martes, 18 de mayo de 2021

El retorno


 

El retorno

 José Pedro Sergio Valdés Barón

Amaneció como cualquier otro día, pero este era diferente, cumplía ochenta años de edad. Su hija Tania y sus dos nietos Jesús y Pedro lo despertaron cantándole las mañanitas y entregándole sus regalos, que a pesar de ser modestos los acompañaba todo el cariño del mundo, y uno de los cuales iluminó el rostro del abuelo por ser una camiseta del equipo de fútbol América, del cual era un empedernido fanático de toda la vida. Al abuelo no le agradaban mucho los festejos y menos si él era el agraciado, para él ese día era como cualquier otro día común y corriente, sobre todo desde que había fallecido la abuela ya hacía algunos años, haciendo que a partir de ese triste día casi todo perdiera importancia para el abuelo, exceptuando a su hija y a sus nietos que eran su adoración y los que todavía le alegraban la vida. Ese día antes de bañarse se rasuró y al presentarse en el comedor sorprendió a todos los presentes, sus nietos y su yerno nunca lo habían visto sin la barba blanca, que a pesar de traerla siempre corta la tenía tupida. Su hija aunque también fue sorprendida, ella si lo había visto con solo un bigote castaño claro, ya hacía muchos años.

            ­— ¡Papá!... ¿Qué te hiciste?— Preguntó su hija riendo.

    Nada, solo me rasuré la barba— Respondió el abuelo, sin darle importancia.

    Pues logró quitarse como veinte años— Secundó el yerno, al mismo tiempo que reían los nietos.

    Sí, ahora parece como de cien años— Bromeó uno de sus nietos.

    No les hagas caso papá, te ves muy bien— La hija selló las bromas, indicándole al abuelo que se sentara a desayunar— Hoy te llevaremos a comer a la fonda Santa Anita y en la noche partiremos tu pastel de cumpleaños— Le informó a su padre, al mismo tiempo que lo abrazaba cariñosamente.

El día transcurrió lleno de alegría, la comida en la fonda resultó deliciosa y hasta un trio le cantó las mañanitas al abuelo, quien lucía orgulloso la camiseta de su equipo América. Por la tarde descansaron viendo fotografías de la infancia y juventud del abuelo, las cuales la mayoría fueron tomadas durante el tiempo que radicó en el legendario Coyoacán. Al mirar una vieja fotografía donde se aprecia el Cine Centenario, la nevería La Siberia, el local de jugos Casa Téllez y la peluquería Licona, el abuelo se quedó contemplando la foto durante un prolongado memento, mientras su mente recordaba añejas anécdotas vividas en el centro del hermoso Coyoacán.

            Recordó la majestuosa Parroquia de San Juan Bautista, la que consideraba su casa espiritual, donde disfrutó de travesuras y vivencias inolvidables, como la vez que siendo monaguillo, al tocar las campanillas durante la consagración le mentaba la madre a su compañero que estaba en el otro extremo del altar, quien no tardó en responderle de la misma manera, sin que al perecer alguien más se diera cuenta de los mutuos insultos que los adolescentes se estaban propinando, y todo por haber discutido antes del inicio de la misa por la propiedad de un trompo. No pudo evitar recordar su estancia en el grupo de la ACJM (Asociación Cristiana de Jóvenes Mexicanos) que se reunía en el primer piso de un pequeño edificio adjunto, en la esquina al final de los arcos externos de la Parroquia. En ese lugar muchos jóvenes coyoacaneses se divertían sanamente con juegos de mesa, música y hasta en una mesa de billar. También formaron un grupo artístico para presentar obras de teatro y bailables folclóricos, en el pequeño teatro que estaba al fondo de los pasillos del interior de la Parroquia, al cual asistían a divertirse muchos feligreses de todas las clases sociales de Coyoacán. Durante unos ensayos para un bailable, cuando el abuelo en ese entonces solo tenía doce años, le tocó de pareja una bella jovencita llamada Lucero, quien se convirtió en el primer amor de su larga vida. Durante algún tiempo ella le correspondió y el abuelo disfrutó del primer beso y aprendió torpes escarceos sexuales con la adolescente; sin embargo, a esa edad las relaciones no se toman muy en serio y Lucero dio por terminado el noviazgo sin que el abuelo supiera el motivo, simplemente le dijo adiós sin ninguna explicación dejándolo sorprendido y triste por algún tiempo. Aunque el abuelo no tardó en recuperarse del desengaño, se sentía molesto cada vez que veía a Lucero comportándose como si nada hubiera pasado entre ellos, así que se fue alejando de la ACJM para no regresar nunca más.

            Sin duda le ayudó a superar esa etapa de su vida, una aventura que todo adolescente sueña que le suceda. Cuando iniciaba el segundo grado en la secundaria diurna 35 conoció a la maestra Victoria, quien impartía la materia de Geografía. Ella era una mujer muy guapa y sensual que traía locos a todos los estudiantes hombres y hasta alguna que otra jovencita. En el salón de clases se sentaba en la silla de un escritorio sin tapa frontal, que permitía contemplar sus torneadas piernas apenas cubiertas por sus vestidos que le llegaban ligeramente por arriba de las rodillas, lo cual aprovechaba el abuelo para disfrutar la vista sentado en la banca frente al escritorio, algo que se había ganado a pulso peleando a golpes con otros aspirantes al lugar estratégico. Lo sorpresivo fue que sin saber a ciencia cierta la razón, la maestra Victoria comenzó a mostrar cierta preferencia por el entonces joven abuelo e inclusive en algunos momentos era evidente que abría las piernas para que el abuelo pudiera echarse un instantáneo taco de ojo. Más tarde la maestra comenzó a pedirle al abuelo que se quedara después de clases, para ayudarla a corregir las tareas o a calificar exámenes, lo cual hacían en el escritorio juntando dos sillas y tan cercanas que permitían el roce de sus muslos. No fue extraño que ese trabajo continuaran haciéndolo por las tardes en el departamento de soltera-divorciada de la maestra Virginia, y fue así como a los trece años el abuelo se convirtiera en un experto en las lides sexuales. Muy pronto el abuelo se volvió el estudiante más famoso de la secundaria y era admirado hasta por los alumnos de tercer grado, y por supuesto por muchas de las jovencitas que empezaron a coquetearle descaradamente al entonces adolescente abuelo. Por desgracia los rumores de las relaciones de la maestra Victoria con un alumno, no tardaron en llegar a la dirección de la secundaria siendo despedida de inmediato, aunque para su fortuna como un favor especial y para no desprestigiar a la escuela, no fue reportada a la comisión de padres de familia ni a la secretaría de educación pública. Por supuesto que al abuelo le dolió finalizar la relación con la hermosa maestra Virginia, sin embargo fue compensado con las oportunidades que se le presentaron con otras jóvenes y con la envidia de sus compañeros.

            Sonriendo recordó las muchas diversiones que disfrutó en el cine Centenario, desde las películas de vaqueros de John Wayne, Charles Bronson y Alan Ladd o los maratones de Superman o Batman, hasta cuando de maldosos él y sus cuates llevaban cerbatanas de bambú que ellos mismos confeccionaban, para que desde uno de los palcos del cine lanzar chicharos secos o garbanzos a los concurrentes sentados en las bancas de la planta baja, y muertos de la risa disfrutaban el oír los gritos y reclamos de sus víctimas. Volvió a paladear los ricos chocolates jamón Wongs y las pepitas que compraba antes de entrar al cine, y como gastaba casi todo su dinero en dulces, tenía que ingeniárselas para entrar al cine sin pagar. Con sus amigos elegían a uno de ellos para que depositara en la taquilla una entrada, con el pretexto de ingresar a la sala en busca de un supuesto amigo, pero lo que en realidad hacía quien entraba, era ir a cualquiera de los dos pasillos laterales del cine para quitar el seguro de una de las puertas de emergencia y regresar a la taquilla por el depósito, entrando en seguida con sus camaradas que esperaban afuera por la puerta de emergencia abierta, volviéndola a cerrar tras de sí.                

            Y cómo olvidar la vez que cansados de bailar en una fiesta, al caminar hacía su casa se les ocurrió al abuelo y un amigo descansar en una banca del parque frente a la Parroquia de San Juan Bautista, ya entrada la madrugada. Sin quererlo se quedaron dormidos y fueron despertados por dos policías, quienes con el pretexto de que estaban borrachos los llevaron detenidos a la delegación de Coyoacán, que en ese tiempo se encontraba cruzando el parque Hidalgo a un lado del que era el Palacio Municipal. Como no había ningún juez a esa hora, fueron encerrados en una celda junto a un detenido por atropellar a una persona. La celda en realidad era donde los presidiarios se bañaban en unas regaderas con solo agua fría, sin que hubiera ninguna banca o silla para sentarse, así que el abuelo y el amigo tuvieron que imitar al otro detenido y sentarse en el suelo que estaba encharcado con el agua derramada por las goteras de las llaves y regaderas. Debieron de esperar hasta las diez de la mañana, en que afortunadamente a pesar de ser sábado se presentó un juez en el juzgado, quien después de escuchar el motivo por el cual los jóvenes habían sido detenidos, los regresó a la celda para esperar a que él hablara con los policías que los habían detenido, con la eventualidad de que si no lo hacía antes de las dos de la tarde tendrían que esperar hasta el lunes por su sentencia. Rogando a todos los santos para que los policías hablaran con el juez lo más pronto posible, se sentaron una vez más en la celda encharcada esforzándose para no llorar. Cuando se estaban conformando con pasar el fin de semana en ese espantoso lugar, mientras un presidiario desde alguna celda fuera de su vista los martirizaba cantando con voz aguardentosa Escaleras de la cárcel, un policía abrió la celda ordenándoles que lo siguieran. No fue el juez, sino un asistente quien les informó que quedaban en libertad entregándoles sus escasas pertenencias, aunque faltaban sus abrigos con los que se habían resguardado del frío de la madrugada cuando los arrestaron los policías que ahora brillaban por su ausencia. Como en ese momento lo único que les importaba al abuelo y su amigo era salir de ese lugar, no hicieron ningún reclamo oficial y pusieron pies en polvorosa.

            La voz de su hija Tania lo volvió al presente, preguntándole un poco extrañada:

    ¡Papá! ¿Qué te pasa? Te quedaste como hipnotizado.

