lunes, 26 de noviembre de 2018

El escritor


El escritor
José Pedro Sergio Valdés Barón
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Por fin escribí la última palabra de mi treceava novela antes de la llamada para comer, apagando mi traqueteada computadora salí al corredor, donde casi todos los residentes pasaban la mayor parte del día. Buscándola con la mirada pronto localicé sus bellos ojos azules que me respondían sonrientes, mientras permanecía sentada en su sillón junto a la puerta de su habitación. Saludando a los amigos que esperaban pacientes la hora de la comida, me acerqué a ella al mismo tiempo que con su rostro me dibujaba una interrogación, a la cual respondí afirmativamente moviendo la cabeza, y al acercar una silla junto a ella me preguntó:
            — ¿Qué vas hacer?
            —Supongo que lo intentaré por millonésima vez —le respondí con resignación sentándome a su lado — ¿Qué otra cosa puedo hacer?
            —No te desanimes ¿Qué tal si esta vez lo logras?
            Está bien, tienes razón no hay que perder las esperanzas — acepté optimista —, pero quisiera que la leyeras primero y me dieras tu opinión.
            — ¡Seguro! Hoy mismo en la tarde me pongo a leerla.
            En ese momento una de las asistentes nos informó que estaba lista la comida y ya podíamos pasar al comedor, algo que muchos esperaban oír y que no tardaron en levantarse para dirigirse al lugar comunitario, donde recibíamos nuestros sagrados alimentos tres veces al día. La comida no era abundante ni muy sabrosa, pero al menos era sana y nutritiva para nuestra edad. Ayudé a Esperanza a levantarse aunque no lo necesitaba, todavía era una mujer fuerte además de bella y se mantenía en buena condición física y mental, a diferencia de la mayoría de quienes residíamos ahí.
            Esperanza Aguirre era una viuda de cincuenta y tres años que había heredado la fortuna de su marido, sin embargo su único hijo se la había usurpado con engaños, para finalmente deshacerse de su madre recluyéndola en el hospital-asilo San Vicente de Mascota, Jalisco. Desde el día que llegó y nos conocimos nuestras almas congeniaron y nos volvimos muy unidos, solo por las noches nos separaba el cuarto de Julito, un simpático anciano que su familia había abandonado en San Vicente. En esa sección del asilo estaba el pasillo que rodeaba a un hermoso jardín lleno de frondosos árboles y bellas flores multicolores, con una fuente cantarina en el centro adornada con la estatua de dos ranas saltando y cerca un antiquísimo pozo redondeado con una barda de ladrillos enmohecidos y con un balde amarrado al arco que lo cruzaba. En el pasillo se encontraban las habitaciones individuales o de parejas que consistían en un pequeño cuarto con una o dos camas, un ropero y el bañito con regadera; el inquilino, si tenía recursos, podía incluir un radio o televisor, o como yo que había adaptado una mesita de trabajo con mi vieja computadora, donde me la pasaba gran parte del día excepto durante las comidas, mientras contemplaba las puestas de sol junto a Esperanza y los domingos que eran libres y nos permitían salir a pasear por el pueblo de Mascota.
            Yo era pensionado del gobierno y con la ayuda económica de mis dos hijos podía pagar mi estancia en el asilo, de esa manera no los molestaba y su carga no era demasiada. En verdad yo era feliz en ese retiro, estaba rodeado de personas similares a mí, tenía asistencia médica en caso de que fuera necesario, mi propio cuarto con las comodidades suficientes, en el cual mantenía mi indispensable medio para permanecer ocupado, lucido y creativo a través de mi afición por la escritura que, aunque seguía siendo improductiva después de veinte años, me permitía tener una razón para levantarme todas las mañanas. Y ahora, además, en la última etapa de mi vida, me enamoré de la mujer más bella que había conocido. Ella no lo sabía, como adolescente me cohibía para confesárselo, aunque era posible que lo intuyera como lo hacían nuestros amigos, enfermeras y asistentes voluntarias del asilo. De alguna manera temía que pudiera cambiar la hermosa amistad que disfrutábamos todos los días, desde la mañana durante el desayuno hasta la noche cuando nos despedíamos con un beso en la mejilla a la entrada de su habitación, después de haber caminado por la tarde entre los árboles y flores del jardín, o en el huerto recogiendo a veces alguna pera, manzana o granada caída en el suelo de tierra apisonada. La fruta la compartíamos durante el paseo antes de regresar a la estancia de convivio o al corredor de las habitaciones, donde conversábamos con los demás compañeros y las enfermeras que atendían a los viejos que requerían algún medicamento o que simplemente iban a checarnos la presión arterial de rutina. A Esperanza y a mi pronto nos aburrían las mismas pláticas de siempre sobre enfermedades, achaques y añejos recuerdos llenos de nostalgia deprimente. Nosotros al parecer éramos los únicos que hablábamos del futuro y de todas las cosas que todavía nos proponíamos hacer y, a pesar que aparentábamos no darnos cuenta, no había nada que no planeáramos hacerlo juntos.
