miércoles, 5 de mayo de 2021

Miranda

 


Miranda  

José Pedro Sergio Valdés Barón

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Era una bebita de tan solo unos días de nacida, cuando fue abandonada por alguien a las puertas de la casa cuna La Luz Guadalupana en la calle Violeta de la colonia Guerrero en la capital mexicana. No fue nada especial para el personal del orfanatorio, estaban acostumbrados a recibir niños desahuciados o recogidos a sus padres por causas de drogadicción, maltrato y abuso infantil, o abandonados por madres sexo servidoras.  

       Fue encontrada dentro una caja de cartón por Ismael, el conserje de la casa cuna; la niñita estaba envuelta en una sucia y delgada cobija con un pedazo de papel prendido con un alfiler, en el cual solo estaba escrito a mano y con letra casi ilegible: Miranda.

       Al principio nada alteró la vida del plantel después del arribo de la pequeña, la rutina diaria continuó sin cambios y los problemas económicos del orfanato persistieron implacables, y aunque la policía supuestamente indagó con diligencia para encontrar a quien abandonó a la niña, como casi siempre sucedía muy pronto los investigadores se dieron por vencidos y nunca se supo nada de los padres de Miranda.

       Pasados unos días del acontecimiento sucedió algo inusitado, la pequeña Miranda había llegado con una gran torta bajo el brazo y el conserje Ismael se sacó la lotería. Por supuesto que nadie relacionó a la niña con el hecho, pero Ismael, quien había recogido a la bebita a la entrada del orfanato, de manera imprevista se vio bendecido por la diosa fortuna y pudo terminar de pagar su casa, la remodeló, se compró un automóvil, creó un fondo para los estudios de sus tres hijos y guardó una buena cantidad de dinero en el Banco. Aunque continuó laborando en la institución, nunca más volvió a sufrir carencias.

       Muy pronto las enfermeras encargadas del área de cunas se encariñaron con la pequeña Miranda. Era una bebita muy inquieta, siempre se descobijaba y se mantenía pataleando, pero nunca daba lata y no lloraba excepto cuando tenía hambre, y por el contrario su sonrisa iluminaba su rostro morenito en cuanto alguien se le aproximaba. Los días y las semanas transcurrieron y Miranda empezó a crecer aunque por debajo del promedio y un tanto delgadita, pero eso sí con una excelente salud que no fue alterada ni siquiera por un simple resfriado. A los nueve meses comenzó a caminar casi sin antes haber gateado, sus delgadas piernitas se le arquearon y todo el personal pensó que de grande iba a ser zamba. A los once meses pronunció sus primeras palabras y llamó “má” a la enfermera María la encargada del área de cunas, y nadie supo si el má significaba mamá o María.   

       Exactamente al año de haber sido abandonada Miranda, otro feliz suceso cambió la vida en La Luz Guadalupana. Un benefactor anónimo donó una cuantiosa cantidad de dinero a la institución, a través de un fideicomiso que le proveería recursos mensualmente, además de una importante cantidad inicial que sirvió para pagar los adeudos a los proveedores, pintar todas las instalaciones, comprar cunas nuevas, remodelar la cocina y el patio de juegos. Desde luego nadie relacionó a la pequeña Miranda con el afortunado evento, ni hubo quien por lo menos lo viera como una mera coincidencia. Sin embargo, sin que nadie se diera cuenta, la estancia de Miranda en el orfanatorio cambió la existencia de muchas personas que tuvieron la dicha de convivir con ella.

       La enfermera María era muy eficiente y profesional, todo el personal la estimaba y los infantes a su cargo, desde bebés con unos días de nacidos hasta un año de edad, la reconocían y le querían como si fuese su madre. A los treinta y dos años de edad se mantenía soltera y no era por ser poco atractiva, sino le parecía lo más acertado o como ella bien lo decía porque no había encontrado a su otra mitad. De corazón bondadoso y alma caritativa se entregaba a sus bebitos como ella los llamaba; por ello no fue difícil que muy pronto se formara un vínculo especial entre ella y la pequeña Miranda, tan fuerte que ni la anunciada muerte de María podía romper. Por desgracia habían desahuciado a la buena mujer, a causa de un inoperable tumor canceroso en el cerebro que le ocasionaba fuertes dolores de cabeza, pero no menguaba su atención por sus bebitos. Decidió continuar con su trabajo hasta que la enfermedad se lo impidiese, y para no complicar su situación prefirió no informar a nadie su problema. No obstante, los especialistas esperaban que sus facultades físicas declinaran paulatinamente y solo le daban uno o dos años más de vida. Lejos de angustiarse y deprimirse, María optó por refugiarse en el amor a sus bebitos buscando la fuerza necesaria para enfrentar su destino, viendo a los pequeños como la continuidad de su propia existencia.