    Nada…es que esta foto me trajo muchos recuerdos, no solo del cine Centenario y la nevería la Siberia, sino que aquí se puede ver a mi amigo Licona recargado a la entrada de la peluquería hablando con alguien; la foto debe haberse tomado hace más de cincuenta años— Respondió el abuelo lleno de nostalgia.

Con la alegría de partir su pastel de cumpleaños, el abuelo dejó atrás el pasado y disfrutó la compañía de todos sus seres queridos desvelándose hasta las once de la noche, cuando cansado y muriéndose de sueño se despidió de todo mundo con un beso y se retiró a dormir a su recamara.

Cuando dieron las diez de la mañana del nuevo día y el abuelo no se presentaba a desayunar, su hija se comenzó a preocupar porque aunque se hubiera desvelado la noche anterior nunca se levantaba tan tarde. A las doce del día la hija ya no pudo esperar más y se presentó en la habitación de su padre, pero fue sorprendida al no encontrarlo en su cama ni en todo el cuarto, entonces pidió ayuda a sus hijos y todos comenzaron a buscar al abuelo en toda la casa sin ningún resultado. Así continuó la búsqueda por varios días, incluyendo a las autoridades que habían sido notificadas de la desaparición del abuelo. Nadie se podía explicar en dónde podría encontrarse el abuelo y asustada su hija comenzó a imaginarse lo peor. Para muchos el abuelo simplemente se había extraviado y no supo cómo regresar a su casa ni encontró quien le ayudara y a la fecha andaba como vagabundo; para otros lo más factible era que había sido secuestrado por equivocación, ya que la familia del abuelo no tenía recursos como para pagar un rescate y sin otra opción solo se deshicieron del anciano, y lo peor que pensaban algunos era que había sufrido un accidente fatal y al no ser identificado por alguien ahora descansaba en una fosa común. Sin embargo, para Tania y sus hijos siempre persistiría la esperanza de que en cualquier momento se presentara el abuelo, después de haber disfrutado una más de sus aventuras. Por un tiempo lloraron Tania y sus hijos la ausencia del abuelo, hasta que con el transcurso de los días, semanas y meses debieron de aceptar que el abuelo no regresaría a su hogar, y la extraña incógnita de su desaparición solo sería revelada cuando Dios lo dispusiera; mientras tanto todos los domingos y días festivos la familia del abuelo asistía a la misa en la Parroquia de San Juan Bautista, en el Coyoacán amado por el abuelo.

Una tarde cuando Tania y sus hijos guardaban la ropa y cosas personales del abuelo, mientras sin poderlo evitar les recorrían unas lágrimas por las mejillas, Pedro encontró en una de las cajas las viejas fotografías que al abuelo le encantaba contemplar. De pronto al observar la foto en la cual se apreciaba el cine Centenario, la nevería La Siberia, la Casa Téllez y la peluquería Licona, Pedro sintió que se le encogía el estómago de la impresión y sin poderse contener espantado llamó la atención de su madre y hermano, mostrando la fotografía en sus manos al tiempo que les decía:

            — ¡Miren! observen la foto con mucho cuidado, y díganme lo que ven.

Tomando la fotografía, Tania y Jesús la comenzaron a mirar minuciosamente y ella no tardó en exclamar asombrada:

    ¡No puede ser, es imposible!

    ¡Mamá! Es el abuelo— Exclamó incrédulo Jesús.

En la fotografía en blanco y negro un tanto borrosa se apreciaba el frente del cine Centenario, los locales abiertos de la nevería La Siberia y la Casa Téllez, pero en la entrada de la peluquería Licona, apenas se distinguía al amigo del abuelo recargado en la entrada platicando nada menos y nada más que con el mismísimo abuelo, quien se apreciaba claramente vistiendo la inconfundible camiseta del América a todo color que le habían regalado en su cumpleaños.

Entonces Tania supo con claridad y sin duda alguna que su padre había logrado de alguna manera increíble regresar al pasado, donde había sido tan feliz viviendo en su añorado Coyoacán.   

 

Fin

 

 

                    

 

        

miércoles, 5 de mayo de 2021

Miranda

 


Miranda  

José Pedro Sergio Valdés Barón

*

Era una bebita de tan solo unos días de nacida, cuando fue abandonada por alguien a las puertas de la casa cuna La Luz Guadalupana en la calle Violeta de la colonia Guerrero en la capital mexicana. No fue nada especial para el personal del orfanatorio, estaban acostumbrados a recibir niños desahuciados o recogidos a sus padres por causas de drogadicción, maltrato y abuso infantil, o abandonados por madres sexo servidoras.  

       Fue encontrada dentro una caja de cartón por Ismael, el conserje de la casa cuna; la niñita estaba envuelta en una sucia y delgada cobija con un pedazo de papel prendido con un alfiler, en el cual solo estaba escrito a mano y con letra casi ilegible: Miranda.

       Al principio nada alteró la vida del plantel después del arribo de la pequeña, la rutina diaria continuó sin cambios y los problemas económicos del orfanato persistieron implacables, y aunque la policía supuestamente indagó con diligencia para encontrar a quien abandonó a la niña, como casi siempre sucedía muy pronto los investigadores se dieron por vencidos y nunca se supo nada de los padres de Miranda.

       Pasados unos días del acontecimiento sucedió algo inusitado, la pequeña Miranda había llegado con una gran torta bajo el brazo y el conserje Ismael se sacó la lotería. Por supuesto que nadie relacionó a la niña con el hecho, pero Ismael, quien había recogido a la bebita a la entrada del orfanato, de manera imprevista se vio bendecido por la diosa fortuna y pudo terminar de pagar su casa, la remodeló, se compró un automóvil, creó un fondo para los estudios de sus tres hijos y guardó una buena cantidad de dinero en el Banco. Aunque continuó laborando en la institución, nunca más volvió a sufrir carencias.

       Muy pronto las enfermeras encargadas del área de cunas se encariñaron con la pequeña Miranda. Era una bebita muy inquieta, siempre se descobijaba y se mantenía pataleando, pero nunca daba lata y no lloraba excepto cuando tenía hambre, y por el contrario su sonrisa iluminaba su rostro morenito en cuanto alguien se le aproximaba. Los días y las semanas transcurrieron y Miranda empezó a crecer aunque por debajo del promedio y un tanto delgadita, pero eso sí con una excelente salud que no fue alterada ni siquiera por un simple resfriado. A los nueve meses comenzó a caminar casi sin antes haber gateado, sus delgadas piernitas se le arquearon y todo el personal pensó que de grande iba a ser zamba. A los once meses pronunció sus primeras palabras y llamó “má” a la enfermera María la encargada del área de cunas, y nadie supo si el má significaba mamá o María.   

       Exactamente al año de haber sido abandonada Miranda, otro feliz suceso cambió la vida en La Luz Guadalupana. Un benefactor anónimo donó una cuantiosa cantidad de dinero a la institución, a través de un fideicomiso que le proveería recursos mensualmente, además de una importante cantidad inicial que sirvió para pagar los adeudos a los proveedores, pintar todas las instalaciones, comprar cunas nuevas, remodelar la cocina y el patio de juegos. Desde luego nadie relacionó a la pequeña Miranda con el afortunado evento, ni hubo quien por lo menos lo viera como una mera coincidencia. Sin embargo, sin que nadie se diera cuenta, la estancia de Miranda en el orfanatorio cambió la existencia de muchas personas que tuvieron la dicha de convivir con ella.

       La enfermera María era muy eficiente y profesional, todo el personal la estimaba y los infantes a su cargo, desde bebés con unos días de nacidos hasta un año de edad, la reconocían y le querían como si fuese su madre. A los treinta y dos años de edad se mantenía soltera y no era por ser poco atractiva, sino le parecía lo más acertado o como ella bien lo decía porque no había encontrado a su otra mitad. De corazón bondadoso y alma caritativa se entregaba a sus bebitos como ella los llamaba; por ello no fue difícil que muy pronto se formara un vínculo especial entre ella y la pequeña Miranda, tan fuerte que ni la anunciada muerte de María podía romper. Por desgracia habían desahuciado a la buena mujer, a causa de un inoperable tumor canceroso en el cerebro que le ocasionaba fuertes dolores de cabeza, pero no menguaba su atención por sus bebitos. Decidió continuar con su trabajo hasta que la enfermedad se lo impidiese, y para no complicar su situación prefirió no informar a nadie su problema. No obstante, los especialistas esperaban que sus facultades físicas declinaran paulatinamente y solo le daban uno o dos años más de vida. Lejos de angustiarse y deprimirse, María optó por refugiarse en el amor a sus bebitos buscando la fuerza necesaria para enfrentar su destino, viendo a los pequeños como la continuidad de su propia existencia.

       Al  cumplir Miranda un año en el área de cunas y sin haber sido adoptada la trasladaron a la casa hogar, donde atendían a los niños mayores de un año y cuyas instalaciones se encontraban dentro de la misma institución. Esto no afectó el sentimiento que se profesaban Miranda y la enfermera María, por el contrario se estrechó aún más porque ahora disfrutaban con mayor intensidad los momentos que pasaban juntas, como era durante las comidas, el recreo y el tiempo libre antes de la cena. Con el tiempo la enfermera María se convirtió en la verdadera madre de Miranda y ella veía a la niña como su propia hija, aunque se entristecía al pensar en el poco tiempo que le quedaba de vida y en el sufrimiento que le ocasionaría a la pequeña, cuando sin desearlo se viera obligada a abandonarla. Sin embargo no podía evitar lo que su corazón le dictaba y con toda su alma amaba a la niña. Mientras tanto se sentía feliz y los fuertes dolores de cabeza habían desaparecido como por arte de magia; se encontraba tan bien de salud que había estado aplazando las visitas rutinarias al oncólogo por miedo a enturbiar la felicidad que estaba disfrutando, e inconscientemente temía que los médicos le dieran alguna mala noticia.  

       Sin embargo, cuando se cumplieron los dos años de vida pronosticados por los doctores, intrigada decidió presentarse en el hospital de oncología para saber cuál era realmente su estado de salud, a pesar de lo bien que se sentía. La sorpresa de los galenos y de ella misma fue mayúscula, cuando le efectuaron varios exámenes y estudios comprobando, sin lugar a dudas, que el tumor maligno había desaparecido por completo y la enfermera María se encontraba en perfecta salud, siendo muy probable que disfrutara de una larga vida.

