miércoles, 25 de noviembre de 2020

Algo más que nostalgia

 

Algo más que nostalgia

Amaneció como cualquier otro día, pero este era diferente, cumplía ochenta años de edad. Su hija Tania y sus dos nietos Jesús y Pedro lo despertaron cantándole las mañanitas y entregándole sus regalos, que a pesar de ser modestos los acompañaba todo el cariño del mundo, y uno de los cuales iluminó el rostro del abuelo por ser una camiseta del equipo de fútbol América, del cual era un empedernido fanático de toda la vida. Al abuelo no le agradaban mucho los festejos y menos si él era el agraciado, para él ese día era como cualquier otro día común y corriente, sobre todo desde que había fallecido la abuela ya hacía algunos años, haciendo que a partir de ese triste día casi todo perdiera importancia para el abuelo, exceptuando a su hija y a sus nietos que eran su adoración y los que todavía le alegraban la vida. Ese día antes de bañarse se rasuró y al presentarse en el comedor sorprendió a todos los presentes, sus nietos y su yerno nunca lo habían visto sin la barba blanca, que a pesar de traerla siempre corta la tenía tupida. Su hija aunque también fue sorprendida, ella si lo había visto con solo un bigote castaño claro, ya hacía muchos años.

            ­— ¡Papá!... ¿Qué te hiciste?— Preguntó su hija riendo.

    Nada, solo me rasuré la barba— Respondió el abuelo, sin darle importancia.

    Pues logró quitarse como veinte años— Secundó el yerno, al mismo tiempo que reían los nietos.

    Sí, ahora parece como de cien años— Bromeó uno de sus nietos.

    No les hagas caso papá, te ves muy bien— La hija selló las bromas, indicándole al abuelo que se sentara a desayunar— Hoy te llevaremos a comer a la fonda Santa Anita y en la noche partiremos tu pastel de cumpleaños— Le informó a su padre, al mismo tiempo que lo abrazaba cariñosamente.

El día transcurrió lleno de alegría, la comida en la fonda resultó deliciosa y hasta un trio le cantó las mañanitas al abuelo, quien lucía orgulloso su camiseta del América. Por la tarde descansaron viendo fotografías de la infancia y juventud del abuelo, las cuales la mayoría fueron tomadas durante el tiempo que radicó en el legendario Coyoacán. Al mirar una vieja fotografía donde se aprecia el Cine Centenario, la nevería La Siberia, el local de jugos Casa Téllez y la peluquería Licona, el abuelo se quedó contemplando la foto durante un prolongado memento, mientras su mente recordaba añejas anécdotas vividas en el centro del hermoso Coyoacán.

            Recordó la majestuosa Parroquia de San Juan Bautista, la que consideraba su casa espiritual, donde disfrutó de travesuras y vivencias inolvidables, como la vez que siendo monaguillo, al tocar las campanillas durante la consagración le mentaba la madre a su compañero que estaba en el otro extremo del altar, quien no tardó en responderle de la misma manera, sin que al perecer alguien más se diera cuenta de los mutuos insultos que los adolescentes se estaban propinando, y todo por haber discutido antes del inicio de la misa por la propiedad de un trompo. No pudo evitar recordar su estancia en el grupo de la ACJM (Asociación Cristiana de Jóvenes Mexicanos) que se reunía en el primer piso de un pequeño edificio adjunto, en la esquina al final de los arcos externos de la Parroquia. En ese lugar muchos jóvenes coyoacaneses se divertían sanamente con juegos de mesa, música y hasta con una mesa de billar. También formaron un grupo artístico para presentar obras de teatro y bailables folclóricos, en el pequeño teatro que estaba al fondo de los pasillos del interior de la Parroquia, al cual asistían a divertirse muchos feligreses de todas las clases sociales de Coyoacán. Durante unos ensayos para un bailable, cuando el abuelo en ese entonces solo tenía doce años, le tocó de pareja una bella jovencita llamada Lucero, quien se convirtió en el primer amor de su larga vida. Durante algún tiempo ella le correspondió y el abuelo disfrutó del primer beso y aprendió torpes escarceos sexuales con la adolescente; sin embargo a esa edad las relaciones no se toman muy en serio, y Lucero dio por terminado el noviazgo sin que el abuelo supiera el motivo, simplemente le dijo adiós sin ninguna explicación dejándolo sorprendido y triste por algún tiempo. Aunque el abuelo no tardó en recuperarse del desengaño, se sentía molesto cada vez que veía a Lucero comportándose como si nada hubiera pasado entre ellos, así que se fue alejando de la ACJM para no regresar nunca más.