            Por la noche después de la cena nos sentábamos en el corredor frente a la puerta de la habitación de ella y convivíamos con nuestros vecinos una vez más, especialmente con Julito que nos hacía reír con sus puntadas y jocosas anécdotas que repetía una y otra vez, pero que no dejaban de sacarnos una sonrisa al menos. Fue muy triste el día en que Julito nos abandonó, simplemente no despertó, y no obstante que en nuestro subconsciente siempre nos estaba rondando la amenaza de la cercana muerte que la mayoría nos negábamos aceptar y no nos acostumbrábamos a su sombra todavía, a todos nos consternó la noticia. Nadie pudo evitar unas lágrimas cuando las autoridades se llevaron el cuerpo de Julito, dispensado de la autopsia de ley, para ser enterrado en una fosa común una vez que ningún familiar, de los que pagaban su mensualidad, se presentó a reclamar el cadáver de un hombre que fue amado por todos los residentes y trabajadores del asilo San Vicente. La vida continuó en la estancia para mayores y Julito se convirtió en un grato recuerdo imborrable para los que lo conocimos en el asilo.
            En un solo día Esperanza leyó mi novela y al terminarla no quiso comentarme nada hasta después de la cena. Al terminar de cenar para poder estar solos esperamos a que la mayoría de nuestros vecinos estuvieran disfrutando una telenovela de moda en la estancia común antes de irse a dormir a sus cuartos, y hasta entonces nos fuimos a sentar al corredor frente a su habitación como siempre lo hacíamos.
            — ¡Vamos! Dime ya qué te pareció —pregunté ansioso.
            Mirándome con una enigmática sonrisa, después de un prolongado silencio me respondió:
            —No soy experta, pero… ¡Pienso que es excelente!
            — ¿De verdad no estás bromeando?
            —Sinceramente creo que es lo mejor que has escrito —me aseguró, sin dejar de mirarme con aquel brillo en sus ojos azules que me fascinaba.
            — ¡Bien! Entonces mañana la enviaré al concurso —dije entusiasmado.
            — ¡Ya verás que esta vez sí ganas el primer lugar! —lo afirmó sin dejar lugar a dudas.
            —Todo es posible, sin embargo es muy difícil —reconocí, tratando de ser realista—, no olvides que es un concurso importante donde participan muy buenos escritores —le hice ver —. Espero que en el mejor de los casos gane honestamente el mejor trabajo. Tú sabes cómo las editoriales manipulan muchos concursos de acuerdo a sus intereses. Como te he comentado el medio literario es muy complejo, y si no tienes recursos es casi imposible que una editorial se interese en tu trabajo si eres un escritor desconocido; los editores no corren riesgos invirtiendo dinero, ellos van sobre lo seguro sin importarles mucho si la obra es buena o mala.
            — ¡No! Esta vez el premio será tuyo, y eso hará que las editoriales se interesen en tu trabajo —sentenció sonriendo.
            Los domingos muy temprano, Esperanza y yo nos salíamos del asilo para asistir a misa en la Basílica de la Virgen de los Dolores, al salir de la misa desayunábamos en el restorán La casa de mi abuelita o la taquería El gordo. Más tarde acudíamos al templo inconcluso de La Preciosa Sangre donde casi siempre había eventos artísticos o culturales que disfrutábamos como jovenzuelos, o simplemente nos integrábamos entre sus ruinas embellecidas con jardines paradisíacos que parecían suspender el tiempo. Revitalizados con el magnífico entorno, regresábamos al centro de Mascota para satisfacer nuestro apetito en el Tapanco o en el Café Nápoles, algunos de los muchos lugares para comer que había en Mascota, un pueblo mágico con clima agradable para el deleite de los turistas nacionales e internacionales que lo visitaban durante todo el año. Para bajar la comida paseábamos por la plaza principal, donde no nos cansábamos de admirar su kiosco churrigueresco, permaneciendo sentados en una banca mientras nuestras almas gozaban viendo sumirse el sol por detrás de la única torre de la Basílica de la Virgen de los Dolores. Para dar término a los domingos gloriosos regresábamos al asilo San Vicente a platicar con los vecinos nuestras vivencias del día, antes de recluirnos en nuestros respectivos aposentos y después de haber cenado en el comedor comunitario. Hablar sobre lo que disfrutábamos cada día, era como si atesoráramos lo que tal vez ya no gozaríamos al día siguiente.
