martes, 18 de mayo de 2021

El retorno


 

El retorno

 José Pedro Sergio Valdés Barón

Amaneció como cualquier otro día, pero este era diferente, cumplía ochenta años de edad. Su hija Tania y sus dos nietos Jesús y Pedro lo despertaron cantándole las mañanitas y entregándole sus regalos, que a pesar de ser modestos los acompañaba todo el cariño del mundo, y uno de los cuales iluminó el rostro del abuelo por ser una camiseta del equipo de fútbol América, del cual era un empedernido fanático de toda la vida. Al abuelo no le agradaban mucho los festejos y menos si él era el agraciado, para él ese día era como cualquier otro día común y corriente, sobre todo desde que había fallecido la abuela ya hacía algunos años, haciendo que a partir de ese triste día casi todo perdiera importancia para el abuelo, exceptuando a su hija y a sus nietos que eran su adoración y los que todavía le alegraban la vida. Ese día antes de bañarse se rasuró y al presentarse en el comedor sorprendió a todos los presentes, sus nietos y su yerno nunca lo habían visto sin la barba blanca, que a pesar de traerla siempre corta la tenía tupida. Su hija aunque también fue sorprendida, ella si lo había visto con solo un bigote castaño claro, ya hacía muchos años.

            ­— ¡Papá!... ¿Qué te hiciste?— Preguntó su hija riendo.

    Nada, solo me rasuré la barba— Respondió el abuelo, sin darle importancia.

    Pues logró quitarse como veinte años— Secundó el yerno, al mismo tiempo que reían los nietos.

    Sí, ahora parece como de cien años— Bromeó uno de sus nietos.

    No les hagas caso papá, te ves muy bien— La hija selló las bromas, indicándole al abuelo que se sentara a desayunar— Hoy te llevaremos a comer a la fonda Santa Anita y en la noche partiremos tu pastel de cumpleaños— Le informó a su padre, al mismo tiempo que lo abrazaba cariñosamente.

El día transcurrió lleno de alegría, la comida en la fonda resultó deliciosa y hasta un trio le cantó las mañanitas al abuelo, quien lucía orgulloso la camiseta de su equipo América. Por la tarde descansaron viendo fotografías de la infancia y juventud del abuelo, las cuales la mayoría fueron tomadas durante el tiempo que radicó en el legendario Coyoacán. Al mirar una vieja fotografía donde se aprecia el Cine Centenario, la nevería La Siberia, el local de jugos Casa Téllez y la peluquería Licona, el abuelo se quedó contemplando la foto durante un prolongado memento, mientras su mente recordaba añejas anécdotas vividas en el centro del hermoso Coyoacán.

            Recordó la majestuosa Parroquia de San Juan Bautista, la que consideraba su casa espiritual, donde disfrutó de travesuras y vivencias inolvidables, como la vez que siendo monaguillo, al tocar las campanillas durante la consagración le mentaba la madre a su compañero que estaba en el otro extremo del altar, quien no tardó en responderle de la misma manera, sin que al perecer alguien más se diera cuenta de los mutuos insultos que los adolescentes se estaban propinando, y todo por haber discutido antes del inicio de la misa por la propiedad de un trompo. No pudo evitar recordar su estancia en el grupo de la ACJM (Asociación Cristiana de Jóvenes Mexicanos) que se reunía en el primer piso de un pequeño edificio adjunto, en la esquina al final de los arcos externos de la Parroquia. En ese lugar muchos jóvenes coyoacaneses se divertían sanamente con juegos de mesa, música y hasta en una mesa de billar. También formaron un grupo artístico para presentar obras de teatro y bailables folclóricos, en el pequeño teatro que estaba al fondo de los pasillos del interior de la Parroquia, al cual asistían a divertirse muchos feligreses de todas las clases sociales de Coyoacán. Durante unos ensayos para un bailable, cuando el abuelo en ese entonces solo tenía doce años, le tocó de pareja una bella jovencita llamada Lucero, quien se convirtió en el primer amor de su larga vida. Durante algún tiempo ella le correspondió y el abuelo disfrutó del primer beso y aprendió torpes escarceos sexuales con la adolescente; sin embargo, a esa edad las relaciones no se toman muy en serio y Lucero dio por terminado el noviazgo sin que el abuelo supiera el motivo, simplemente le dijo adiós sin ninguna explicación dejándolo sorprendido y triste por algún tiempo. Aunque el abuelo no tardó en recuperarse del desengaño, se sentía molesto cada vez que veía a Lucero comportándose como si nada hubiera pasado entre ellos, así que se fue alejando de la ACJM para no regresar nunca más.