            Sin duda le ayudó a superar esa etapa de su vida, una aventura que todo adolescente sueña que le suceda. Cuando iniciaba el segundo grado en la secundaria diurna 35 conoció a la maestra Victoria, quien impartía la materia de Geografía. Ella era una mujer muy guapa y sensual que traía locos a todos los estudiantes hombres y hasta alguna que otra jovencita. En el salón de clases se sentaba en la silla de un escritorio sin tapa frontal, que permitía contemplar sus torneadas piernas apenas cubiertas por sus vestidos que le llegaban ligeramente por arriba de las rodillas, lo cual aprovechaba el abuelo para disfrutar la vista sentado en la banca frente al escritorio, algo que se había ganado a pulso peleando a golpes con otros aspirantes al lugar estratégico. Lo sorpresivo fue que sin saber a ciencia cierta la razón, la maestra Victoria comenzó a mostrar cierta preferencia por el entonces joven abuelo e inclusive en algunos momentos era evidente que abría las piernas para que el abuelo pudiera echarse un instantáneo taco de ojo. Más tarde la maestra comenzó a pedirle al abuelo que se quedara después de clases, para ayudarla a corregir las tareas o a calificar exámenes, lo cual hacían en el escritorio juntando dos sillas y tan cercanas que permitían el roce de sus muslos. No fue extraño que ese trabajo continuaran haciéndolo por las tardes en el departamento de soltera-divorciada de la maestra Virginia, y fue así como a los trece años el abuelo se convirtió en un experto en las lides sexuales. Muy pronto el abuelo se convirtió en el estudiante más famoso de la secundaria y era admirado hasta por los alumnos de tercer grado, y por supuesto por muchas de las jovencitas que empezaron a coquetearle descaradamente al entonces adolescente abuelo. Por desgracia los rumores de las relaciones de la maestra Victoria con un alumno, no tardaron en llegar a la dirección de la secundaria siendo despedida de inmediato, aunque para su fortuna como un favor especial y para no desprestigiar a la escuela, no fue reportada a la comisión de padres de familia ni a la secretaría de educación pública. Por supuesto que al abuelo le dolió finalizar la relación con la hermosa maestra Virginia, sin embargo fue compensado con las oportunidades que se le presentaron con otras jóvenes y con la envidia de sus compañeros.

            Sonriendo recordó lo mucho que disfrutó en el cine Centenario, desde las películas de vaqueros de John Wayne, Charles Bronson y Alan Ladd o los maratones de Superman o Batman, hasta cuando de maldosos él y sus cuates llevaban cerbatanas de bambú que ellos mismos confeccionaban, para que desde uno de los palcos del cine lanzar chicharos secos o garbanzos a los concurrentes sentados en las bancas de la planta baja, y muertos de la risa disfrutaban oír los gritos y reclamos de sus víctimas. Volvió a paladear los ricos chocolates jamón Wongs y las pepitas que compraban antes de entrar al cine, y como gastaban casi todo su dinero en dulces, tenían que ingeniárselas para entrar al cine sin pagar. Elegían a uno de ellos para que depositara en la taquilla una entrada, con el pretexto de ingresar a la sala en busca de un supuesto amigo, pero lo que en realidad hacía quien entraba, era ir a cualquiera de los dos pasillos laterales del cine para quitar el seguro de una de las puertas de emergencia y regresar a la taquilla por el depósito, entrando en seguida con sus camaradas que esperaban afuera por la puerta de emergencia abierta, volviéndola a cerrar tras de sí.                