            De vez en cuando Víctor Manuel, hijo de Esperanza, se presentaba en San Vicente con el pretexto de ver cómo se encontraba su madre, pero en realidad iba a recabar la firma de ella que requería todavía en algunos negocios y transacciones. Una de esas veces Víctor Manuel se percató de la conexión que había entre su madre y yo, lo cual no le agradó. De alguna manera creyó amenazado el dominio que tenía sobre ella y temió que afectara la fortuna que ahora él poseía. Como buen manipulador deshonesto ocultó a su madre los celos que sentía por nuestra amistad, y por supuesto frente a su madre su comportamiento conmigo era de amabilidad mesurada, pero en las esporádicas ocasiones que nos quedábamos solos demostraba su aversión hacia mí. Primero con indirectas sobre mis intenciones de ir por el dinero de su madre, creyendo que yo no estaba enterado de la malversación que él hizo con la herencia de Esperanza. Siguió con amenazas veladas que se fueron convirtiendo en agresiones verbales y finalmente llegó el día en que ya no pude contenerme y le di una bofetada. Yo era viejo pero correoso y de pocas pulgas y me mantenía en buena condición física, al ver mi cara se contuvo ya sea porque pensó que se le caería su teatrito frente a su madre o porque en realidad lo intimidé, como fuera no volvió a meterse conmigo a pesar que no entendía el amor platónico que yo sentía por su madre. Me había esforzado en ser condescendiente para no causarle ningún problema a Esperanza, pero él rebasó mi límite de paciencia. Las visitas de Víctor Manuel se hicieron aún más esporádicas y mi relación con Esperanza no fue dañada, ella nunca se enteró de lo sucedido entre su hijo y yo.
            La tranquilidad del asilo San Vicente se alteraba con cierta frecuencia, durante las visitas familiares de algún viejo afortunado con parientes que aún los amaban, o que permanecían pendientes a la espera del inevitable fin de la agonía del ser querido, quien parecía negarse a partir de este mundo a pesar de las condiciones de deterioro físico y mental en que subsistíamos por la edad. Para la mayoría de los ancianos que residíamos en ese lugar, cada deceso de un compañero nos recordaba que podríamos ser el siguiente, y mientras tanto solo permanecíamos esperando nuestro turno con la incertidumbre de no saber cuándo llegaría este. Sin embargo para Esperanza y yo la vida nos sonreía, gracias al amor que nos profesábamos sin decirlo. Nos dolía la partida de algún amigo, pero la muerte nos parecía algo aún muy lejano en nuestras vidas.
            Se podía decir que todas las enfermeras y asistentes del asilo eran muy amables y condescendientes con los residentes de San Vicente, nos tenían mucha paciencia y algunas hasta se encariñaban con algunos ancianos a su cargo. En especial se esmeraban con los pacientes incapacitados o aquellos que ya no podían valerse por sí mismos, no obstante se las arreglaban para atendernos a todos de manera que sentíamos su apoyo, su estima y que éramos apreciados. Un día llegó a San Vicente una joven enfermera para hacer su servicio social, y muy pronto nos demostró que no estaba feliz con ello. Como suele suceder en un ambiente cerrado, de alguna manera alguien se enteró del aparente motivo y lo compartió con todos los residentes del asilo. Al parecer la joven enfermera llamada Alicia se había inscrito en un programa alemán, que estaba reclutando personal mexicano capacitado en el área de la salud, entre otras, para ser contratados en Alemania durante un año con un salario de mil quinientos euros mensuales, y con la opción de quedarse con el puesto después del año una vez demostrada su capacidad profesional y si el empleado lo deseaba. Para ser aceptados en el programa los aspirantes debían asistir durante tres meses a la embajada alemana para aprender el idioma y como principal requisito debían presentar su título académico, el cual la enfermera Alicia no obtendría hasta cumplir con el año de servicio social. Nos pareció obvia la razón por la cual se sentía frustrada, pero no justificaba que se desquitara con nosotros comportándose grosera, intolerante y poco profesional. Sus compañeras intentaron ayudarla y hacerla comprender la importancia de tratarnos bien por ser personas de la tercera edad y que pagábamos nuestra estancia en el asilo, sin embargo solo cambiaba por unos cuantos días para luego regresar a su mala actitud. Por desgracia esa mala actitud culminó en una fatal tragedia.
            La fecha de la publicación del resultado del concurso se aproximaba, y Esperanza y yo no podíamos ocultar nuestro nerviosismo, aunque por diferentes razones. Yo mantenía mis dudas, en cambio Esperanza estaba convencida de que mi obra sería la ganadora, por lo cual estaba ansiosa y no dejaba de animarme:
            — ¡Tranquilo! Ya verás que todo va a salir bien
            — Es que la espera me pone nervioso —le aclaré—, el resultado es lo de menos, ya estoy acostumbrado al fracaso.
            — ¿Por qué tienes que esperar lo peor? —. Me preguntó, con esa su mirada tan dulce que hacía más brillante el azul de sus ojos.
            — Porque llevo más de veinte años intentando publicar mi trabajo, aunque debo reconocer que mis primeras novelas estaban mal escritas y con un estilo mediocre, pero he leído novelas bastante malas publicadas por editoriales de renombre y que aun así se venden en las librerías. Claro que la mayoría, por no decir todas, fueron publicadas con los recursos del autor o debido a que el supuesto escritor era ya un personaje famoso del espectáculo o la política. Con recursos el escritor puede ayudarse con los correctores de estilo para mejorar sus obras, pero para mí están fuera de mi alcance, y a pesar de que yo mismo corrijo mi trabajo una y otra vez, llega un momento en que estoy tan saturado que ya no reconozco mis errores, por esa razón ahora es tan importante tu opinión que, sin ser correctora de estilo, eres culta y has leído a muchos autores famosos por lo que es considerable tu comentario.