            Sin duda le ayudó a superar esa etapa de su vida, una aventura que todo adolescente sueña que le suceda. Cuando iniciaba el segundo grado en la secundaria diurna 35 conoció a la maestra Victoria, quien impartía la materia de Geografía. Ella era una mujer muy guapa y sensual que traía locos a todos los estudiantes hombres y hasta alguna que otra jovencita. En el salón de clases se sentaba en la silla de un escritorio sin tapa frontal, que permitía contemplar sus torneadas piernas apenas cubiertas por sus vestidos que le llegaban ligeramente por arriba de las rodillas, lo cual aprovechaba el abuelo para disfrutar la vista sentado en la banca frente al escritorio, algo que se había ganado a pulso peleando a golpes con otros aspirantes al lugar estratégico. Lo sorpresivo fue que sin saber a ciencia cierta la razón, la maestra Victoria comenzó a mostrar cierta preferencia por el entonces joven abuelo e inclusive en algunos momentos era evidente que abría las piernas para que el abuelo pudiera echarse un instantáneo taco de ojo. Más tarde la maestra comenzó a pedirle al abuelo que se quedara después de clases, para ayudarla a corregir las tareas o a calificar exámenes, lo cual hacían en el escritorio juntando dos sillas y tan cercanas que permitían el roce de sus muslos. No fue extraño que ese trabajo continuaran haciéndolo por las tardes en el departamento de soltera-divorciada de la maestra Virginia, y fue así como a los trece años el abuelo se convirtiera en un experto en las lides sexuales. Muy pronto el abuelo se volvió el estudiante más famoso de la secundaria y era admirado hasta por los alumnos de tercer grado, y por supuesto por muchas de las jovencitas que empezaron a coquetearle descaradamente al entonces adolescente abuelo. Por desgracia los rumores de las relaciones de la maestra Victoria con un alumno, no tardaron en llegar a la dirección de la secundaria siendo despedida de inmediato, aunque para su fortuna como un favor especial y para no desprestigiar a la escuela, no fue reportada a la comisión de padres de familia ni a la secretaría de educación pública. Por supuesto que al abuelo le dolió finalizar la relación con la hermosa maestra Virginia, sin embargo fue compensado con las oportunidades que se le presentaron con otras jóvenes y con la envidia de sus compañeros.

            Sonriendo recordó las muchas diversiones que disfrutó en el cine Centenario, desde las películas de vaqueros de John Wayne, Charles Bronson y Alan Ladd o los maratones de Superman o Batman, hasta cuando de maldosos él y sus cuates llevaban cerbatanas de bambú que ellos mismos confeccionaban, para que desde uno de los palcos del cine lanzar chicharos secos o garbanzos a los concurrentes sentados en las bancas de la planta baja, y muertos de la risa disfrutaban el oír los gritos y reclamos de sus víctimas. Volvió a paladear los ricos chocolates jamón Wongs y las pepitas que compraba antes de entrar al cine, y como gastaba casi todo su dinero en dulces, tenía que ingeniárselas para entrar al cine sin pagar. Con sus amigos elegían a uno de ellos para que depositara en la taquilla una entrada, con el pretexto de ingresar a la sala en busca de un supuesto amigo, pero lo que en realidad hacía quien entraba, era ir a cualquiera de los dos pasillos laterales del cine para quitar el seguro de una de las puertas de emergencia y regresar a la taquilla por el depósito, entrando en seguida con sus camaradas que esperaban afuera por la puerta de emergencia abierta, volviéndola a cerrar tras de sí.                