       Lo primero que hizo María fue ir con Miranda, quien a la postre iba a cumplir tres años, a la Basílica de Guadalupe para dar gracias a la Virgen Morena. Por alguna razón inconsciente, la enfermera deseó expresar su agradecimiento en compañía de la pequeña y así compartir con ella la felicidad que le embargaba. De la mano de su má y mirando asombrada la gran cantidad de fieles visitando a la Virgen de Guadalupe a pesar de ser un día entresemana, con los ojos muy abiertos Miranda observó feliz a los matachines danzando en la explanada del atrio de la Basílica. Más tarde con gran fervor y muy seriecita escuchó la misa al lado de María, y sin entender claramente lo que estaba pasando lloró de alegría junto con su má.

       Saliendo de la Basílica se dirigieron al mercado de comida, donde se servían toda clase de antojitos mexicanos. Esa fue la primera vez que la niña probó una quesadilla de papa y le encantó; desde entonces, prometerle una quesadilla de papa era de las mejores recompensas que su má podría ofrecerle.

       Con el paso del tiempo, Miranda se ganó el cariño de profesores, enfermeras, voluntarios y niños del orfanatorio, y se hizo famosa por sus travesuras que se convirtieron en el dolor de cabeza para la administradora del instituto, la directora señorita Anastasia Palomino. Además de inteligente y alegre, Miranda era muy ingeniosa y no perdía oportunidad para hacer sus diabluras, como cuando encontró unas pinturas sobrantes de la última renovación, y durante la noche pintarrajeó de verde limón los muebles de las oficinas administrativas para que se vieran bonitos como los árboles, según explicó más tarde a la exaltada directora. O como la ocasión en la cual puso una culebra de río en la cama de una niña, para que le hiciera compañía por las noches cuando lloraba por extrañar a su madre, pero en lugar de ello logró espantar a la niña que con sus gritos despertó a todos en el dormitorio.

        Para la señorita Palomino se volvió costumbre que Miranda fuera enviada castigada a las oficinas de la dirección y la enfermera María se presentara más tarde para abogar por la niña, prometiendo en cada ocasión que Miranda se portaría bien en adelante. Lo cierto era que ni la señorita Palomino ni la enfermera María se podían resistir a la mirada compungida de la pequeña pidiendo disculpas. Indefensas la reprendían, y Miranda salía de la dirección tomando la mano de su má, con una inocente sonrisa que ablandaba el más duro corazón. La pobre señorita Palomino se alegró y se sintió aliviada, cuando María le pidió permiso para llevarse los fines de semana a Miranda, librándola de la traviesa niña por lo menos sábados y domingos.

       Fue un feliz consentimiento para la niña y su má, porque así disfrutaban de su compañía dos días completos en total libertad. Se levantaban tarde, desayunaban, comían y cenaban antojitos como las quesadillas de papa que eran las preferidas de la niña. Iban al zoológico de Chapultepec, al museo del Papalote y al cine o a la feria. Para las dos era tiempo de pura diversión y su felicidad era casi completa. Solo había algo más que deseaba María, en su mente comenzó a tomar forma la idea de adoptar a Miranda y puso manos a la obra. Quería a la niña como su hija por el resto de su vida.

       Por su parte a Miranda le entristecían muy pocas cosas y una de ellas era cuando sus amiguitos sufrían alguna pena, como sucedió con Roberto. Tito, como lo llamaban, era un niño regordete quien se deprimía cada vez que una pareja de posibles padres adoptivos no lo elegían a él y adoptaban a otro niño, entonces Tito se aislaba y lloraba por las noches. Un día Miranda se le acercó durante la hora del recreo para consolarlo, y poniéndole su mano sobre la cabeza le dijo algo que nadie pudo escuchar, pero poco después la primera pareja en presentarse en el orfanato para adoptar un niño eligió a Tito. Días más tarde un alegre Robertito se despedía de sus amiguitos y profesores, enviándole un beso con la mano a Miranda desde la ventanilla de una lujosa camioneta, cruzándose una mirada que solo ellos comprendieron.  

       Todo el plantel de La Luz Guadalupana y hasta los niños sin entender bien la situación, estaban consternados con el accidente sufrido por la pequeña Raquel, una de las más cercanas amiguitas de Miranda. Nadie supo cómo se cayó de un columpio fracturándose el cráneo, teniendo que ser internada de emergencia en el hospital infantil donde se encontraba muy grave. Miranda no dijo nada, pero esa noche se la pasó rezando hasta la madrugada, cuando el cansancio y el sueño la vencieron quedándose dormida sobre una de las bancas de la capillita del orfanatorio, donde los domingos el Padre Alfonso celebraba una misa para los niños y el personal de la institución. Las buenas noticias no tardaron en llegar; Raquel mejoraba, le habían removido un coagulo, la inflamación del cerebro había cedido y ya estaba consciente permitiendo a los médicos emitir un pronóstico optimista a mediano plazo. Estaría bajo observación por algún tiempo y posiblemente requeriría tratamiento de rehabilitación, pero sus expectativas de recuperación eran muy alentadoras. No tardó mucho para que Raquel regresara al instituto con una mascada cubriéndole su cabeza rapada, se le veía delgada y pálida pero feliz. Lo primero en hacer fue buscar a Miranda, y juntas tomadas de la mano anduvieron por un buen rato por todo el orfanato, sin que nadie supiera lo que hablaron.

       Un día por la mañana muy temprano, la señorita Palomino mandó llamar a la enfermera María para comunicarle la buena nueva. Los documentos para la adopción de Miranda a favor de María habían sido aprobados y desde ese momento oficialmente eran hija y madre. La recomendación de la señorita Palomino había sido crucial para la aprobación por el comité de adopción, lo cual satisfacía a la directora por haber podido ayudar a la niña y a la enfermera. Aunque debía de aceptar que también le alegraba la tranquilidad que ahora tendría, sin la amenaza de las diabluras urdidas por Miranda en el instituto al menos por las tardes y noches. Para María y Miranda la noticia fue maravillosa y las colmó de felicidad, ya podían vivir como madre e hija.

       La vida de María no podía ser más completa, y no obstante la gran responsabilidad asumida para educar a Miranda, quien había cumplido los cinco años, estaba consciente de que era una parte importante de ser madre y esperaba cumplirla satisfactoriamente a pesar de intuir que la niña era especial y tenía algo más allá de su gran amor por la vida y su desmedida bondad. Tenía el don para influir en las personas que convivían con ella, haciéndolas disfrutar con mayor intensidad de todo lo que les rodeaba y atrayéndoles las buenas vibraciones místicas. Un hecho que para María no tenía explicación y jamás comprendería.

       El tiempo continuó su camino y en La Luz Guadalupana la felicidad reinó. Todos los días Miranda y María llegaban temprano, la enfermera se dirigía a sus labores y la niña al kínder dentro del instituto. María había acordado con la señorita Palomino, que mientras ella laborara en la casa cuna la pequeña seguiría siendo alumna del orfanatorio hasta terminar la primaria. Por las tardes, al terminar la enfermera su turno, unidas de la mano María y Miranda bajo la mirada sonriente del conserje Ismael, salían de La Luz Guadalupana rumbo a su hogar, por la misma puerta en la cual un día ya olvidado abandonaron a la niña.

 

Fin.


jueves, 22 de abril de 2021

 


Los siete pecados capitales

 

 José Pedro Sergio Valdés Barón

*

Decidió pasar sus últimas horas en el centro comercial Misiones en la fronteriza Ciudad Juárez, ahora tristemente famosa por ser una de las ciudades más violentas del orbe.

A pesar de la inseguridad el moderno centro comercial se encontraba atiborrado, principalmente por jóvenes que esperaban recibir el año nuevo en los bares y restoranes del mall comenzando animarse por las festividades, aunque todavía no se encontraban llenos por completo. Las tiendas permanecían abiertas a esa temprana hora de la noche, esperando lograr las últimas ventas del año que terminaba.

Tratando de pasar desapercibido y arrastrando su vejez, se mezcló entre las personas que caminaban por el corredor de la planta baja, mientras contemplaban los artículos lujosos exhibiéndose en los escaparates de las tiendas de marca. Sin poderlo evitar no pudo dejar de admirar a las mujeres hermosas, quienes glamorosas lucían sus atuendos invernales. No tardó mucho en sentirse cansado y al ver el asiento vacío en una banca, procedió a sentarse para seguir divirtiéndose observando a la gente, en tanto recobraba el aliento.

 

La lujuria

No había pasado mucho tiempo, cuando le llamó la atención una joven pareja que, sin importarles la multitud a su alrededor, se besaban apasionadamente sin ninguna inhibición. Sin dejar de verlos, se preguntó si el amor se había deteriorado a una mera expresión sexual pública de los jóvenes supuestamente enamorados, como lo representó Hieronymus Bosch en su cuadro El jardín de las delicias. Desde los inicios de la humanidad el hombre ha sido víctima de sus propias compulsiones, trasgresiones sexuales y hasta de género; incluyendo la adicción al sexo, el adulterio y la violación, pero en la actualidad parecían haberse generalizado y degradado.  

Suspirando, se dijo que debería de hacer algo al respecto para el año a punto de iniciarse. Trataría de revalorar el amor como un sentimiento sublime y noble, que debe de culminar con las sanas relaciones sexuales entre la mujer y el hombre, como el verdadero medio divino de la procreación y no como mero objeto de placer libertino.

 

La gula

De pronto sintió el hambre que le apretaba el estómago, y olvidándose de la juvenil pareja que continuaban entrelazados como si nadie más existiera, se dirigió a un restorán donde servían platillos de comida italiana. Acomodado en una mesa para dos personas, ordenó al mesero que se acercó para atenderlo: una entrada de antipasto variado, como platillo fuerte el carpaccio de bacalao y de postre un esponjado de limón; para acompañar su cena pidió una botella de suave vino blanco del Rihin Oppenheimer. Mientras disfrutaba la comida deleitándose con una copa de licor de amaretto como sobremesa que lo hizo sentirse plenamente satisfecho, observaba a los comensales de las mesas cercanas. Entonces le llamó la atención un grupito de personas con sobrepeso, que sin ninguna inhibición devoraban de manera continua la comida e ingerían las bebidas que los meseros les iban trayendo, con una actitud como si se fueran agotar todos los alimentos del mundo. Entonces se dio cuenta de que él mismo había caído en el exceso de consumir bebidas y comida, tal como lo estaban haciendo las personas en aquella mesa, y se preguntó si todos serían merecedores del mismo castigo que recibían los penitentes del purgatorio de la Divina Comedia de Alighieri.