            —Sin parecer petulante, creo que tu novela no le pide nada a los libros de escritores populares contemporáneos. Ten paciencia y espera lo mejor.
            — ¡Bueno! Solo pido que este concurso no haya estado amañado.
            Ya se habían presentado casos en que la enfermera Alicia por su desinterés en el trabajo se equivocaba en la administración de medicamentos con algunos pacientes, pero por fortuna no habían tenido repercusiones graves, hasta que el destino quiso señalarnos a nosotros como sus víctimas sin remedio. Todo se inició cuando Esperanza contrajo un fuerte resfriado que la postró en cama por varios días, tenía fiebre, tos y no podía respirar sin que le doliera el pecho. Ese aciago día, al conciliar Esperanza un sueño intranquilo por la tarde, aproveché para ir a mi cuarto a prender mi computadora y conocer si ya había alguna noticia del mentado concurso. Al entrar a mi cuarto vi en la mesita de trabajo un sobre con el logo del concurso que alguna asistente me había dejado, y no pude evitar que me sudaran las manos al tomarlo. Lo único que pensé en ese momento fue en ir de inmediato con Esperanza y juntos me diera el valor para abrir el sobre.
            Lo que menos me esperaba, al entrar al cuarto, fue ver a Esperanza arqueándose por el vómito apoyada en la enfermera Alicia. En cuestión de segundos se le enrojeció la piel y se le comenzó a inflamar la cara y las manos; con la angustia reflejada en su rostro tenía dificultad para respirar y conforme se le inflamaba la lengua se le dificultaba más articular las palabras, finalmente perdió el sentido en mis brazos.
            — ¡Rápido llame al doctor Cervantes y a una ambulancia! —le grité a la enfermera Alicia que se mantenía pasmada, y hasta entonces reaccionó para salir corriendo por ayuda.
            No sabía qué hacer, solo me mantuve abrazándola esperando la asistencia médica, pero yo sentía que se le estaba escapando la vida a mi amada. Cuando llegó el doctor Cervantes de inmediato le aplicó una inyección de epinefrina, pero por desgracia Esperanza ya había entrado en coma por shock anafiláctico. Al llegar la ambulancia fue trasladada al hospital de Salubridad permitiéndome acompañarla junto con el doctor Cervantes. En el hospital los médicos hicieron todo lo posible por salvar a Esperanza, pero todo fue inútil, y de salir del coma era muy probable que tuviera importante daño cerebral. Por lo pronto la mantenían con vida mediante un equipo de soporte vital hasta que se presentara algún familiar y decidiera qué hacer con la paciente, lo cual no debería prolongarse por más de un semana.
            Víctor Manuel se presentó tres días más tarde, para entonces el diagnóstico médico de su madre era muerte cerebral irreversible, solo faltaba su autorización para desconectarla de los aparatos que la mantenían respirando. El shock anafiláctico se debió a la estupidez de la enfermera Alicia que le administró una inyección de penicilina y que por su frustración no se fijó en el expediente de Esperanza, donde se indicaba que era alérgica a la mayoría de los antibióticos. Víctor Manuel me permitió estar presente cuando los médicos desconectaron a su madre de los aparatos que la mantenían con vida artificial, para al fin dejarla partir con dignidad a un mejor mundo. Durante los minutos que siguió respirando por si misma antes de expirar con un prolongado suspiro, yo pensaba que, aunque se me partiera el alma, prefería que me abandonara antes de verla sobrevivir sufriendo una discapacidad mental.
            No me salí de la sala de enfermos terminales, me quedé un buen rato contemplando a mi amada después que salieron Víctor Manuel y el personal médico. Con el corazón destrozado y con lágrimas en los ojos saqué de mi bolsillo el sobre doblado del concurso, y sin abrirlo lo puse en la mano de Esperanza que el toque de la muerte comenzaba a enfriar.
Ya nada me importaba.
Fin

martes, 6 de noviembre de 2018

El alien


El alien
José Pedro Sergio Valdés Barón

Comencé a darme cuenta de que algo no andaba bien conmigo a los ocho años de edad, tenía sueños raros y hacía cosas diferentes a las que hacían lo niños de mi edad. Mis padres me tranquilizaban asegurándome que era algo normal a mi edad y yo les creí al principio; sin embargo, las imágenes que venían a mi mente cada vez eran más reales y se comenzaron a presentar a cualquier hora del día. A mis padres dejé de comentarles mis visiones porque no me creían y, además, no deseaba preocuparlos haciéndolos pensar que tenía una enfermedad mental; no obstante, el hecho de sentirme diferente me hizo ser serio y retraído aislándome de mis amigos y compañeros de la escuela. Por un tiempo yo mismo pensé que estaba enfermo y me esforcé por encontrar las respuestas que atormentaban mi cerebro, lo cual me impulsó a sumergirme mucho tiempo en Internet y bibliotecas públicas, sin encontrar nada relevante que explicara lo que me estaba sucediendo. Sin embargo, a los diez años de edad completé el cuadro en mi mente, con algunas lagunas, de quien era en realidad, y aunque podía sustentar mi historia con mis facultades físicas y mentales, no me pareció adecuado ni sensato compartirla con alguien de mi entorno sin que le pareciera un fenómeno adolecente, ni tampoco deseaba hacerles sentir lástima a mis amigos y familiares, y mucho menos mostrarme ante las autoridades científicas para quienes solo sería un conejillo de indias.