            Y cómo olvidar la vez que cansados de bailar en una fiesta, al caminar hacía su casa se les ocurrió al abuelo y un amigo descansar en una banca del parque frente a la Parroquia de San Juan Bautista, ya entrada la madrugada. Sin quererlo se quedaron dormidos y fueron despertados por dos policías, quienes con el pretexto de que estaban borrachos los llevaron detenidos a la delegación de Coyoacán, que en ese tiempo se encontraba cruzando el parque Hidalgo a un lado del que era el Palacio Municipal. Como no había ningún juez a esa hora, fueron encerrados en una celda junto a un detenido por atropellar a una persona. La celda en realidad era donde los presidiarios se bañaban en unas regaderas con solo agua fría, sin que hubiera ninguna banca o silla para sentarse, así que el abuelo y el amigo tuvieron que imitar al otro detenido y sentarse en el suelo que estaba encharcado con el agua derramada por las goteras de las llaves y regaderas. Debieron de esperar hasta las diez de la mañana, en que afortunadamente a pesar de ser sábado se presentó un juez en el juzgado, quien después de escuchar el motivo por el cual los jóvenes habían sido detenidos, los regresó a la celda para esperar a que él hablara con los policías que los habían detenido, con la eventualidad de que si no lo hacía antes de las dos de la tarde tendrían que esperar hasta el lunes por su sentencia. Rogando a todos los santos para que los policías hablaran con el juez lo más pronto posible, se sentaron una vez más en la celda encharcada esforzándose para no llorar. Cuando se estaban conformando con pasar el fin de semana en ese espantoso lugar, mientras un presidiario desde alguna celda fuera de su vista los martirizaba cantando con voz aguardentosa Escaleras de la cárcel, un policía abrió la celda ordenándoles que lo siguieran. No fue el juez, sino un asistente quien les informó que quedaban en libertad entregándoles sus escasas pertenencias, aunque faltaban sus abrigos con los que se habían resguardado del frío de la madrugada cuando los arrestaron los policías que ahora brillaban por su ausencia. Como en ese momento lo único que les importaba al abuelo y su amigo era salir de ese lugar, no hicieron ningún reclamo oficial y pusieron pies en polvorosa.

            La voz de su hija Tania lo volvió al presente, preguntándole un poco extrañada:

    ¡Papá! ¿Qué te pasa? Te quedaste como hipnotizado.

    Nada…es que esta foto me trajo muchos recuerdos, no solo del cine Centenario y la nevería la Siberia, sino que aquí se puede ver a mi amigo Licona recargado a la entrada de la peluquería hablando con alguien; la foto debe haberse tomado hace más de cincuenta años— Respondió el abuelo lleno de nostalgia.

Con la alegría de partir su pastel de cumpleaños, el abuelo dejó atrás el pasado y disfrutó la compañía de todos sus seres queridos desvelándose hasta las once de la noche, cuando cansado y muriéndose de sueño se despidió de todo mundo con un beso y se retiró a dormir a su recamara.

Cuando dieron las diez de la mañana del nuevo día y el abuelo no se presentaba a desayunar, su hija se comenzó a preocupar porque aunque se hubiera desvelado la noche anterior nunca se levantaba tan tarde. A las doce del día la hija ya no pudo esperar más y se presentó en la habitación de su padre, pero fue sorprendida al no encontrarlo en su cama ni en todo el cuarto, entonces pidió ayuda a sus hijos y todos comenzaron a buscar al abuelo en toda la casa sin ningún resultado. Así continuó la búsqueda por varios días, incluyendo a las autoridades que habían sido notificadas de la desaparición del abuelo. Nadie se podía explicar en dónde podría encontrarse el abuelo y asustada su hija comenzó a imaginarse lo peor. Para muchos el abuelo simplemente se había extraviado y no supo cómo regresar a su casa ni encontró quien le ayudara y a la fecha andaba como vagabundo; para otros lo más factible era que había sido secuestrado por equivocación, ya que la familia del abuelo no tenía recursos como para pagar un rescate y sin otra opción solo se deshicieron del anciano, y lo peor que pensaban algunos era que había sufrido un accidente fatal y al no ser identificado por alguien ahora descansaba en una fosa común. Sin embargo, para Tania y sus hijos siempre persistiría la esperanza de que en cualquier momento se presentara el abuelo, después de haber disfrutado una más de sus aventuras. Por un tiempo lloraron Tania y sus hijos la ausencia del abuelo, hasta que con el transcurso de los días, semanas y meses debieron de aceptar que el abuelo no regresaría a su hogar, y la extraña incógnita de su desaparición solo sería revelada cuando Dios lo dispusiera; mientras tanto todos los domingos y días festivos la familia del abuelo asistía a la misa en la Parroquia de San Juan Bautista, en el Coyoacán amado por el abuelo.