            Y cómo olvidar la vez que cansados de bailar en una fiesta, al caminar hacía su casa se les ocurrió al abuelo y un amigo descansar en una banca del parque frente a la Parroquia de San Juan Bautista, ya entrada la madrugada. Sin quererlo se quedaron dormidos y fueron despertados por dos policías, quienes con el pretexto de que estaban borrachos los llevaron detenidos a la delegación de Coyoacán, que en ese tiempo se encontraba cruzando el parque Hidalgo a un lado del Palacio Municipal. Como no había ningún juez a esa hora, fueron encerrados en una celda junto a un detenido por atropellar a una persona. La celda en realidad era donde los presidiarios se bañaban en unas regaderas con solo agua fría, sin que hubiera ninguna banca o silla para sentarse, así que el abuelo y el amigo tuvieron que imitar al otro detenido y sentarse en el suelo que estaba encharcado con el agua derramada por las goteras de las llaves y regaderas. Debieron de esperar hasta las diez de la mañana, en que afortunadamente por ser sábado se presentó un juez en el juzgado, quien después de escuchar el motivo por el cual los jóvenes habían sido detenidos, los regresó a la celda para esperar a que él hablara con los policías que los habían detenido, con la eventualidad de que si no lo hacía antes de las dos de la tarde tendrían que esperar hasta el lunes por su sentencia. Rogando a todos los santos para que los policías hablaran con el juez lo más pronto posible, se sentaron una vez más en la celda encharcada esforzándose para no llorar. Cuando se estaban conformando con pasar el fin de semana en ese espantoso lugar, mientras un presidiario desde alguna celda fuera de su vista los martirizaba cantando con voz aguardentosa Escaleras de la cárcel, un policía abrió la celda ordenándoles que lo siguieran. No fue el juez, sino un asistente quien les informó que quedaban en libertad entregándoles sus escasas pertenencias, aunque faltaban sus abrigos con los que se habían resguardado del frío de la madrugada, cuando los arrestaron los policías que ahora brillaban por su ausencia. Como en ese momento lo único que les importaba al abuelo y su amigo era salir de ese lugar, no hicieron ningún reclamo oficial y pusieron pies en polvorosa.

            La voz de su hija Tania lo volvió al presente, preguntándole un poco extrañada:

    ¡Papá! ¿Qué te pasa? Te quedaste como hipnotizado.

    Nada…es que esta foto me trajo muchos recuerdos, no solo del cine Centenario y la nevería la Siberia, sino que aquí se puede ver a mi amigo Licona recargado a la entrada de la peluquería hablando con alguien; la foto debe haberse tomado hace más de cincuenta años— Respondió el abuelo lleno de nostalgia.

Con la alegría de partir su pastel de cumpleaños, el abuelo dejó atrás el pasado y disfrutó la compañía de todos sus seres queridos desvelándose hasta las once de la noche, cuando cansado y muriéndose de sueño se despidió de todo mundo con un beso y se retiró a dormir a su recamara.

Cuando dieron las diez de la mañana del nuevo día y el abuelo no se presentaba a desayunar, su hija se comenzó a preocupar porque aunque se hubiera desvelado la noche anterior nunca se levantaba tan tarde. A las doce del día la hija ya no pudo esperar más y se presentó en la habitación de su padre, pero fue sorprendida al no encontrarlo en su cama ni en todo el cuarto, entonces pidió ayuda a sus hijos y todos comenzaron a buscar al abuelo en toda la casa sin ningún resultado. Así continuó la búsqueda por varios días, incluyendo a las autoridades que habían sido notificadas de la desaparición del abuelo. Nadie se podía explicar en dónde podría encontrarse el abuelo y asustada su hija comenzó a imaginarse lo peor. Para muchos el abuelo simplemente se había extraviado y no supo cómo regresar a su casa ni encontró quien le ayudara y a la fecha andaba de vagabundo; para otros lo más factible era que había sido secuestrado por equivocación, ya que la familia del abuelo no tenía recursos como para pagar un rescate y sin otra opción solo se deshicieron del anciano, y lo peor que pensaban algunos era que había sufrido un accidente fatal y al no ser reconocido por alguien ahora descansaba en una fosa común. Sin embargo, para Tania y sus hijos siempre persistiría la esperanza de que en cualquier momento se presentara el abuelo, después de haber disfrutado una más de sus aventuras. Por un tiempo lloraron Tania y sus hijos la ausencia del abuelo, hasta que con el transcurso de los días, semanas y meses debieron de aceptar que el abuelo no regresaría a su hogar, y la extraña incógnita de su desaparición solo sería revelada cuando Dios lo dispusiera; mientras tanto todos los domingos y días festivos la familia del abuelo asistía a la misa en la Parroquia de San Juan Bautista, en el Coyoacán amado por el abuelo.