       Al  cumplir Miranda un año en el área de cunas y sin haber sido adoptada la trasladaron a la casa hogar, donde atendían a los niños mayores de un año y cuyas instalaciones se encontraban dentro de la misma institución. Esto no afectó el sentimiento que se profesaban Miranda y la enfermera María, por el contrario se estrechó aún más porque ahora disfrutaban con mayor intensidad los momentos que pasaban juntas, como era durante las comidas, el recreo y el tiempo libre antes de la cena. Con el tiempo la enfermera María se convirtió en la verdadera madre de Miranda y ella veía a la niña como su propia hija, aunque se entristecía al pensar en el poco tiempo que le quedaba de vida y en el sufrimiento que le ocasionaría a la pequeña, cuando sin desearlo se viera obligada a abandonarla. Sin embargo no podía evitar lo que su corazón le dictaba y con toda su alma amaba a la niña. Mientras tanto se sentía feliz y los fuertes dolores de cabeza habían desaparecido como por arte de magia; se encontraba tan bien de salud que había estado aplazando las visitas rutinarias al oncólogo por miedo a enturbiar la felicidad que estaba disfrutando, e inconscientemente temía que los médicos le dieran alguna mala noticia.  

       Sin embargo, cuando se cumplieron los dos años de vida pronosticados por los doctores, intrigada decidió presentarse en el hospital de oncología para saber cuál era realmente su estado de salud, a pesar de lo bien que se sentía. La sorpresa de los galenos y de ella misma fue mayúscula, cuando le efectuaron varios exámenes y estudios comprobando, sin lugar a dudas, que el tumor maligno había desaparecido por completo y la enfermera María se encontraba en perfecta salud, siendo muy probable que disfrutara de una larga vida.

       Lo primero que hizo María fue ir con Miranda, quien a la postre iba a cumplir tres años, a la Basílica de Guadalupe para dar gracias a la Virgen Morena. Por alguna razón inconsciente, la enfermera deseó expresar su agradecimiento en compañía de la pequeña y así compartir con ella la felicidad que le embargaba. De la mano de su má y mirando asombrada la gran cantidad de fieles visitando a la Virgen de Guadalupe a pesar de ser un día entresemana, con los ojos muy abiertos Miranda observó feliz a los matachines danzando en la explanada del atrio de la Basílica. Más tarde con gran fervor y muy seriecita escuchó la misa al lado de María, y sin entender claramente lo que estaba pasando lloró de alegría junto con su má.

       Saliendo de la Basílica se dirigieron al mercado de comida, donde se servían toda clase de antojitos mexicanos. Esa fue la primera vez que la niña probó una quesadilla de papa y le encantó; desde entonces, prometerle una quesadilla de papa era de las mejores recompensas que su má podría ofrecerle.

       Con el paso del tiempo, Miranda se ganó el cariño de profesores, enfermeras, voluntarios y niños del orfanatorio, y se hizo famosa por sus travesuras que se convirtieron en el dolor de cabeza para la administradora del instituto, la directora señorita Anastasia Palomino. Además de inteligente y alegre, Miranda era muy ingeniosa y no perdía oportunidad para hacer sus diabluras, como cuando encontró unas pinturas sobrantes de la última renovación, y durante la noche pintarrajeó de verde limón los muebles de las oficinas administrativas para que se vieran bonitos como los árboles, según explicó más tarde a la exaltada directora. O como la ocasión en la cual puso una culebra de río en la cama de una niña, para que le hiciera compañía por las noches cuando lloraba por extrañar a su madre, pero en lugar de ello logró espantar a la niña que con sus gritos despertó a todos en el dormitorio.

        Para la señorita Palomino se volvió costumbre que Miranda fuera enviada castigada a las oficinas de la dirección y la enfermera María se presentara más tarde para abogar por la niña, prometiendo en cada ocasión que Miranda se portaría bien en adelante. Lo cierto era que ni la señorita Palomino ni la enfermera María se podían resistir a la mirada compungida de la pequeña pidiendo disculpas. Indefensas la reprendían, y Miranda salía de la dirección tomando la mano de su má, con una inocente sonrisa que ablandaba el más duro corazón. La pobre señorita Palomino se alegró y se sintió aliviada, cuando María le pidió permiso para llevarse los fines de semana a Miranda, librándola de la traviesa niña por lo menos sábados y domingos.