Una tarde cuando Tania y sus hijos guardaban la ropa y cosas personales del abuelo, mientras sin poderlo evitar les recorrían unas lágrimas por las mejillas, Pedro encontró en una de las cajas las viejas fotografías que al abuelo le encantaba contemplar. De pronto al observar la foto en la cual se apreciaba el cine Centenario, la nevería La Siberia, la Casa Téllez y la peluquería Licona, Pedro sintió que se le encogía el estómago de la impresión y sin poderse contener espantado llamó la atención de su madre y hermano, mostrando la fotografía en sus manos al tiempo que les decía:

            — ¡Miren! observen la foto con mucho cuidado, y díganme lo que ven.

Tomando la fotografía, Tania y Jesús la comenzaron a mirar minuciosamente y ella no tardó en exclamar asombrada:

    ¡No puede ser, es imposible!

    ¡Mamá! Es el abuelo— Exclamó incrédulo Jesús.

En la fotografía en blanco y negro un tanto borrosa se apreciaba el frente del cine Centenario, los locales abiertos de la nevería La Siberia y la Casa Téllez, pero en la entrada de la peluquería Licona, apenas se distinguía al amigo del abuelo recargado en la entrada platicando nada menos y nada más que con el mismísimo abuelo, quien se apreciaba claramente vistiendo la inconfundible camiseta del América a todo color que le habían regalado en su cumpleaños.

Entonces Tania supo con claridad y sin duda alguna que su padre había logrado de alguna manera increíble regresar al pasado, donde había sido tan feliz viviendo en su añorado Coyoacán.   

 

Fin

 

 

                    

 

        

miércoles, 5 de mayo de 2021

Miranda

 


Miranda  

José Pedro Sergio Valdés Barón

*

Era una bebita de tan solo unos días de nacida, cuando fue abandonada por alguien a las puertas de la casa cuna La Luz Guadalupana en la calle Violeta de la colonia Guerrero en la capital mexicana. No fue nada especial para el personal del orfanatorio, estaban acostumbrados a recibir niños desahuciados o recogidos a sus padres por causas de drogadicción, maltrato y abuso infantil, o abandonados por madres sexo servidoras.  

       Fue encontrada dentro una caja de cartón por Ismael, el conserje de la casa cuna; la niñita estaba envuelta en una sucia y delgada cobija con un pedazo de papel prendido con un alfiler, en el cual solo estaba escrito a mano y con letra casi ilegible: Miranda.

       Al principio nada alteró la vida del plantel después del arribo de la pequeña, la rutina diaria continuó sin cambios y los problemas económicos del orfanato persistieron implacables, y aunque la policía supuestamente indagó con diligencia para encontrar a quien abandonó a la niña, como casi siempre sucedía muy pronto los investigadores se dieron por vencidos y nunca se supo nada de los padres de Miranda.

       Pasados unos días del acontecimiento sucedió algo inusitado, la pequeña Miranda había llegado con una gran torta bajo el brazo y el conserje Ismael se sacó la lotería. Por supuesto que nadie relacionó a la niña con el hecho, pero Ismael, quien había recogido a la bebita a la entrada del orfanato, de manera imprevista se vio bendecido por la diosa fortuna y pudo terminar de pagar su casa, la remodeló, se compró un automóvil, creó un fondo para los estudios de sus tres hijos y guardó una buena cantidad de dinero en el Banco. Aunque continuó laborando en la institución, nunca más volvió a sufrir carencias.