Por lo pronto se dijo que a partir del año nuevo, a minutos de iniciar, trataría de medir la ingesta de alimentos, y adoptar el hábito del ejercicio para mantenerse en forma y con buena salud durante todo el año.

 

La avaricia

Pagando su cuenta y mientras le echaba una última mirada a los comensales golosos, salió del restaurante de comida italiana. Era evidente que conforme se acercaba la media noche iba disminuyendo la gente en los corredores, al mismo tiempo que se cerraban las tiendas y se comenzaban a llenar los bares y restoranes, donde el ambiente festivo se incrementaba minuto a minuto.

Contemplando los aparadores adornados con motivos de la temporada, se detuvo donde se exhibía ropa de marca, como Armandi, Fendi y Versace; bolsas y joyas Gucci, D&G y Prada; lencería Victoria´s Secret y muchas cosas más. Pero lo que realmente le llamó su atención, fueron los desorbitantes precios marcados en las etiquetas prendidas en cada uno de los artículos exhibidos. Sin duda, pensó, todavía había gente en Ciudad Juárez que a pesar de la crisis económica podía pagar esa clase de lujos; personas acaudaladas que podían gastar grandes cantidades de dinero en cosas vanas y materiales, sin ponerse a pensar que había demasiados niños sobreviviendo en la pobreza extrema y sin ninguna esperanza.

Se prometió a sí mismo, que durante el año aproximándose sería su propósito lograr una mejor repartición de la riqueza, de manera que unos cuantos no tuvieran demasiada y evitar que muchos no tuvieran nada.

 

La pereza

Continuando su camino por el mall, se topó con un aparador donde se mostraban los televisores de plasma más modernos y grandes, en los cuales se trasmitía un programa con la recopilación de los acontecimientos más sobresalientes del año en Ciudad Juárez, haciendo hincapié en la violencia desatada en las calles y en la afectación que esta tenía en la economía de la ciudad.

Frunciendo el ceño se dijo que aunque todo el mundo culpaba a los delincuentes y gobernantes del grave problema, a él le parecía que una gran parte de la culpa la tenían los mismos ciudadanos. La acidia era el más metafísico de los pecados, y en la actualidad podía aceptarse como una manifestación de esta la desidia, la apatía y el conformismo de la población. Era evidente que los habitantes de Ciudad Juárez no estaban haciendo nada o casi nada para ayudar a combatir el crimen y la violencia.

Un buen propósito para año nuevo sería denunciar los delitos e involucrarse en cualquier iniciativa individual o colectiva, para ayudar y exigir a las autoridades combatir el crimen, y de esa manera lograr que regresen la paz y tranquilidad a las calles de Ciudad Juárez.

 

La ira

Siguiendo esta misma línea de pensamiento, meditó sobre lo que estaba sucediendo a la humanidad. La maldad se estaba imponiendo sobre el bien; las guerras, el crimen y la violencia estaban ganando la batalla a la justicia, la equidad y libertad.

Los sentimientos desordenados y sin control como el odio y enojo se estaban manifestando en el comportamiento humano como una constante, y la negación vehemente de la verdad y la realidad como un hábito normal; inclusive hasta el grado de deshumanizarse por completo como sucedía con sicarios y secuestradores. Su arrugada piel se crispó con solo pensar en la furia que esos maleantes debían de sentir en su corazón, como para asesinar sin ninguna compasión o remordimiento a niños y mujeres en un acto irracional de extrema cobardía.

Se comprometió en sus adentros hacer hasta lo imposible para lograr en el próximo año que la inteligencia emocional controlara la conducta de las personas, en un equilibrio natural entre la razón y la lógica con los sentimientos y emociones.

 

La envidia

Cediendo a la necesidad de sus agotadas piernas, se vio obligado a reposar otro rato mientras esperaba consumir los últimos minutos del año moribundo. Sentado en otra banca, ahora en el segundo nivel del mall, se encontró junto a una mujer de edad indefinida. No era ni fea ni bonita y su vestimenta era modesta, pero adecuada para la ocasión y el lugar. Después de un momento de silencio la mujer habló sin dirigirse precisamente a él, sino más bien como pensando en voz alta. Lo que alcanzó a escuchar le hizo suponer que se había citado con una amiga, para festejar el fin de año en uno de los restoranes del centro comercial. Su amiga, al igual que ella, eran personas que se encontraban solas en la vida por diferentes razones y por eso en esas festividades se hacían mutua compañía.

Al ver pasar frente a ella una feliz familia, la mujer no pudo evitar una mueca de disgusto y sus ojos se humedecieron visiblemente. Él comprendió que en ese preciso momento aquella mujer se sintió herida, y sin poderlo evitar envidió el cariño que se profesaban esas personas y que ella no tenía. Entonces él confirmó que la envidia va tan flaca y amarilla porque muerde pero no come.

Sin duda, un buen propósito para el año nuevo sería que la gente lograra aceptarse así misma tal y como es. Amarnos primero para poder amar a nuestros semejantes, sin importar si uno tiene mucho, poco o nada.

 

La soberbia

No pasó mucho tiempo, para que la mujer se levantara de la banca y fuera al encuentro de su amiga con una gran sonrisa en el rostro. Después de abrazarse se dirigieron hacia el lugar que habían elegido para cenar y recibir el año nuevo. Mirando su reloj se percató de que no faltaban muchos minutos para el gran momento. Levantándose de la banca se dispuso a bajar por la escalera eléctrica, para buscar un lugar solitario y prepararse para el inevitable cambio.

Al salir de la escalera, sin poderlo evitar se enfrentó con un gran espejo que estaba dentro de un escaparate en la tienda de ropa femenina. Asombrado, contempló su vejez deprimente. Parecía increíble que tan solo en doce meses su aspecto se hubiese deteriorado tanto. Pero no importaba en realidad, porque en tan solo unos cuantos segundos más, él volvería a nacer como lo hacía desde el inicio de los tiempos. Sería nuevamente joven, y volvería a tener la fuerza suficiente para poder cumplir con sus siete propósitos capitales a los que se había comprometido. Mientras sonaban las doce campanadas comenzó a transformarse y se sintió como un dios, era tan poderoso que él solo iba a enfrentarse a los siete demonios de los pecados capitales: Asmodeo el de la lujuria, Behemont de la gula, Mammon de la avaricia, Belfegor de la pereza, Amon de la ira y Leviatán el de la envidia.  

En ese momento se sintió tan omnipotente, que no cayó en cuenta de que siendo nuevamente un niño había sido vencido por Lucifer, y ya cargaba sobre sus espaldas con el pecado capital de la soberbia.

 

 

Feliz y próspero año nuevo

 


lunes, 11 de enero de 2021

La pandemia


 

La pandemia

Ahora que estoy encerrado en mi casa por la contingencia ocasionada por el covid-19, no he podido dejar de meditar sobre su inicio, lo que estamos padeciendo en la actualidad y lo que podría suceder en el futuro inmediato, a mediano plazo y hasta el lejano futuro. Así que dejé volar mi imaginación y decidí plasmarlo en el papel. Quiero dejar bien claro que lo escrito a continuación es solo un producto creado por mi mente, y tal vez un tanto pesimista y sin ninguna base científica; sin embargo pretendo que sea interesante y quizá hasta pudiera hacer recapacitar al posible lector.

۞                                                                         

No lo podía creer, mi esposa había muerto y ni siquiera me permitían verla antes de que la incineraran, sus familiares estaban destrozados y por desgracia aunque yo no tenía ningún síntoma de covid-19 no me permitían estar con ellos para consolarnos mutuamente, estaba confinado a un mes como medida de precaución en las instalaciones especificas del IMSS. Al principio cuando comencé a oír del coronavirus supuestamente originario de la ciudad de Wuhan China, me pareció algo tan lejano que no lo consideré como una amenaza. Más tarde cuando según las noticias se convirtió en pandemia mundial y comenzaron a presentarse infectados del covid-19 en México, no tardó para que a continuación los primeros fallecimientos se fueran incrementando al mismo tiempo que los medios nos avasallaban con informaciones confusas, alarmantes y contradictorias, a diferencia de que en la realidad de mi entorno no se había confirmado ni un solo caso de covid-19, lo cual al igual que mucha otra gente me hizo comenzar a dudar de la veracidad de la supuesta pandemia, reconociendo que era factible lo que estaban difundiendo algunos medios, asegurando que la pandemia era una  confabulación de los gobiernos del mundo para disminuir la sobrepoblación humana que estaba alcanzando proporciones alarmantes, permitiendo también de esa manera darle un respiro al planeta altamente contaminado. Creyendo en ello, estúpidamente no hice caso a las recomendaciones de las autoridades para evitar el contagio.