A mi corta edad debí de aceptar que tenía un grave problema, ahora sabía con certeza que no pertenecía a ese lugar, ni tampoco podía regresar al mío, y de hacerlo, ahí sería imposible ocultar mi rareza. Mi dilema parecía no tener solución, o me adaptaba totalmente al medio donde transcurría mi vida olvidándome de quién era o me concentraba en buscar la poco probable manera de regresar a donde pertenecía; para mí mala fortuna en ninguna de las dos opciones mi felicidad sería completa.
En mi mente ya no eran solo visiones e imágenes surrealistas, todo se había convertido en un nítido recuerdo de mi pasado, vivencias reales de lo que me había sucedido en mi otra vida. Todo se inició cuando una improbable coincidencia hizo que un micro meteorito masivo se impactara en la nave exploradora VBS-14232 de la Unión Intergaláctica y dañara el programa orbital diseñado para el tercer planeta del sistema solar tipo- G en la galaxia Vía Láctea, provocando que la nave se impactara con el planeta. De los seis tripulantes que nos encontrábamos en las cámaras de hibernación fallecieron cinco y solo sobreviví yo, aunque quedé muy malherido y debí de aceptar que no viviría más de veinticuatro horas tiempo del planeta tierra. Entonces se me ocurrió transferir toda la valiosa información que contenía mi cerebro en algún humanoide nativo del planeta y así conservar mis conocimientos en un ser pensante, quien con el tiempo pudiera cambiar al mundo aunque su civilización estuviera retrasada miles de años. Con mucho esfuerzo logré llegar a un poblado, caminando en la oscuridad de la noche por un terreno que me era desconocido. Con mis últimas fuerzas busqué entre el caserío al humano que más conviniera para mis fines, al mismo tiempo que controlaba con mi mente a los perros que ladrando trataban de agredirme. Cuando estaba a punto de darme por vencido vi una luz al fondo de una callejuela y hacía allí me dirigí. En la vivienda estaba una pareja de humanos de género diferente, y con mi mente pude entender que discutían sobre un objeto que habían visto caer del cielo. Después de un tiempo en que me sentí desfallecer, finalmente apagaron la luz y se recostaron para lo que interpreté como quedarse en modo de suspensión. Incrementando su estado de sopor con mi mente me introduje en la habitación para observarlos más de cerca y seleccionar al humano más adecuado. Mi esfuerzo me recompensó, porque al parecer la fémina humanoide estaba iniciando una gestación y, aunque no era el más conveniente espécimen, podría utilizar el embrión de no más de dos semanas para transferirle mi psiquis. La extraordinaria circunstancia me permitió introducir con telequinesis mi genoma prime en el útero de la mujer humana, para que se integrara al embrión y así, al término de la gestación, su apariencia pareciera normal para los de su especie, pero con mi genoma prime conservaría desapercibidas muchas características mías y toda la valiosa información cultural y tecnológica de mi civilización.
Antes de morir, repasé lo que debía de hacer. Había desintegrado todo vestigio de la nave, incluyendo los organismos de mis hermanos, dejando solo un hoyo carbonizado que podría semejar el impacto de un gran meteoro, del que al parecer muy pocos humanoides se dieron cuenta de su caída. Finalmente fue mi turno y satisfecho comencé mi desintegración hasta desaparecer por completo, pero dejando mi legado en un pequeño embrión de un ser humano, de la extraña especie que habitaba en el tercer planeta del sistema solar en la periferia de la Vía Láctea. 
Así llegué a este mundo en medio de una humilde familia, en un poblado campirano de solo trescientas casuchas de adobe la mayoría. Fui el mayor de tres hermanos y una hermana, siendo el de menor estatura y el más delgado de los cuatro, aunque un tanto cabezón. Sin embargo en la escuela me destaqué por ser el más inteligente de todos los alumnos y los tres maestros comunitarios, lo cual llevó a mi maestra Eduviges a intentar convencer a mis padres de que era imperativo inscribirme en una escuela especial para niños superdotados, lo cual fue imposible para mis padres dada la precaria situación económica de mi familia. La maestra Eduviges no se dio por vencida y logró que toda la comunidad de Gualeguas cooperara para mandarme al instituto especializado más cercano en la ciudad de Guadalajara; para entonces yo ya estaba consciente de mi verdadera identidad y, en verdad, la escuela primaria y la vida de campesino me resultaba demasiado aburrida, así que pensé que me haría bien un cambio y tal vez me sirviera de algo.