       Muy pronto las enfermeras encargadas del área de cunas se encariñaron con la pequeña Miranda. Era una bebita muy inquieta, siempre se descobijaba y se mantenía pataleando, pero nunca daba lata y no lloraba excepto cuando tenía hambre, y por el contrario su sonrisa iluminaba su rostro morenito en cuanto alguien se le aproximaba. Los días y las semanas transcurrieron y Miranda empezó a crecer aunque por debajo del promedio y un tanto delgadita, pero eso sí con una excelente salud que no fue alterada ni siquiera por un simple resfriado. A los nueve meses comenzó a caminar casi sin antes haber gateado, sus delgadas piernitas se le arquearon y todo el personal pensó que de grande iba a ser zamba. A los once meses pronunció sus primeras palabras y llamó “má” a la enfermera María la encargada del área de cunas, y nadie supo si el má significaba mamá o María.   

       Exactamente al año de haber sido abandonada Miranda, otro feliz suceso cambió la vida en La Luz Guadalupana. Un benefactor anónimo donó una cuantiosa cantidad de dinero a la institución, a través de un fideicomiso que le proveería recursos mensualmente, además de una importante cantidad inicial que sirvió para pagar los adeudos a los proveedores, pintar todas las instalaciones, comprar cunas nuevas, remodelar la cocina y el patio de juegos. Desde luego nadie relacionó a la pequeña Miranda con el afortunado evento, ni hubo quien por lo menos lo viera como una mera coincidencia. Sin embargo, sin que nadie se diera cuenta, la estancia de Miranda en el orfanatorio cambió la existencia de muchas personas que tuvieron la dicha de convivir con ella.

       La enfermera María era muy eficiente y profesional, todo el personal la estimaba y los infantes a su cargo, desde bebés con unos días de nacidos hasta un año de edad, la reconocían y le querían como si fuese su madre. A los treinta y dos años de edad se mantenía soltera y no era por ser poco atractiva, sino le parecía lo más acertado o como ella bien lo decía porque no había encontrado a su otra mitad. De corazón bondadoso y alma caritativa se entregaba a sus bebitos como ella los llamaba; por ello no fue difícil que muy pronto se formara un vínculo especial entre ella y la pequeña Miranda, tan fuerte que ni la anunciada muerte de María podía romper. Por desgracia habían desahuciado a la buena mujer, a causa de un inoperable tumor canceroso en el cerebro que le ocasionaba fuertes dolores de cabeza, pero no menguaba su atención por sus bebitos. Decidió continuar con su trabajo hasta que la enfermedad se lo impidiese, y para no complicar su situación prefirió no informar a nadie su problema. No obstante, los especialistas esperaban que sus facultades físicas declinaran paulatinamente y solo le daban uno o dos años más de vida. Lejos de angustiarse y deprimirse, María optó por refugiarse en el amor a sus bebitos buscando la fuerza necesaria para enfrentar su destino, viendo a los pequeños como la continuidad de su propia existencia.

       Al  cumplir Miranda un año en el área de cunas y sin haber sido adoptada la trasladaron a la casa hogar, donde atendían a los niños mayores de un año y cuyas instalaciones se encontraban dentro de la misma institución. Esto no afectó el sentimiento que se profesaban Miranda y la enfermera María, por el contrario se estrechó aún más porque ahora disfrutaban con mayor intensidad los momentos que pasaban juntas, como era durante las comidas, el recreo y el tiempo libre antes de la cena. Con el tiempo la enfermera María se convirtió en la verdadera madre de Miranda y ella veía a la niña como su propia hija, aunque se entristecía al pensar en el poco tiempo que le quedaba de vida y en el sufrimiento que le ocasionaría a la pequeña, cuando sin desearlo se viera obligada a abandonarla. Sin embargo no podía evitar lo que su corazón le dictaba y con toda su alma amaba a la niña. Mientras tanto se sentía feliz y los fuertes dolores de cabeza habían desaparecido como por arte de magia; se encontraba tan bien de salud que había estado aplazando las visitas rutinarias al oncólogo por miedo a enturbiar la felicidad que estaba disfrutando, e inconscientemente temía que los médicos le dieran alguna mala noticia.  