Los primeros síntomas se comenzaron a presentar un día domingo, cuando mi esposa empezó a estornudar, a tener flujo por la nariz y sentir el cuerpo cortado, haciéndonos pensar que era una simple gripe. Así que no nos pareció un impedimento para que fuéramos a la misa de las doce y al salir todavía decidiéramos ir a comprar un rico pozole a la cenaduría de don Nacho, para más tarde comer en la casa mirando el televisor. Esa misma tarde nos fue obvio que no se trataba de una simple gripe, mi esposa no podía respirar y sentía que se ahogaba, sin pensarlo más en un taxi la llevé hasta la clínica del IMSS que ya se encontraba saturada de pacientes supuestamente infectados del covid-19. Por suerte, gracias a un amigo que trabajaba en la administración de la clínica pude ingresar a mi esposa a emergencias para que la atendieran de inmediato. Esa noche me la pasé en vela esperando noticias sobre el estado de mi esposa, pero fue hasta temprano por la mañana cuando una doctora y un médico me informaron que mi mujer había sido transferida a cuidados intensivos durante la noche y conectada a un respirador artificial; sin embargo, me advirtieron que no tuviera muchas esperanzas porque estaba muy grave y ya no podían hacer más, solo quedaba esperar un milagro. Por la tarde el doctor que ya conocía, con el rostro entristecido me dio la mala noticia de que mi amada esposa había fallecido por un complicación pulmonar derivada del covid-19. Con el corazón destrozado le supliqué que me permitiera verla por última vez para despedirme de ella, pero todo fue inútil, me explicó que tenían estrictas órdenes de evitar el contagio con todas las acciones requeridas, y una de las principales medidas precautorias era incinerar el cadáver de inmediato y ponerme a mí en cuarentena a pesar de no tener síntomas. Así me la pasé casi dos semanas y aun teniendo la compañía de otras personas con el mismo problema no fue una experiencia agradable, la mayoría estaba furiosa y conspiraban para agredir al personal de salud de la clínica, culpándolos por la muerte de sus familiares debido a su supuesta incapacidad y negligencia. Intente persuadirlos de que no hicieran algo de lo cual se arrepintieran después y convencerlos de que los médicos y enfermeras estaban haciendo todo lo posible para salvar a los contagiados, pero eran demasiados y no tenían la capacidad para atenderlos ni los medios requeridos para tratarlos a todos. No tardo mucho para que una mañana, cuando los ayudantes nos llevaban los alimentos del desayuno fueran agredidos por las mujeres que tomaron la iniciativa y todo se volviera un caos. Al salir del recinto donde estábamos aislados, como incontenible cascada se fueron uniendo enfermos y parientes para golpear a médicos, enfermeras, ayudantes y voluntarios. Traté de ayudar a algunas enfermeras pero solo logré salir golpeado también, así que decidí mejor largarme de ese lugar infernal.

Con empeño me dispuse a continuar con mi vida adaptándome a las nuevas circunstancias y opté por mantenerme en mi casa el mayor tiempo posible. Cuando tenía que salir seguía las normas establecidas por las autoridades, pero me llamaba la atención y hasta me molestaba ver a tanta gente caminando y conviviendo en grupos sin ninguna protección.

Cuando la economía comenzó a colapsar debido a la contingencia, el gobierno se vio en la necesidad de suspender la cuarentena puntualizando las medidas de seguridad que se debían de tomar sin excepciones, por desgracia si antes no eran respetadas las indicaciones de seguridad, menos ahora que se había declarado una nueva normalidad. Al principio se permitió la apertura de los comercios, negocios y empresas de primera necesidad y paulatinamente se fueron abrieron restoranes y puestos de comida. No obstante que al principio la mayoría respetaba las medidas de seguridad, paulatinamente la gente se fue relajando haciendo imposible evitar la contaminación, siempre había alguien sin saber que era un portador asintomático o que llevaba el coronavirus en alguna parte de su cuerpo y al tocar cualquier objeto lo contaminaba, dejando latente el riesgo de contagiar a alguien al hacer contacto con el virus.

Tal vez por la amarga experiencia vivida con mi esposa, yo me volví paranoico y exageraba mi protección contra el covid-19; casi no salía de mi casa, no mantenía contacto directo con mi familia y amigos, si tenía algún motivo esencial para salir de mi vivienda me ponía un overol con mangas, me cubría con una mascarilla especial, una careta transparente, guantes de látex y botas de hule. En el centro comercial a donde normalmente iba no hacía contacto con nadie, mantenía la sana distancia recomendada y pagaba con tarjeta. Al regresar a mi hogar rociaba toda mi indumentaria con un espray desinfectante y la colocaba en una caja a la entrada de la casa, para hasta entonces entrar a mi hogar a lavarme las manos.

Pegado a la computadora o mirando la televisión me la pasé durante poco menos de dos meses, hasta que los noticieros comenzaron a informar sobre el rebrote del covid-19 en las grandes ciudades de país. Para mí no fue sorpresa, yo había presagiado esa eventualidad por la actitud negligente de las autoridades y de la gente, así que un tanto preocupado y con curiosidad me vestí con mi indumentaria de protección y salí a la calle para constatar lo que estaba sucediendo a mí alrededor. Lo primero que percibí era que había muy poca gente en las calles, que las personas con las que me topé solo unas cuantas no llevaban cubre bocas y aunque había algunos negocios abiertos todos cumplían con las normas de seguridad. Por un memento creí que de seguir así no cabía duda de que por fin se controlaría la pandemia; sin embargo para nuestra mala fortuna no fue así, la nueva normalidad llegó muy tarde. La economía no se pudo recuperar, los comercios, negocios y empresas que había sobrevivido estaban muy dañadas y comenzaron a declararse en quiebra provocando que la amenaza de la hambruna se comenzara a manifestar en las regiones más pobres. La gente desesperada comenzó a vandalizar comercios y tiendas de autoservicio en busca de comida y dinero para sus familias, obligando a las fuerzas del orden a tratar de detenerlos, pero todo fue inútil, la gente se defendió como pudo utilizando piedras, barras y palos, hasta que las fuerzas del orden no tuvieron más opción que comenzar a disparar sus armas. Esta acción no logró más que enfurecer a la turba, a la cual se le fue agregando más y más gente indignada por lo que estaba sucediendo, convirtiéndose todo muy pronto en un verdadero caos. Después de varios días de enfrentamientos, en los cuales las autoridades llevaron la peor parte dejando cientos de muertos, las cosas parecieron calmarse en algunos lugares.

No teniendo alternativa, me vi en la necesidad de salir de mi casa para ir a buscar comida, aprovechando una aparente pausa de la violencia en las calles. Todo parecía normal, unas cuantas personas caminaban por las calles respetando el uso del cubre bocas, para mi mala suerte no había caminado ni dos cuadras cuando me topé con una pandilla de adolescentes mal encarados y evidentemente enfermos algunos. Como me lo temía no tardaron en agredirme, despojándome de toda mi indumentaria de seguridad al mismo tiempo que me golpeaban sin piedad burlándose de mí. No sé cuánto tiempo permanecí tirado en la calle semidesnudo, hasta que con mucho esfuerzo y muy adolorido pude levantarme y tambaleante regresar a mi hogar. Pasados unos días, cojeando un poco tuve que ponerme de pie acicateado por el hambre y debí de prepararme para salir a buscar cualquier cosa que me alimentara. Por las noticias que continuaban informando los dos únicos canales televisivos que seguían funcionando e Internet, estaba enterado de que la violencia en las ciudades había regresado con mayor intensidad y ahora la gente ya se atrevía allanar casas particulares, empezando a verse cadáveres tirados en la calles por cualquier lado. Al no tener ya mi indumentaria de seguridad me debí de conformar con solo un tapabocas de simple tela, y así me armé de valor y me lancé al exterior de mi casa. En realidad me asombré de ver las calles casi desiertas y solo me topé con dos pequeños grupos de personas saqueando residencias, quienes al verme me observaron expectantes, y al constatar que yo no era nadie continuaron con su quehacer delictivo como si nada. El centro comercial estaba prácticamente vacío, tirada alguna ropa por ahí, algún juguete por allá y algunos utensilios de cocina, pero de alimentos no quedaba nada. De regreso a mi casa descorazonado y con mi estómago queriendo comerse a mí mismo, comencé a pensar en irrumpir en una casa para buscar comida a como diera lugar. Cuando indeciso me detuve frente a la ventana de mi vecina, ella la entreabrió para preguntarme cómo estaba la situación en las calles. Después de informarle que solo había vándalos saqueando las casas, que los centros comerciales estaban vacíos y yo muriéndome de hambre, apiadándose de mí me invitó a pasar a su hogar para darme algo de comer. Nunca había estado dentro de su casa, pero aun estando arreglada con modestia se veía cómoda y de buen gusto, y qué decir de la comilona que me di, me tragué cuanto me puso a mi alcance y todavía me eché unos panes en los bolsillos. Ella era una mujer de unos cincuenta y tantos años que había enviudado muy joven y se rumoraba que había heredado una fortuna a pesar de que no se le vía por ningún lado, vestía ropa modesta, no tenía cuenta en algún Banco y ni siquiera un auto. Su único hijo se había ido de espalda mojada a los Estados Unidos, o al menos eso se decía, y desde entonces vivía sola con su mascota, un perrito “pura calle” llamado negrito. En algún momento al comenzar a despedirme de la señora agradeciéndole su gentileza, de pronto me propuso quedarme con ella, diciéndome: « ¿Por qué no se queda aquí? Tengo bastante comida en la despensa, está la recamara de mi hijo en la cual puede dormir y yo me sentiría mucho más segura con un hombre en la casa, además su vivienda está a un lado». Pensando en la comida me pareció buena idea, así no tendría que salir a correr el riesgo de infectarme o de ser víctima de los criminales que se habían adueñado de la ciudad.

En realidad fue una magnífica decisión quedarme con mi vecina, ella me atendía a cuerpo de rey, yo le ayudaba a mantener la casa siempre muy limpia e hice un hoyo en un muro para poder acceder a mi casa sin tener que salir a la calle. Pero lo más importante de todo, era que la casa de la señora tenía en un sótano de buen tamaño una despensa llena de víveres que nos permitirían sobrevivir durante bastante tiempo aislados del apocalipsis exterior. Aunque no teníamos mucha vista por las ventanas, las cuales habíamos sellado con tablones, no podíamos dejar de escuchar los disparos de las armas pesadas ni ignorar los gritos desesperados de las personas, quienes de alguna manera estaban muriendo en el infierno en que se había convertido el exterior de nuestro refugio. Así pasaron unos dos meses, los canales televisivos dejaron de transmitir y solo esporádicamente oíamos por la radio algunas alarmantes y confusas noticias, informando que al parecer en todo el mundo había sucedido lo mismo que en nuestra ciudad y se especulaba que ya solo quedaban algunos sobrevivientes en todo el planeta, quienes seguían muriendo infectados por el covid-19. Este hecho afectó a mi compañera de infortunio y se deprimió hasta dañar su salud, yo intentaba de animarla asegurándole que todo volvería a la normalidad en unos cuantos días, sin embargo la realidad me contradijo demasiado pronto. No me cabía duda que de ser cierta la confabulación de los gobiernos para expandir la pandemia del covid-19, esta se les había salido fuera de control y prácticamente habían acabado con la humanidad.