Una tarde cuando Tania y sus hijos guardaban la ropa y cosas personales del abuelo, mientras sin poderlo evitar les recorrían unas lágrimas por las mejillas, Pedro encontró en una de las cajas las viejas fotografías que al abuelo le encantaba contemplar. De pronto al observar la foto en la cual se apreciaba el cine Centenario, la nevería La Siberia, la Casa Téllez y la peluquería Licona, Pedro sintió que se le encogía el estómago de la impresión y sin poderse contener espantado llamó la atención de su madre y hermano, mostrando la fotografía en sus manos al tiempo que les decía:

            — ¡Miren! observen la foto con mucho cuidado, y díganme lo que ven.

Tomando la fotografía, Tania y Jesús la comenzaron a mirar minuciosamente y ella no tardó en exclamar asombrada:

    ¡No puede ser, es imposible!

    ¡Mamá! Es el abuelo— Exclamó incrédulo Jesús.

En la fotografía en blanco y negro un tanto borrosa se apreciaba el frente del cine Centenario, los locales abiertos de la nevería La Siberia y la Casa Téllez, pero en la entrada de la peluquería Licona, apenas se distinguía al amigo del abuelo recargado en la entrada platicando nada menos y nada más que con el mismísimo abuelo, quien se apreciaba claramente vistiendo la inconfundible camiseta del América a todo color que le habían regalado en su cumpleaños.

Entonces Tania supo con claridad y sin duda alguna que su padre había logrado de alguna manera increíble regresar al pasado, donde había sido tan feliz viviendo en su añorado Coyoacán.  

Fin

José Pedro Sergio Valdés Barón 

 

 

 

                    

 

        