       Sin embargo, cuando se cumplieron los dos años de vida pronosticados por los doctores, intrigada decidió presentarse en el hospital de oncología para saber cuál era realmente su estado de salud, a pesar de lo bien que se sentía. La sorpresa de los galenos y de ella misma fue mayúscula, cuando le efectuaron varios exámenes y estudios comprobando, sin lugar a dudas, que el tumor maligno había desaparecido por completo y la enfermera María se encontraba en perfecta salud, siendo muy probable que disfrutara de una larga vida.

       Lo primero que hizo María fue ir con Miranda, quien a la postre iba a cumplir tres años, a la Basílica de Guadalupe para dar gracias a la Virgen Morena. Por alguna razón inconsciente, la enfermera deseó expresar su agradecimiento en compañía de la pequeña y así compartir con ella la felicidad que le embargaba. De la mano de su má y mirando asombrada la gran cantidad de fieles visitando a la Virgen de Guadalupe a pesar de ser un día entresemana, con los ojos muy abiertos Miranda observó feliz a los matachines danzando en la explanada del atrio de la Basílica. Más tarde con gran fervor y muy seriecita escuchó la misa al lado de María, y sin entender claramente lo que estaba pasando lloró de alegría junto con su má.

       Saliendo de la Basílica se dirigieron al mercado de comida, donde se servían toda clase de antojitos mexicanos. Esa fue la primera vez que la niña probó una quesadilla de papa y le encantó; desde entonces, prometerle una quesadilla de papa era de las mejores recompensas que su má podría ofrecerle.

       Con el paso del tiempo, Miranda se ganó el cariño de profesores, enfermeras, voluntarios y niños del orfanatorio, y se hizo famosa por sus travesuras que se convirtieron en el dolor de cabeza para la administradora del instituto, la directora señorita Anastasia Palomino. Además de inteligente y alegre, Miranda era muy ingeniosa y no perdía oportunidad para hacer sus diabluras, como cuando encontró unas pinturas sobrantes de la última renovación, y durante la noche pintarrajeó de verde limón los muebles de las oficinas administrativas para que se vieran bonitos como los árboles, según explicó más tarde a la exaltada directora. O como la ocasión en la cual puso una culebra de río en la cama de una niña, para que le hiciera compañía por las noches cuando lloraba por extrañar a su madre, pero en lugar de ello logró espantar a la niña que con sus gritos despertó a todos en el dormitorio.

        Para la señorita Palomino se volvió costumbre que Miranda fuera enviada castigada a las oficinas de la dirección y la enfermera María se presentara más tarde para abogar por la niña, prometiendo en cada ocasión que Miranda se portaría bien en adelante. Lo cierto era que ni la señorita Palomino ni la enfermera María se podían resistir a la mirada compungida de la pequeña pidiendo disculpas. Indefensas la reprendían, y Miranda salía de la dirección tomando la mano de su má, con una inocente sonrisa que ablandaba el más duro corazón. La pobre señorita Palomino se alegró y se sintió aliviada, cuando María le pidió permiso para llevarse los fines de semana a Miranda, librándola de la traviesa niña por lo menos sábados y domingos.

       Fue un feliz consentimiento para la niña y su má, porque así disfrutaban de su compañía dos días completos en total libertad. Se levantaban tarde, desayunaban, comían y cenaban antojitos como las quesadillas de papa que eran las preferidas de la niña. Iban al zoológico de Chapultepec, al museo del Papalote y al cine o a la feria. Para las dos era tiempo de pura diversión y su felicidad era casi completa. Solo había algo más que deseaba María, en su mente comenzó a tomar forma la idea de adoptar a Miranda y puso manos a la obra. Quería a la niña como su hija por el resto de su vida.