Un silencio espectral lo invadía todo, obligándonos a salir a la calle para buscar respuestas sin importar el riesgo de hacerlo, aunque de todas maneras nos pusimos los cubre bocas como precaución. La verdad no nos asombró gran cosa, más o menos era lo que esperábamos, las calles estaban desiertas de personas, pero nos encontramos con algunos animales que vagaban sin rumbo, especialmente perros, gatos, ratas e increíblemente caballos y vacas. Lo que nos llamó mucho la atención, fue que ningún carroñero había tocado los cadáveres extrañamente momificados de humanos, los cuales era inevitable encontrar en algunos lugares. Después de intentar localizar infructuosamente algún ser humano vivo dentro de su casa, nos dimos por vencidos y regresamos cabizbajos a nuestro refugio. De alguna manera intuíamos que probablemente mi vecina y yo éramos los últimos seres vivos  que quedaban en el planeta tierra. La triste realidad solo obró para complicar aún más  nuestra angustiosa situación, mi estimada vecina se dio por vencida y su salud se deterioró rápidamente, hasta que por fin, sin que yo pudiera hacer algo, una trágica mañana mi vecina Lolita me abandonó, dejándome solo en el mundo.

Durante un tiempo anduve vagando por la ciudad sin ninguna protección, tal vez con la intención de contraer el covid-19 y acabar de una vez con todo, pero para mí infortunio de alguna manera sobreviví. Deduje que el coronavirus también había desaparecido con su última víctima o yo todo el tiempo había sido inmune al covid-19, como fuera estaba solo hasta que un bendito día encontré un cachorrito de perro, al que en memoria de la mascota de Lolita también nombré negrito. El animal creció convirtiéndose en un collie musculoso y de buen tamaño, totalmente negro con solo una mancha blanca en su frente, y como era de esperarse se convirtió en mi inseparable amigo y compañero. En tanto negrito crecía y me demostraba ser muy inteligente, mi mente comenzó a elucubrar lo que debía de hacer en el futuro y puse manos a la obra. Si deseaba recorrer el mundo para constatar con mis propios ojos el holocausto que había sucedido, debía de prepararme para ello comenzando por armarme para el caso de enfrentarme a cualquier peligro desconocido, como eran los canes cada vez más agresivos que en manadas se habían convertido en los amos del mundo y las terroríficas ratas que pululaban por todos lados. En un gran centro comercial cercano encontré una armería, donde me hice de una pistola Glock 9 mm y un rifle de cacería Remington 783 con mira telescópica, además de sus fundas y muchas de sus respectivas municiones. En la agencia GM encontré un Hummer HX color gris en perfectas condiciones y salí a la calle con mi sueño realizado de tener mi propio auto. Como estaban las cosas únicamente debía de molestarme en tomar lo que se me diera la gana para satisfacer mis caprichos y necesidades, sin desearlo el mundo era mío. Por un tiempo permanecí en la ciudad, durante el cual me mudé a una suite de lujo en el Four Seasons Hotel, que aun estando fuera de servicio tenía en la cocina un enorme cuarto de refrigeración lleno de alimentos de todas clases, el cual funcionaría mientras hubiera suministro de electricidad, sin contar que la habitación elegida como mi morada lucía un enorme ventanal con una vista increíble de la bahía. No me podía quejar, vivía como millonario sin tener un solo centavo, no obstante no tenía a nadie con quien compartir mi paraíso, exceptuando a mi querido negrito. Quizá con la esperanza inconsciente de que debía de haber alguien que hubiera sobrevivido al igual que yo, me esmeré entrenando mi cuerpo y practicando el tiro con las armas para estar listo cuanto antes y salir en busca de la realidad.

Una fría mañana cuando el sol parecía asomarse con flojera entre las montañas y el negrito molesto por haberlo despertado se subió gruñendo al Hummer, miré con nostalgia la bahía que en el horizonte se fundía con el mar infinito, para en seguida sentarme detrás del volante encendiendo el motor que exhaló un potente rugido indicándome que también estaba listo, sin más a continuación ingresé a la autopista que al frente se prolongaba hasta donde alcanzaba la vista. Sentía tristeza, pero al mismo tiempo la excitación por el devenir me embargaba y simplemente nunca miré hacia atrás…..

No ha terminado

José Pedro Sergio Valdés Barón


La pandemia (Parte II)

 

La pandemia

       (Parte II)  

Con la mente fija en mi primera meta, crucé varios poblados asentados en ambos lados de la carretera sin ponerles demasiada atención, todos se veían desolados, solo en algunos me pareció ver varios animales. Al llegar a Compostela debí de cargar gasolina y dejar que negrito saliera a hacer sus necesidades; una vez llenado el tanque, en el momento de estar checando el aceite del motor escuché una voz a mis espaldas que me decía:

    ¡Hola! ¿Necesita ayuda?

Sorprendido por completo, volteé de inmediato solo para ver a un anciano con su cubre bocas y un rifle en las manos mirándome intrigado.

    Hola…No gracias— le respondí después de un momento—, solo voy de paso ¿Usted qué hace aquí? ¿Está solo?

    No, somos como unos treinta que estamos intentando sobrevivir aquí ¿Tú estás contagiado?— Preguntó precavido al verme sin cubre bocas.

    ¡No!...Por fortuna creo que no, y ustedes ¿Están infectados?

    Tenemos a siete, pero los mantenemos aislados y dos están muy graves, tememos que pronto morirán…no sabemos qué hacer— me explicó con tristeza en los ojos—, de donde vienes ¿Hay sobrevivientes?

    No hay nadie, yo soy el único. Por eso salí a buscar si había más gente viva en algún lugar. No sabe el gusto que me da verlo y el saber que hay más personas que la están librando ¿En dónde se encuentran?

    Sígueme, sin duda se alegrarán de verte, y con seguridad te llenarán de preguntas que espero puedas responder, al menos algunas— Diciendo esto, con las manos me hizo señas para que lo siguiera, al mismo tiempo que con desfachatez se subía al Hummer.

Llamando al negrito que había permanecido impávido moviendo tan solo su colita, también me trepé al Hummer.

            A unas cuantas cuadras había un elegante Coto residencial, al cual entramos hasta detenernos en una lujosa mansión, de donde salieron con curiosidad varios adultos, al parecer encabezados por un hombre alto de edad indefinida, quien tomó la palabra indicándome con amabilidad que me pusiera mi cubre bocas. A continuación me invitaron a seguirlos con el negrito en mis brazos, dejándolo a mi lado cuando me indicaron que me sentara en un mullido sillón en medio de una enorme sala con mobiliario a todas luces muy fino. Dejando la conversación intrascendente que habíamos sostenido, el hombre alto que se había presentado como Sebastián Regil me preguntó de dónde venía, a lo cual le respondí con mi historia desde que había muerto mi esposa en el hospital del IMSS, hasta que decidí viajar buscando sobrevivientes al morir mi vecina Lolita, encontrar a mi cachorrito negrito y aceptar la desaparición de mi familia y amigos. Para entonces yo estaba seguro de que la gran sala estaba llena con todos los sobrevivientes del lugar cubiertos con sus tapabocas, entre quienes se encontraban mujeres, hombres y algunos niños que con timidez intentaban jugar con negrito. Entonces el señor Sebastián me explicó que la mayoría de ellos eran habitantes de Compostela y unos cuantos venían de poblados vecinos, solo una joven mujer había llegado desde Guadalajara, lugar del cual había huido al convertirse en un verdadero caos, donde estaba muriendo gente por el covid-19 y por la violencia desatada en las calles fuera del control de las autoridades, no quedándole más remedio que en su automóvil trasladarse a Compostela donde esperaba encontrar a su hermana, a quien por desgracia la encontró muerta dentro de su casa víctima del coronavirus. A pesar de ello no se arrepentía de haber dejado su ciudad, porque podía apostar que a esas alturas era muy probable que en Guadalajara no quedara ningún ser humano vivo.

            Con el señor Regil, varias personas mayores y yo concluimos que la pandemia mundial por el covid-19 aparentemente había devastado a las grandes ciudades, a diferencia de las poblaciones con mucho menos habitantes en las cuales al parecer el virus no era tan virulento y la contaminación más lenta. Aunque les hice ver que a pesar de que ellos seguían algunas de las recomendaciones, se mantenían saliendo de sus casas y convivían en grupos, tal y como estábamos ahora reunidos en el enorme salón de la mansión, donde nos encontrábamos intentando responder algunas de las preguntas más apremiantes e intrigantes sin respuesta en nuestras mentes. Una de las más importantes y urgentes acciones que se debían de tomar, era cómo podíamos ayudar a los contagiados que ya se encontraban aislados. Se acordó que las personas que lamentablemente fallecieran se seguirían incinerando de inmediato, y se aceptó mi sugerencia de que los enfermos confinados por más de catorce días que ya no presentaran síntomas de covid-19, se aislaran en otro sitio por otros catorce días, al término de los cuales si continuaban si ningún síntoma se les diera de alta, Mientras tanto cualquier persona que mostrará el más mínimo síntoma de covid-19 de inmediato se aislara con los que permanecían confinados. También se acordó que no se podían juntar grupos de más de cuatro personas, y todos deberían de permanecer en sus hogares saliendo solo por causas justificadas y respetando todas las medidas necesarias para evitar el contagio del covid-19. Permanecí dos días más en Compostela, y una vez que convenimos en mantenernos en contacto por cualquiera de los medios que permanecieran funcionando, les dije hasta luego a Sebastián y a los pocos viejos que me vieron partir.