Dejé tristes a mis padres, a mis hermanos y con algunas lágrimas a mi madre y a mi hermana, y con la maestra Eduviges tomé camino rumbo a la ciudad de Guadalajara en un camión de segunda. No obstante que en mi otra vida había viajado desde otra galaxia, como niño humano era la primera vez que salía de Gualeguas. La nueva experiencia fue muy interesante, me impactaron los poblados que cruzaba la carretera, y los paisajes eran tan asombrosamente rebosantes de vida que opacaban las vistas de modernidad fría y oscura de mí otro mundo. Guadalajara resultó ser una ciudad grande en comparación con Gualeguas, sin embargo si la equiparamos con las tres ciudades de mi planeta Mirashic, que cubrían casi la totalidad de su superficie diez veces más grande que la tierra con solo vestigios de antiquísimos mares, era poco más que un punto en esa inmensidad. La primera noche la pasamos con familiares de la profesora que se portaron muy amables conmigo, y al día siguiente la profesora y yo nos presentamos en el Instituto Académico Especializado, para tramitar mi ingreso como lo habíamos solicitado desde Gualeguas. Tal como lo temía, durante tres días estuve resolviendo pruebas y asistido a entrevistas con psicólogos y profesores especializados, hasta que finalmente fui admitido como interno en el Instituto con una beca completa. Al despedirme de la maestra Eduviges sabía que mi vida había dado un giro por completo, mi infancia tranquila quedó atrás y mi futuro me daría la oportunidad de convertirme en el humanoide que en realidad era, aunque físicamente mi apariencia siguiera siendo normal en ese planeta.
El principio en la Academia fue difícil porque me sentía como un bicho raro, pero paulatinamente mis compañeros también especiales me ayudaron a irme adaptando al ambiente sofisticado y a las rutinas estrictas del Instituto. El grupo de alumnos superdotados era pequeño, solo éramos siete hombres adolescentes y cuatro mujeres, y todos teníamos cualidades especiales, aunque muy pronto los superé a todos llamando la atención de psicólogos y maestros, quienes no encontraban una explicación razonable para lo que vislumbraban en mi mente y que nunca permití que profundizarán más allá de lo que me convenía. Durante las breves vacaciones que teníamos al año iba a mi terruño a disfrutar de mi familia y a convivir con la pequeña comunidad de Gualeguas durante la celebraciones Navideñas, y en una ocasión, deseando ayudarlos para salir de la pobreza, le entregué al Mayordomo del poblado una fórmula agrícola que había desarrollado en los laboratorios de la Academia; la formula era un abono líquido que se debía verter en los pozos acuíferos para irrigación una vez al año, y que al diseminarse en la tierra la convertía en la más fértil de la que se tuviese memoria, lo cual le permitiría a la comunidad de Gualeguas tener cosechas ricas y abundantes, permitiendo el progreso deseado para todos y principalmente el de mi familia. Unos dos años después el poblado de Gualeguas comenzó a cambiar, sus residentes reconstruyeron sus casas y por todos lados se veían grandes camionetas y pick-up Tornado, Silverado o Ram. Mis padres no se conformaron y construyeron una nueva casa, compraron vacas lecheras, un tractor y mis hermanos asistieron a escuelas privadas de Jalisco.
Las autoridades de la Secretaría de Agricultura y Ganadería no salían de su asombro por las abundantes cosechas en el ejido de Gualeguas y envió inspectores para investigar a qué se debía el raro fenómeno, especialmente en una época particularmente poco lluviosa. Los inspectores lograron descubrir que un joven de la comunidad les había entregado un abono agrícola para aplicarlo en sus tierras ejidales, teniendo los increíbles resultados que beneficiaron a todos los habitantes de Gualeguas. Intrigados los jefes de SAGARPA ordenaron una investigación a fondo que los llevó hasta mí, y que provocó los eventos que más tarde afectarían mi vida para siempre, haciéndose realidad lo que más temía. Cuando me entrevistaron los expertos técnicos de SAGARPA quedaron maravillados con la fórmula de abono para tierras agrícolas que había inventado, y de inmediato se dieron cuenta de que significaba asegurar el alimento para toda la población, no solo del país, sino del mundo entero y, por supuesto, que era una excelente oportunidad para hacer un gran negocio para los líderes del corrupto gobierno mexicano. Anticipándome a ello, en la revista internacional de Ciencias Agrícolas publiqué la fórmula de mi abono líquido, con el objetivo de que cualquier empresa o país en el planeta pudiera copiarla sin ningún requisito y utilizarla en beneficio de la población mundial, propiciando así que su costo se mantuviera al alcance de cualquier economía.