       Fue un feliz consentimiento para la niña y su má, porque así disfrutaban de su compañía dos días completos en total libertad. Se levantaban tarde, desayunaban, comían y cenaban antojitos como las quesadillas de papa que eran las preferidas de la niña. Iban al zoológico de Chapultepec, al museo del Papalote y al cine o a la feria. Para las dos era tiempo de pura diversión y su felicidad era casi completa. Solo había algo más que deseaba María, en su mente comenzó a tomar forma la idea de adoptar a Miranda y puso manos a la obra. Quería a la niña como su hija por el resto de su vida.

       Por su parte a Miranda le entristecían muy pocas cosas y una de ellas era cuando sus amiguitos sufrían alguna pena, como sucedió con Roberto. Tito, como lo llamaban, era un niño regordete quien se deprimía cada vez que una pareja de posibles padres adoptivos no lo elegían a él y adoptaban a otro niño, entonces Tito se aislaba y lloraba por las noches. Un día Miranda se le acercó durante la hora del recreo para consolarlo, y poniéndole su mano sobre la cabeza le dijo algo que nadie pudo escuchar, pero poco después la primera pareja en presentarse en el orfanato para adoptar un niño eligió a Tito. Días más tarde un alegre Robertito se despedía de sus amiguitos y profesores, enviándole un beso con la mano a Miranda desde la ventanilla de una lujosa camioneta, cruzándose una mirada que solo ellos comprendieron.  

       Todo el plantel de La Luz Guadalupana y hasta los niños sin entender bien la situación, estaban consternados con el accidente sufrido por la pequeña Raquel, una de las más cercanas amiguitas de Miranda. Nadie supo cómo se cayó de un columpio fracturándose el cráneo, teniendo que ser internada de emergencia en el hospital infantil donde se encontraba muy grave. Miranda no dijo nada, pero esa noche se la pasó rezando hasta la madrugada, cuando el cansancio y el sueño la vencieron quedándose dormida sobre una de las bancas de la capillita del orfanatorio, donde los domingos el Padre Alfonso celebraba una misa para los niños y el personal de la institución. Las buenas noticias no tardaron en llegar; Raquel mejoraba, le habían removido un coagulo, la inflamación del cerebro había cedido y ya estaba consciente permitiendo a los médicos emitir un pronóstico optimista a mediano plazo. Estaría bajo observación por algún tiempo y posiblemente requeriría tratamiento de rehabilitación, pero sus expectativas de recuperación eran muy alentadoras. No tardó mucho para que Raquel regresara al instituto con una mascada cubriéndole su cabeza rapada, se le veía delgada y pálida pero feliz. Lo primero en hacer fue buscar a Miranda, y juntas tomadas de la mano anduvieron por un buen rato por todo el orfanato, sin que nadie supiera lo que hablaron.

       Un día por la mañana muy temprano, la señorita Palomino mandó llamar a la enfermera María para comunicarle la buena nueva. Los documentos para la adopción de Miranda a favor de María habían sido aprobados y desde ese momento oficialmente eran hija y madre. La recomendación de la señorita Palomino había sido crucial para la aprobación por el comité de adopción, lo cual satisfacía a la directora por haber podido ayudar a la niña y a la enfermera. Aunque debía de aceptar que también le alegraba la tranquilidad que ahora tendría, sin la amenaza de las diabluras urdidas por Miranda en el instituto al menos por las tardes y noches. Para María y Miranda la noticia fue maravillosa y las colmó de felicidad, ya podían vivir como madre e hija.

       La vida de María no podía ser más completa, y no obstante la gran responsabilidad asumida para educar a Miranda, quien había cumplido los cinco años, estaba consciente de que era una parte importante de ser madre y esperaba cumplirla satisfactoriamente a pesar de intuir que la niña era especial y tenía algo más allá de su gran amor por la vida y su desmedida bondad. Tenía el don para influir en las personas que convivían con ella, haciéndolas disfrutar con mayor intensidad de todo lo que les rodeaba y atrayéndoles las buenas vibraciones místicas. Un hecho que para María no tenía explicación y jamás comprendería.

       El tiempo continuó su camino y en La Luz Guadalupana la felicidad reinó. Todos los días Miranda y María llegaban temprano, la enfermera se dirigía a sus labores y la niña al kínder dentro del instituto. María había acordado con la señorita Palomino, que mientras ella laborara en la casa cuna la pequeña seguiría siendo alumna del orfanatorio hasta terminar la primaria. Por las tardes, al terminar la enfermera su turno, unidas de la mano María y Miranda bajo la mirada sonriente del conserje Ismael, salían de La Luz Guadalupana rumbo a su hogar, por la misma puerta en la cual un día ya olvidado abandonaron a la niña.

 

Fin.


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