       Por su parte a Miranda le entristecían muy pocas cosas y una de ellas era cuando sus amiguitos sufrían alguna pena, como sucedió con Roberto. Tito, como lo llamaban, era un niño regordete quien se deprimía cada vez que una pareja de posibles padres adoptivos no lo elegían a él y adoptaban a otro niño, entonces Tito se aislaba y lloraba por las noches. Un día Miranda se le acercó durante la hora del recreo para consolarlo, y poniéndole su mano sobre la cabeza le dijo algo que nadie pudo escuchar, pero poco después la primera pareja en presentarse en el orfanato para adoptar un niño eligió a Tito. Días más tarde un alegre Robertito se despedía de sus amiguitos y profesores, enviándole un beso con la mano a Miranda desde la ventanilla de una lujosa camioneta, cruzándose una mirada que solo ellos comprendieron.  

       Todo el plantel de La Luz Guadalupana y hasta los niños sin entender bien la situación, estaban consternados con el accidente sufrido por la pequeña Raquel, una de las más cercanas amiguitas de Miranda. Nadie supo cómo se cayó de un columpio fracturándose el cráneo, teniendo que ser internada de emergencia en el hospital infantil donde se encontraba muy grave. Miranda no dijo nada, pero esa noche se la pasó rezando hasta la madrugada, cuando el cansancio y el sueño la vencieron quedándose dormida sobre una de las bancas de la capillita del orfanatorio, donde los domingos el Padre Alfonso celebraba una misa para los niños y el personal de la institución. Las buenas noticias no tardaron en llegar; Raquel mejoraba, le habían removido un coagulo, la inflamación del cerebro había cedido y ya estaba consciente permitiendo a los médicos emitir un pronóstico optimista a mediano plazo. Estaría bajo observación por algún tiempo y posiblemente requeriría tratamiento de rehabilitación, pero sus expectativas de recuperación eran muy alentadoras. No tardó mucho para que Raquel regresara al instituto con una mascada cubriéndole su cabeza rapada, se le veía delgada y pálida pero feliz. Lo primero en hacer fue buscar a Miranda, y juntas tomadas de la mano anduvieron por un buen rato por todo el orfanato, sin que nadie supiera lo que hablaron.

       Un día por la mañana muy temprano, la señorita Palomino mandó llamar a la enfermera María para comunicarle la buena nueva. Los documentos para la adopción de Miranda a favor de María habían sido aprobados y desde ese momento oficialmente eran hija y madre. La recomendación de la señorita Palomino había sido crucial para la aprobación por el comité de adopción, lo cual satisfacía a la directora por haber podido ayudar a la niña y a la enfermera. Aunque debía de aceptar que también le alegraba la tranquilidad que ahora tendría, sin la amenaza de las diabluras urdidas por Miranda en el instituto al menos por las tardes y noches. Para María y Miranda la noticia fue maravillosa y las colmó de felicidad, ya podían vivir como madre e hija.

       La vida de María no podía ser más completa, y no obstante la gran responsabilidad asumida para educar a Miranda, quien había cumplido los cinco años, estaba consciente de que era una parte importante de ser madre y esperaba cumplirla satisfactoriamente a pesar de intuir que la niña era especial y tenía algo más allá de su gran amor por la vida y su desmedida bondad. Tenía el don para influir en las personas que convivían con ella, haciéndolas disfrutar con mayor intensidad de todo lo que les rodeaba y atrayéndoles las buenas vibraciones místicas. Un hecho que para María no tenía explicación y jamás comprendería.

       El tiempo continuó su camino y en La Luz Guadalupana la felicidad reinó. Todos los días Miranda y María llegaban temprano, la enfermera se dirigía a sus labores y la niña al kínder dentro del instituto. María había acordado con la señorita Palomino, que mientras ella laborara en la casa cuna la pequeña seguiría siendo alumna del orfanatorio hasta terminar la primaria. Por las tardes, al terminar la enfermera su turno, unidas de la mano María y Miranda bajo la mirada sonriente del conserje Ismael, salían de La Luz Guadalupana rumbo a su hogar, por la misma puerta en la cual un día ya olvidado abandonaron a la niña.

 

Fin.