            No conocía la ciudad de Guadalajara, pero se podía apreciar que había sido dinámica, moderna y llena de vida, en tanto ahora impresionaba su completa soledad y silencio. Recordando las indicaciones de Mireya, la mujer que había huido de ahí, anduve vagando por la ciudad sin encontrar más que unos perros que en manada parecían agresivos. Al caer la noche me dio flojera buscar en dónde dormir, así que me acurruqué con negrito en los asientos del Hummer y nos quedamos profundamente dormidos por el cansancio. A la mañana siguiente, después de hacer nuestras necesidades, negrito y yo nos dispusimos a buscar un centro comercial y una gasolinera para abastecernos de los víveres y combustible que nos permitieran continuar nuestro camino hasta la ciudad de México. Por casualidad me topé con el Supermercado Mercadona y al no ver nada anormal además de su soledad, con negrito a un lado me dispuse a entrar de “compras”. En realidad no sé qué me puso en alerta, confirmada por negrito que comenzó a gruñir, pero al salir a un largo pasillo pudimos distinguir en el fondo a varios perros manteniendo acorralada a una persona subida en una estantería. Por suerte me había acostumbrado a llevar siempre en su funda mi Glock 9mm, la cual gracias a mi metódico entrenamiento apareció de inmediato en mi mano y comencé a disparar. Dos perros cayeron muertos antes de que el resto huyera volando hacía la salida del Súper, con precaución nos acercamos a la persona que estuvo asediada y aterrada, y que permanecía trepada en el estante. Después de tranquilizarla presentándome y asegurándole que negrito era de confianza logré que bajara con cuidado, al hacerlo fui sorprendido por completo, cuando al quitarse la capucha que le cubría la cabeza quedó al descubierto el hermoso rostro de una joven con no más de veinte años, y a pesar de los harapos que vestía sin duda era toda una belleza. Su nombre era Evelin, nos informó una vez que por la tensión sufrida se desahogó llorando sobre mi pecho; sin duda la había pasado bastante mal al morir su familia infectada por el covid-19 y al darse cuenta poco a poco de que se había quedado sola en toda la ciudad, lo cual fue confirmando al no encontrar alma alguna conforme buscaba alguien que siguiera vivo, mientras exploraba las calles y avenidas en el Jeep de su hermano fallecido, manteniéndose comiendo lo que encontraba en los centros comerciales hasta que se enfrentó a la manada de perros en el Súper Mercadona, no quedándole más opción para salvarse que trepar a la estantería más cercana a su alcance, hasta que aparecí yo. Poniéndonos de acuerdo, agradecida por  haberla rescatado se acomidió para ayudarme a surtirme de los víveres necesarios, de manera que pudiéramos salir lo más pronto posible de ese lugar y ya un tanto tranquilos decidir sobre lo que debíamos de hacer en adelante. Al llegar a la salida del Supermercado nos quedamos paralizados, una jauría de más de diez perros hambrientos nos esperaba afuera, supuse que el animal que fuera el líder era tan inteligente que se había agenciado ayuda para atacarnos. Deteniendo a negrito que siendo todavía un cachorro se disponía a enfrentarlos, reconocí que no tenía mi Glock las suficientes balas para rechazar a todos los perros, así que le ordené a Evelin buscar unas botellas de vidrio mientras yo me dirigía el estacionamiento subterráneo, al mismo tiempo que me hacía de una delgada manguera y un galón de plástico vacío al pasar por los estantes de ferretería. De un automóvil saqué gasolina y con el galón lleno regresé a la salida del lugar, ahí me estaban esperando con unas botellas de vino Evelin y negrito que la había acompañado. Vaciando dos botellas las llené del carburante, poniéndoles unas mechas que hice después de desgarrar un vestidito de niña que tomé de un gancho de exhibición. Sin perder más tiempo y antes de que los canes decidieran atacarnos, les informe de mi plan a Evelin y al negrito: yo intentaría matar a tiros con mi pistola el mayor número de animales, al quedarme sin balas les lanzaría una botella incendiaria a los perros más cercanos y correría hasta el Hummer que no estaba muy retirado, en el trayecto les lanzaría la segunda botella incendiaria esperando que me diera el suficiente tiempo para llegar hasta el Hummer, mientras tanto si no lo lograba Evelin y negrito deberían de correr en sentido contrario, alejándose del lugar los más rápido que les permitieran sus piernas sin mirar atrás. Si lo lograba, en el Hummer regresaría por ellos y ya con mi rifle mataría uno por uno a todos los malditos animales. Una vez que lo convenimos, encomendándonos a la diosa fortuna nos pusimos en acción. Apoyado en un banco comencé a disparar con mi Glock a los perros que se acercaban, deshaciéndome de unos cuatro antes de que se me agotaran las balas, en seguida tomé una de las botellas mólotov y encendiendo la mecha la lancé a los animales que volvían a reagruparse con la intención de atacarnos. Sin perder tiempo lancé la segunda mólotov y corrí como diablo sin cola hacia el Hummer, que ahora me parecía encontrarse a diez kilómetros de distancia; no sé como pero sin voltear presentí a los animales muy cerca de mí y al abrir la puerta del vehículo uno me desgarró la pierna del pantalón y otro me hizo gritar del dolor en una nalga, en seguida dando patadas a los  perros como pude cerré la puerta del Hummer y de inmediato cargué mi arma comenzando a diezmar a cuanto animal se me ponía enfrente, hasta que en determinado momento me percaté de un majestuoso animal parado sobre el cofre de un auto y sin dudarlo supe que ese era el líder de la manada, entonces tomé mi rifle Remington y con mucho cuidado le apunté con la mira y disparé sin compasión. El magnífico perro supo que le había disparado, pero su reacción fue tardía y antes de tocar el suelo ya iba muerto. Sin su líder los restantes animales salieron despavoridos perdiéndose entre los autos abandonados en el estacionamiento solitario del Supermercado.

            Tranquilamente Evelin con el negrito caminaban a mi encuentro cuando me acercaba a ellos en el Hummer, en seguida sin prisas acomodamos los víveres y al estar finalmente listos le pregunté a la joven si quería acompañarnos en nuestra aventura. Por toda respuesta se subió al vehículo y para mi sorpresa acomodó al negrito en un asiento trasero sin que siquiera gruñera, me fue obvio que mi perrito ya se había encariñado con la bella jovencita, quien abandonando el Jeep de su hermano, sin inmutarse no miro hacia atrás conforme tomábamos rumbo hacía la ciudad de México.    

            Por la carretera cruzamos varios poblados desolados y en Salamanca de pronto Evelin me exigió que le proporcionara un arma. Sin poder soportar más sus reclamos, en Morelia nos pusimos a buscar una armería, hasta que por fin la encontramos en el desierto centro de la ciudad.  Le escogí una Colt calibre .25 muy eficiente y manuable con suficientes cartuchos para rechazar a toda una manada de perros, el problema fue que la testaruda de Evelin me obligó a enseñarle a disparar allí mismo. En medio de la calle vacía le expliqué cómo funcionaba y se cargaba la pistola, en seguida escogí unos blancos y le mostré cómo se disparaba, finalmente abrazándola por detrás le enseñé cómo apuntar, lo cual debo de aceptar que me pareció muy agradable. Evelin no era tonta y aprendió muy rápido, permitiendo hasta entonces continuar nuestro camino mostrando una enorme sonrisa de satisfacción. Sin embargo, al haber perdido demasiado tiempo por el asunto del arma, me pareció que muy pronto anochecería y no me gustaba manejar de noche, por lo cual decidí pernoctar en esa ciudad. Sin buscar mucho encontramos un acogedor hotel llamado Casa José María cerca de la Catedral en el centro de Morelia y después de escoger dos habitaciones nos dirigimos a la cocina para ver si encontrábamos algo de cenar, antes de que los tres muriéramos de hambre.

Encontramos un enorme refrigerador lleno de carne congelada todavía en buen estado y una despensa del tamaño de un cuarto con toda clase de alimentos y productos para cocinar. Como las estufas todavía funcionaban, Evelin se puso a cocinar y no tardó en demostrar que era una excelente chef; una vez que disfrutamos de la copiosa cena cada quien se fue a su habitación seleccionada, con la novedad de que negrito traicionándome prefirió irse a dormir con Evelin.    

            La ciudad de Toluca me pareció tan grande y moderna como Guadalajara, con la diferencia de que encontramos más animales de varias especies incluyendo los perros, aunque no se veían tan agresivos y huían al paso del Hummer. Sin embargo, Evelin se dio gusto disparándoles con su nueva arma atinándole a algunos, y no conforme también mató un gato y a varias ratas. La jovencita resultó de armas tomar. Para los tres todo nos resultaba nuevo y hermoso, en especial cuando bajando por una densa zona boscosa evadiendo los vehículos peligrosamente abandonados en la carretera, se nos apareció una serie de edificios y casas de arquitectura modernista, indicándonos que entrabamos a la ciudad de México que como un inmenso manto se perdía en todas direcciones. Realmente sorprendidos no dejábamos de admirar todo lo que íbamos descubriendo, y nos parecía increíble que en esa maravillosa ciudad no quedara ningún ser humano con vida. La soledad y el silencio eran estrujantes contrastando con la belleza de los edificios, mansiones y parques. Antes de proseguir quise prevenir y en la primera gasolinera que encontré llené el tanque de gasolina, en tanto que Evelin y el negrito se agenciaban una guía con mapas y un plano de la ciudad. Siguiendo el plano no nos fue muy difícil llegar al centro de la metrópoli y por el camino admirar el bosque llamado Chapultepec y una bella avenida Reforma con su ángel de la independencia. Lo único que empañaba el disfrutar de la magnificencia de la ciudad era su abrumadora soledad y su silencio aterrador, no se veían ni siquiera animales por algún sitio. En verdad nos impresionó la gigantesca plaza llamada Zócalo en cuyo centro permanecía ondeando una mega bandera de México y en la Catedral nos atrevimos a entrar, no rezamos pero nos mantuvimos con la boca abierta de ver tanta mística belleza. Debido a que se encontraban abiertos varios negocios nos pusimos a curiosear y en una elegante joyería Evelin se “compró” lujosos anillos, pulseras y collares, inclusive un collar para el negrito con incrustaciones de rubís, el cual no duró mucho para que a mordidas se lo quitara y lo mandara al carajo. Cansados de tanto trajinar, decidimos sentarnos a comer los sándwiches que había preparado Evelin antes de salir del hotel Casa José María, para lo cual escogimos una de las mesas externas de un restorán que permanecía abierto en espera de los clientes que ya nunca llegarían. Con las panzas llenas no pudimos evitar una pestañada en los cómodos asientos del Hummer; al despertar sabía exactamente a donde deseaba ir, sin pedir permiso al negrito y a Evelin me encaminé hacía Coyoacán. En Internet había visto fotografías de la colonia que me encantaron, así que para mí el recorrido y el lugar eran tan buenos para buscar sobrevivientes como cualquier otra parte de la ciudad, ya que en el centro no vimos nada que no fuera el vacío sin vida.