Por un momento pensé que no habría consecuencias, sin embargo de alguna manera lograron convencer a mis padres para que permitieran que fuera trasladado a un centro especializado de niños superdotados en Pasadena, California, EUA para recibir la educación que requería mi capacidad intelectual. En realidad no fue sorpresa que me internaran en el Specialized Center for gifted children, pero si me llamó la atención la discriminación de que fui objeto por parte de los niños genios con los que conviviría; todos ellos eran americanos güeritos y yo un prietito campesino mexicano. Sin embargo no tardaron en darse cuenta de que mi inteligencia era muy superior a la de ellos y sin mayor problema aceptaron mi superioridad psíquica aceptándome en su grupo de superdotados. Esta circunstancia influyó para que los responsables del Center me dieran un trato especial, y me aislaran para evitar cualquier tipo de contaminación o influencia que pudiera alterar sus investigaciones sobre mi capacidad mental que, en verdad, los tenía intrigados. Si en la Academia me sentí prisionero, en el Specialized Center solo era un objeto de investigación, un simple ratón de laboratorio al cual sometían a todo tipo de pruebas físicas y psicológicas. Enclaustrado, muchas veces pensé en escaparme utilizando mi poder de telequinesis o psicoquinesia, pero el temor de hacer daño a alguna de las enfermeras o vigilantes me detenía, sin contar que todo el tiempo me mantenían vigilado sin ninguna privacidad. Así transcurrieron los meses y los años, con solo algunas ocasiones en que convivía con los otros niños superdotados y dos o tres veces que me permitieron ver a mis padres, quienes hacían hasta lo imposible para sacarme de ahí sin éxito alguno. La prisión se hacía más llevadera cuando la doctora Elizabeth MacGregor me entrevistaba, ella era una psicóloga especializada en el comportamiento humano, quien me analizaba y me ponía pruebas en diferentes medios ambientales y circunstancias. La doctora Elizabeth no solo era bella sino también muy inteligente, permitiendo que entabláramos un estrecho enlace suficiente para que en algún momento intuyera parte de la verdad de lo que yo era en realidad. La clave fue cuando finalmente, después de años de estudiarme, los biólogos descubrieron en mi ADN un gen que no era normal, y que después de estudiarlo exhaustivamente concluyeron que era el responsable de que yo fuera diferente, pero no les aclaraba ni les decía nada; para los científicos fue un enigma más sin resolver y mis padres no les esclarecieron nada, el meticuloso estudio al que sometieron a todos los miembros de mi familia resultó que eran completamente normales y con una inteligencia promedio. Sin embargo, para la doctora Elizabeth le sugirió que yo tenía alguna clase de relación fuera de este mundo y así me lo hizo saber.
A mis dieciocho años ya había perdido gran parte de mi vida siendo un bicho raro de laboratorio y sin mucha experiencia en relaciones humanas; sin embargo, Elizabeth me inspiraba entendimiento, cariño y mucha confianza, así que no le mentí y le confesé toda la verdad. Si en algún momento dudé que me creyera estaba equivocado, ella no solo me creyó sino que se compadeció de mí y sin más se propuso ayudarme. Lo primero que hizo fue ubicarme, haciéndome entender que en efecto yo pertenecía a dos mundos, pero uno era el pasado que debía dejarlo ir y el otro era el presente el cual debía de aceptar para ser feliz, aunque era cierto que tenía que buscar y luchar por un mejor futuro al que a la fecha estaba sufriendo. En ese punto era donde ella podría ayudarme encontrando la forma para sacarme de ese enclaustramiento que me ahogaba y me atormentaba. Así lo hizo y en unos cuantos días teníamos un sencillo plan para que pudiera escapar de ese infierno.
Faltaban cinco minutos para que sonara el timbre avisando que se apagarían las luces en el dormitorio, y conforme se restaban los segundos lentamente yo me iba poniendo más nervioso acumulando las dudas. Al sonar el timbre y apagarse las luces, Elizabeth irrumpió en el centro de control de las instalaciones y distrajo por un momento a los vigías de los monitores, tiempo suficiente para que yo acomodara las almohadas para simular mi cuerpo dormido en la cama, y usando la telequinesis accioné la chapa magnética para abrir la puerta de la habitación. Abriendo las cerraduras magnéticas de las puertas, como sombra me desplacé por los corredores desiertos a esa hora, crucé los laboratorios donde todavía había personal trabajando en algunos cubículos, en seguida pasé por las oficinas para finalmente salir al estacionamiento de directores sin ningún contratiempo. Ahí me estaba esperando ya Elizabeth en su camioneta, al vernos nos sonreímos y con toda calma nos dirigimos a la salida. Pocas veces había utilizado la psicoquinesia para influir en la mente de humanos porque temía hacer daño a la persona, pero ahora no tenía opción y al llegar a las casetas de acceso al complejo del Specialized Center, influí en los oficiales de guardia para dar por hecha la revisión de la camioneta de la doctora McGregor sin ninguna anormalidad. Poco nos duró el gusto, al acceder a la autopista interstate 210 nos percatamos que dos camionetas negras se nos venían encima sonando sus sirenas, de alguna manera notaron mi ausencia y de inmediato se fueron tras de nosotros. Elizabeth