sábado, 18 de enero de 2020

Un alma alegre



Un alma alegre
No sé cuándo la vi por primera vez, pero la fui haciendo consciente porque me la encontraba cada vez que iba a la tienda cercana a mi casa una o dos veces al día. Ella trabajaba o ayudaba algún familiar en un pequeño local de fruta y jugos que se encontraba de camino a la tienda, en donde también me topaba con ella algunas veces comprando dulces o comida chatarra o simplemente platicando con una de las dueñas del lugar. Me llamó la atención, no tanto por su rostro afectado gravemente por el labio leporino, sino porque siempre la veía sonriente y alegre sin ningún complejo, y toda la gente que estaba con ella se comportaba como si no tuviera ningún defecto. Sin proponérmelo comencé a observarla con discreción y paulatinamente la fui admirando más cada vez que la veía hasta que tocó mi corazón.
Al principio pensé que no era posible que nada se pudiese hacer, sin embargo conforme más lo meditaba decidí que merecía que alguien la ayudara de alguna forma y, a pesar que yo no tenía recursos económicos, me empeñé en intentar ayudarla. Cuando tuve una vaga idea de lo que podría hacer me di cuenta que necesitaba información, así que me propuse buscarla a donde fuera. Mi primer paso fue ir a la sucursal del Banco donde tenía una modesta cuenta con un saldo de $ 517.54 pesos, para preguntar a la ejecutiva de atención a clientes: ¿Cómo podría abrir una cuenta para recibir donativos que sirvieran para ayudar a una persona y que fuera a prueba de mal uso? La ejecutiva me propuso un fideicomiso a nombre del beneficiario, del cual solo se podría sacar dinero con la solicitud del beneficiario, la aprobación del tutor y la autorización del banco, de acuerdo a un presupuesto previo para el que se destinaría el dinero.
A continuación busqué un cirujano plástico con buena reputación, quien resultó ser la mejor opción que pude haber hecho cuando lo encontré. Después de escuchar mi propósito no solo se interesó, sino que se ofreció hacer la cirugía sin cobrar honorarios, y además intentaría convencer al anestesiólogo y a las enfermeras para que hicieran lo mismo, de esa manera solo se tendrían que liquidar los costos hospitalarios necesarios que se requirieran, como quirófano, medicamentos y cama de recuperación. Sin embargo, antes de todo el cirujano tendría que ver a la paciente, para determinar el diagnóstico y elaborar el presupuesto de la intervención quirúrgica. Ahora solo me faltaba llevar a cabo la parte más difícil e importante para mí, contactar a la familia y a la niña. Un día que no se veía a la niña por algún lado, me armé de valor y hablé con la encargada del local de frutas, quien una vez que le aclaré la razón de conversar con ella se comportó muy amable y me relató la historia de la niña cuyo nombre era Lucero.
Cuando Luchis, como llamaban a la niña, tenía unos cuatro años de edad, la señora Amanda le prometió a su mejor amiga que se encontraba en el lecho de muerte por una grave infección, que vería por la niña como si fuera su propia hija, lo cual así lo hizo cuando murió la madre de Lucero. Desde entonces la niña se convirtió en una parte muy importante de su vida, y al no tener hijos la niña llenó su corazón y no solo la amaba sino que la admiraba por su carácter siempre alegre y feliz a pesar de la malformación de su rostro, pero que con su eterna sonrisa lo hacía pasar desapercibido a toda la gente que la conocía. Sin embargo, hubo tiempos muy difíciles que debieron superar, como cuando entró al kínder y los niños se burlaban de Lucero, lo cual continuó en la primaria hasta que Amanda decidió sacarla de la escuela y se propuso enseñarle ella misma lo básico, como sumar, restar, leer y escribir. Por fortuna Luchis resultó ser una niña muy inteligente y no se conformó con lo que le enseñaba su Má, como la niña llamaba a la señora Amanda, sino que se interesó en leer cualquier libro que estuviera al alcance de sus manos, ampliándose su portal al conocimiento cuando una madre admiradora de Lucero, le regaló la computadora vieja de su hija al comprarle una nueva laptop en su cumpleaños. Para Lucero fue como si se le hubiera abierto un mundo nuevo lleno de todo lo imaginable, el cual absorbía como una esponja ávida de información. No obstante era tan responsable que nunca dejaba de ayudar a su Má en el negocio de frutas. A pesar que la señora Amanda era feliz con su hija ahora de 14 años, le dolía no poder hacer nada para mejorar el aspecto de Luchis, por esa razón le alegró mi propósito y estuvo de acuerdo en, junto conmigo, explicarle a Lucero cual era nuestra propuesta.
El hogar de la señora Amanda y Lucero era bastante modesto, pero admirablemente limpio y ordenado, acudí al lugar como invitado para hablar con Luchis, quien nos escuchó con mucha atención y sin preguntar nada. Al terminar de explicarle nuestro propósito, con su eterna alegría nos respondió que no deseaba hacer nada al respecto, ella era feliz tal como era y no quería cambiar nada. Amaba a su madre, disfrutaba su trabajo de ayudarla en la frutería y le encantaba el mundo virtual que le proporcionaba su viejita computadora, quizá lo único que querría era una laptop nueva para mejorar ese mundo. En cuanto a su defecto congénito estaba conforme con ello, no le importaba ni deseaba cambiarlo; según ella, Dios así la había mandado al mundo y así esperaba irse cuando él la llamara. Nos agradeció nuestra intención de ayudarla, sin embargo no era necesaria, solo nos pidió que la siguiéramos amando tal y como era.
No me fue muy difícil lograr un donativo para comprarle una nueva laptop con programas  y aplicaciones avanzadas, en cambio me fue difícil entender la manera de pensar de Lucero, no obstante después de meditarlo un rato entendí que, para empezar, quizá mi intención de ayudarla no fue meramente caritativa, sino más bien fue una ostentación que para bien o para mal se derrumbó a su mínima expresión, aunque por fortuna me enseñó que uno debe de  aceptar y disfrutar lo que se tiene, en lugar de frústranos por lo que no tenemos, sin dejar de luchar por ser mejores cada día, tal y como lo hacía la hermosa niña Lucero.