            Yendo por la avenida llamada Universidad, de improviso descubrí un tesoro que en mi subconsciente desde hacía semanas deseaba encontrar. En una agencia de automóviles estaba mi Camper soñado que parecía estar esperándome, sin pensarlo me detuve ante la sorpresa de Evelin y el negrito que no sabían qué estaba sucediendo. El Camper no era muy grande con solo un eje de llantas, su forma oval de material metálico color plata brillaba bajo el sol y en el techo lucía un panel de energía solar. El interior era increíble, las partes de muros despejados eran de madera color caoba y todo el mobiliario de colores pastel. Al entrar estaba una mesa y dos bancas individuales plegables, a la izquierda una preciosa cocineta con refrigerador y a la derecha el baño individual con regadera, al fondo y al nivel del parabrisas panorámico una cama tamaño King Size, y en la base un sofá para dos con un calentador eléctrico a un lado. Con la ayuda de Evelin desenganche el Camper de una camioneta Van y lo acoplé al Hummer como si fuera un guante. Esa segunda noche dormimos los tres en nuestra nueva casa-camper, Evelin en la cama con el negrito y yo en el pequeño sofá para dos. Al principio debimos de acoplarnos, cuando Evelin se bañaba nosotros nos salíamos y cuando yo lo hacía ella se salía, al negrito entre los dos lo bañábamos a la fuerza. Yo manejaba y Evelin cocinaba y entre los dos hacíamos la limpieza, pero lo más importante era que disfrutábamos de toda la energía necesaria para las luces, un clima artificial, agua caliente, parrilla, televisión para ver programas y películas grabadas en memorias y un mini componente para escuchar la música que nos gustara, todo funcionaba con la energía proporcionada por el panel solar y almacenada en baterías con capacidad para mucho más ¿Qué otra cosa podríamos desear?

            Durante una semana recorrimos el hermoso Coyoacán, caminamos por sus preciosos y románticos callejones tomados de las manos sin darnos cuenta cabal, tranquilizamos nuestras almas en los templos de Santa Catarina y la Conchita, y nos avasalló el misticismo de la Parroquia de San Juan Bautista. En ese paradisiaco lugar, una noche en que meditaba mientras admiraba las estrellas sentado frente a una fogata, al mismo tiempo que Evelin y el negrito dormían adentro del Camper, me dije que era muy triste que ya no pudiera contactar a nadie de Compostela, probablemente todos habían muerto, pero no me sentía deprimido, por el contrario me sentía feliz lleno de vida, lo tenía todo: un fiel compañero, una confortable casa totalmente autónoma con todo lo necesario de la más avanzada tecnología, el poderoso Hummer que nos podía llevar a cualquier sitio que deseáramos, armas con que defendernos de ser necesario y para rematar teníamos el mundo entero a nuestra disposición. Sin embargo, comprendí que lo verdaderamente importante era Evelin. A Ella parecía no importarle el pasado y demostraba a cada momento que el presente lo estaba disfrutando sin ninguna añoranza. Entonces hice consciente que me había enamorado de la joven a pesar de llevarle unos veinte años más, no era viejo y me sentía joven, pero me parecía una barrera infranqueable que debía de respetar; no obstante existía algo que me negaba aceptar, en ocasiones me parecía ver una chispa en sus ojos cuando me miraba, pero de inmediato mi mente lo desechaba, obligándome a guardar con llave mi sentimiento dentro de mi corazón.

            Continuando con nuestro objetivo de encontrar sobrevivientes, con tristeza nos alejamos de Coyoacán, no sin antes llevarnos como recuerdo todos los vídeos y fotografías que Evelin había tomado en su nueva faceta de fotógrafa, que adoptó de improviso cuando se proveyó con cámaras fotográficas. Recorrimos colonias señaladas en el mapa como: la Obrera, Iztacalco y la Doctores entre otras, pero fue en la colonia Popotla cuando cansados de buscar vida en la gran ciudad vacía, nos propusimos viajar hacia el norte al otro día después de recuperarnos durmiendo en nuestra Camper esa noche. Previniendo que me inflara como globo por culpa de las delicias que preparaba Evelin en la cocina y por mantenerme sentado manejando todo el día, me propuse hacer ejercicio por las mañanas corriendo un poco e ir aumentando la distancia paulatinamente, a Evelin le pareció una buena idea, ya que ella también se la pasaba mucho tiempo sentada como mi copiloto temiendo también engordar, así que se unió para correr conmigo desde hacía una semana. Por lo normal no nos alejábamos demasiado del Camper como precaución, y fue una sabía decisión porque cuando estábamos a una tres cuadras de distancia del Camper, de repente de una cloaca comenzaron a salir enormes ratas que se abalanzaron amenazadoras sobre nosotros, ante lo cual de inmediato reaccionamos blandiendo nuestras armas que ya por costumbre siempre llevábamos con nosotros y disparamos hasta agotar las municiones de la Colt de Evelin y de mi Glock abatiendo a los roedores que iban a la vanguardia, por fortuna al retroceder pudimos introducirnos en un edificio cerrando tras de nosotros la puerta que había estado abierta, pero las ratas fueron encontrando huecos por donde penetrar, agrupándose peligrosamente una vez más obligándonos a rechazarlas a patadas; sin otra opción enseguida subimos por una escalera hasta la azotea, de donde saltamos al edificio contiguo para deslizarnos por la escalera de incendios; al aterrizar en el piso de la calle corrimos como liebres hasta alcanzar la salvación en el Hummer. Al recuperar el aliento nos dimos cuenta de que por fortuna negrito había permanecido en el Camper durmiendo por flojera y no se había dado cuenta de nada de lo acontecido. Constatando que no hubiera peligro fui por él para llevarlo al Hummer y todavía con las piernas temblando por la adrenalina circulando en nuestras arterias, nos pusimos en marcha despidiéndonos de la devastada ciudad de México.

          La idea general que nos propusimos fue dirigirnos a los Estados Unidos, nos parecía que por su avanzada tecnología era probable que hubiera sobrevivientes. Guiados por el mapa de carreteras iniciamos el viaje por la autopista a la ciudad de Querétaro, entes de llegar a ella tomamos la desviación a San Luis Potosí, al llegar al entronque para tomar el circuito periférico dudamos si debíamos de arribar a la ciudad, pero asumimos que lo más probable era que también estuviera desierta, así que cargamos gasolina y continuamos hasta Zacatecas donde tuvimos que cruzar sus calles también desoladas sin detenernos. Llegando a Torreón nos hicimos pelotas porque en realidad eran tres ciudades en una, por lo que decidimos quedarnos en Ciudad Lerdo para pasar la noche pensando que a lo mejor ahí podríamos encontrar a alguien vivo en cualquiera de las tres ciudades. Al día siguiente nada cambió, las ciudades de Lerdo, Gómez Palacio y Torreón estaban sin vida, ni siquiera la de animales, a pesar de ello no nos desilusionamos, ya nos estábamos acostumbrando. Sin más agarramos camino y continuamos con nuestro propósito, cruzamos Jiménez, Camargo y Delicias. En Chihuahua no vimos perros ni ratas, pero encontramos algo más peligroso: una manada de lobos. Sin pensarlo no quisimos correr ningún riesgo deteniéndonos en la ciudad y preferimos continuar aun estando cansados, hasta que en un tramo interminable de carretera nos detuvimos a la entrada de Granjas el Paraíso, y al no ver ningún peligro a la vista decidimos acampar con solo unos bisontes pastando en la lejanía.

            Sintiéndonos a salvo y tranquilos sabiendo que cualquier amenaza de peligro el negrito nos alertaría, prendimos una fogata y extendimos unas cobijas en el árido suelo acostándonos sobre ellas. La soledad a nuestro alrededor era diferente, estaba llena de vida bajo un cielo estrellado sin luna, por todos lados se oía a los animales nocturnos mostrando la calma de la naturaleza en aquel paraje desértico. No hacía calor ni frío en esa época del año, aunque por las mañanas ya aparecía el rocío sobre la vegetación y en las superficies expuestas anunciando el invierno que se aproximaba. Evelin y yo guardábamos un silencio expectante, como si deseáramos que sucediera algo que ambos manteníamos en secreto. En un maravilloso momento, nos miramos al mismo tiempo que nuestros rostros se acercaron y sin poderlo evitar culminó en un apasionado beso, entonces el tiempo se detuvo dejando liberar el amor que habíamos reprimido durante toda una eternidad. Sin darnos cuenta el negrito nos miró y gruñendo se metió al Camper.

            En Ciudad Juárez no encontramos nada diferente, se percibía completamente desolado, por inercia más que por interés cruzamos a los Estados Unidos por el Paso Tx. y no descubrimos nada más que la soledad y el silencio deprimentes igual que en todas la ciudades. Platicando mientras comíamos algo los tres, concluimos que no había nada que buscar en todo el planeta y debimos de aceptar que el covid-19 había derrotado a la humanidad, el microscópico bicho coronavirus venció al hombre y en menos de dos años se deshizo de él. Ni el negrito ni Evelin o yo sentimos tristeza o nos deprimimos, simplemente aceptamos nuestro destino y lo superamos sintiéndonos felices de estar vivos y juntos.

            Allá en mi lejano terruño, que ahora me parecía solo una ilusión perdida en el tiempo y el espacio, en algún momento viendo imágenes en Internet deseé ir al gran Cañón del Colorado, y gracias al destino impredecible me encontraba muy cerca para lograrlo. Confesándolo a Evelin y al negrito estuvieron de acuerdo para dirigirnos hacia la ciudad de Alburquerque y siguiendo el mapa después de dos días por fin llegamos a Gran Canyon Village donde dejamos estacionada nuestra Camper en un solitario estacionamiento especial para campers. Muy temprano al día siguiente nos fuimos caminando hasta uno de los miradores en el Gran Cañón del Colorado. Parecía un sueño, pero allí estábamos sentados los tres sobre una roca admirando el maravilloso paisaje. Nos sentíamos en completa calma y armonía, mientras felices abrazados amorosamente nos sabíamos comprometidos para emprender una titánica misión, Evelin y yo, Adam, estábamos dispuestos a volver a empezar.                                                

 

El principio  

José Pedro Sergio Valdés Barón