resultó ser una excelente conductora y rebasando vehículos volamos por la autopista, aunque dos o tres veces tuve que utilizar la telequinesis para evitar una colisión. Con un brusco cambio de dirección, Elizabeth logró tomar una salida de la autopista, pero la camioneta más cercana que nos perseguía no pudo hacerlo y se impactó contra el muro de contención, explotando como una bola de fuego que iluminó la noche varios kilómetros a la redonda. La afortunada maniobra de Elizabeth permitió deshacernos de nuestros perseguidores, porque al transitar por la avenida Lincoln no vimos a nadie que nos siguiera. En ese punto decidimos cambiar de planes y tomamos la dirección contraria, nos pareció lo más probable que los agentes de Seguridad Nacional pensaran que nos dirigiríamos hacia los Ángeles, en cambio nosotros iríamos hacia el este por la autopista 15. Sin embargo las fuerzas de Seguridad Nacional se estaban moviendo muy rápido cubriendo todas las salidas posibles y al llegar a Temecula nos topamos con una barricada de revisión. Nuevamente tuve que emplear mis poderes mentales para que los agentes y policías nos autorizaran pasar sin ningún impedimento. Ingresando a la carretera 79 llegamos a Pine Valley, donde cargamos gasolina y en la cafetería comimos un sándwich y bebimos café para seguir adelante. Continuamos por la Buckman Springs Rd. hasta la carretera 94, allí dimos vuelta otra vez hacia el oeste para llegar a la frontera con la ciudad mexicana de Tecate. En esa pintoresca ciudad debí despedirme con gran tristeza de mi salvadora y amiga; tomándola de la mano besé su mejilla y le pregunté si estaría bien, ella me respondió que no me preocupara, estaba segura de que los directores de la National Security de los EUA no dudarían de que había sido víctima de mi poder mental, que la había inducido para hacer todo lo que yo le ordenaba sin siquiera poder recordar. Al verla alejarse en su camioneta se me encogió el corazón, pero sabía que ella tendría una gran vida y yo debería continuar con la mía.
Sentí temor al quedarme solo por primera vez en mi vida y en un lugar desconocido, pero era mi única opción, debía cruzar la frontera para ingresar a mi país; Elizabeth no lo había hecho conmigo para no dejar rastro de hacia dónde me dirigía y ahora yo tendría que hacerlo sin su ayuda. Un tanto nervioso me preparé para pasar por el corredor de la caseta americana, pero ni siquiera voltearon a verme los guardias, al parecer la National Security estaba enfocada a vigilar la entrada de personas a los EUA y no su salida; más confiado crucé por la garita mexicana, solo para que el único guardia que había me mirara de reojo mientras bostezaba.
Con el dinero que me había facilitado Elizabeth era más que suficiente para viajar por la ruta que habíamos planeado, y en la central de autobuses de la ciudad de Tecate abordé un autobús de primera que me llevó hasta Santa Ana, de allí transbordé a otro autobús que me regresó a la frontera de Agua Prieta, para finalmente subirme al camión que me dejó, después de horas interminables de tormento, en Fresnillo, Zacatecas, donde esperaba pasar algún tiempo no muy lejos de mi familia, la cual sin duda estaría siendo vigilada por elementos mexicanos en contubernio con la National Security de los EUA.
En la hermosa ciudad de Fresnillo encontré trabajo de peón en la hacienda Morales y ahí conocí a mi primera esposa Rosario, con quien tuve tres hijos. Al morir ella me trasladé con mis hijos al estado de San Luis Potosí en el cual requerían campesinos para trabajar en un ejido cercano a Ciudad Valles. Por fin la vida me sonreía y aceptando mí presente como me lo había señalado la inolvidable Elizabeth MacGregor, encontré la paz y tranquilidad en una vida sencilla y de muy bajo perfil, para no volver a ser para nadie un mono de experimentación. En ese maravilloso entorno campirano me enamoré dos veces más, con Eulalia tuve cuatro hijos, antes de que me abandonara con el líder ejidatario, y con Emilia procreé cinco hijos más que completaron mi felicidad. Con mucho trabajo y esfuerzo, y con la ayuda de todos mis hijos, logramos hacernos de nuestra tierrita que nos brindó estabilidad económica y ayudó para la educación de mis hijos. Todos nacieron superdotados con mi genoma heredado; sin embargo, enseñados por mí, ninguno destacó más allá de ser humanos brillantes, quienes no llamaron la atención de ninguna autoridad educativa, pero que tuvieron grandes logros personales. Sin planearlo, inicié una mutación humana que con el tiempo llevaría a la civilización a un futuro jamás soñado.
Casi sin darme cuenta se esfumaron los años; sin embargo nunca abandoné la ilusión de volver a mi pasado, así que con discreción construí un transmisor fotoisotrópico que envía señales de fotones a la velocidad de la luz, concentrados en un haz con dirección al quinto planeta del sistema planetario binario de las estrellas Alrahk y Balhatic en la galaxia de Andrómeda.
A mis ciento tres años he disfrutado la vida a plenitud y no me arrepiento de nada, Tengo todo lo que un humano puede desear: mis hijos, mi anciana esposa, una casucha humilde pero acogedora y mi bicicleta que me lleva a todas partes. Durante el día disfruto de los maravillosos paisajes campiranos y por las noches contemplo a las estrellas en espera de una pequeña nave exploradora que venga por mí.  
Fin