragedia.
            La fecha de la publicación del resultado del concurso se aproximaba, y Esperanza y yo no podíamos ocultar nuestro nerviosismo, aunque por diferentes razones. Yo mantenía mis dudas, en cambio Esperanza estaba convencida de que mi obra sería la ganadora, por lo cual estaba ansiosa y no dejaba de animarme:
            — ¡Tranquilo! Ya verás que todo va a salir bien
            — Es que la espera me pone nervioso —le aclaré—, el resultado es lo de menos, ya estoy acostumbrado al fracaso.
            — ¿Por qué tienes que esperar lo peor? —. Me preguntó, con esa su mirada tan dulce que hacía más brillante el azul de sus ojos.
            — Porque llevo más de veinte años intentando publicar mi trabajo, aunque debo reconocer que mis primeras novelas estaban mal escritas y con un estilo mediocre, pero he leído novelas bastante malas publicadas por editoriales de renombre y que aun así se venden en las librerías. Claro que la mayoría, por no decir todas, fueron publicadas con los recursos del autor o debido a que el supuesto escritor era ya un personaje famoso del espectáculo o la política. Con recursos el escritor puede ayudarse con los correctores de estilo para mejorar sus obras, pero para mí están fuera de mi alcance, y a pesar de que yo mismo corrijo mi trabajo una y otra vez, llega un momento en que estoy tan saturado que ya no reconozco mis errores, por esa razón ahora es tan importante tu opinión que, sin ser correctora de estilo, eres culta y has leído a muchos autores famosos por lo que es considerable tu comentario.
            —Sin parecer petulante, creo que tu novela no le pide nada a los libros de escritores populares contemporáneos. Ten paciencia y espera lo mejor.
            — ¡Bueno! Solo pido que este concurso no haya estado amañado.
            Ya se habían presentado casos en que la enfermera Alicia por su desinterés en el trabajo se equivocaba en la administración de medicamentos con algunos pacientes, pero por fortuna no habían tenido repercusiones graves, hasta que el destino quiso señalarnos a nosotros como sus víctimas sin remedio. Todo se inició cuando Esperanza contrajo un fuerte resfriado que la postró en cama por varios días, tenía fiebre, tos y no podía respirar sin que le doliera el pecho. Ese aciago día, al conciliar Esperanza un sueño intranquilo por la tarde, aproveché para ir a mi cuarto a prender mi computadora y conocer si ya había alguna noticia del mentado concurso. Al entrar a mi cuarto vi en la mesita de trabajo un sobre con el logo del concurso que alguna asistente me había dejado, y no pude evitar que me sudaran las manos al tomarlo. Lo único que pensé en ese momento fue en ir de inmediato con Esperanza y juntos me diera el valor para abrir el sobre.
            Lo que menos me esperaba, al entrar al cuarto, fue ver a Esperanza arqueándose por el vómito apoyada en la enfermera Alicia. En cuestión de segundos se le enrojeció la piel y se le comenzó a inflamar la cara y las manos; con la angustia reflejada en su rostro tenía dificultad para respirar y conforme se le inflamaba la lengua se le dificultaba más articular las palabras, finalmente perdió el sentido en mis brazos.
            — ¡Rápido llame al doctor Cervantes y a una ambulancia! —le grité a la enfermera Alicia que se mantenía pasmada, y hasta entonces reaccionó para salir corriendo por ayuda.
            No sabía qué hacer, solo me mantuve abrazándola esperando la asistencia médica, pero yo sentía que se le estaba escapando la vida a mi amada. Cuando llegó el doctor Cervantes de inmediato le aplicó una inyección de epinefrina, pero por desgracia Esperanza ya había entrado en coma por shock anafiláctico. Al llegar la ambulancia fue trasladada al hospital de Salubridad permitiéndome acompañarla junto con el doctor Cervantes. En el hospital los médicos hicieron todo lo posible por salvar a Esperanza, pero todo fue inútil, y de salir del coma era muy probable que tuviera importante daño cerebral. Por lo pronto la mantenían con vida mediante un equipo de soporte vital hasta que se presentara algún familiar y decidiera qué hacer con la paciente, lo cual no debería prolongarse por más de un semana.
            Víctor Manuel se presentó tres días más tarde, para entonces el diagnóstico médico de su madre era muerte cerebral irreversible, solo faltaba su autorización para desconectarla de los aparatos que la mantenían respirando. El shock anafiláctico se debió a la estupidez de la enfermera Alicia que le administró una inyección de penicilina y que por su frustración no se fijó en el expediente de Esperanza, donde se indicaba que era alérgica a la mayoría de los antibióticos. Víctor Manuel me permitió estar presente cuando los médicos desconectaron a su madre de los aparatos que la mantenían con vida artificial, para al fin dejarla partir con dignidad a un mejor mundo. Durante los minutos que siguió respirando por si misma antes de expirar con un prolongado suspiro, yo pensaba que, aunque se me partiera el alma, prefería que me abandonara antes de verla sobrevivir sufriendo una discapacidad mental.
            No me salí de la sala de enfermos terminales, me quedé un buen rato contemplando a mi amada después que salieron Víctor Manuel y el personal médico. Con el corazón destrozado y con lágrimas en los ojos saqué de mi bolsillo el sobre doblado del concurso, y sin abrirlo lo puse en la mano de Esperanza que el toque de la muerte comenzaba a enfriar.
Ya nada me importaba.
Fin

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