lunes, 26 de noviembre de 2018

El escritor


El escritor
José Pedro Sergio Valdés Barón
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Por fin escribí la última palabra de mi treceava novela antes de la llamada para comer, apagando mi traqueteada computadora salí al corredor, donde casi todos los residentes pasaban la mayor parte del día. Buscándola con la mirada pronto localicé sus bellos ojos azules que me respondían sonrientes, mientras permanecía sentada en su sillón junto a la puerta de su habitación. Saludando a los amigos que esperaban pacientes la hora de la comida, me acerqué a ella al mismo tiempo que con su rostro me dibujaba una interrogación, a la cual respondí afirmativamente moviendo la cabeza, y al acercar una silla junto a ella me preguntó:
            — ¿Qué vas hacer?
            —Supongo que lo intentaré por millonésima vez —le respondí con resignación sentándome a su lado — ¿Qué otra cosa puedo hacer?
            —No te desanimes ¿Qué tal si esta vez lo logras?
            Está bien, tienes razón no hay que perder las esperanzas — acepté optimista —, pero quisiera que la leyeras primero y me dieras tu opinión.
            — ¡Seguro! Hoy mismo en la tarde me pongo a leerla.
            En ese momento una de las asistentes nos informó que estaba lista la comida y ya podíamos pasar al comedor, algo que muchos esperaban oír y que no tardaron en levantarse para dirigirse al lugar comunitario, donde recibíamos nuestros sagrados alimentos tres veces al día. La comida no era abundante ni muy sabrosa, pero al menos era sana y nutritiva para nuestra edad. Ayudé a Esperanza a levantarse aunque no lo necesitaba, todavía era una mujer fuerte además de bella y se mantenía en buena condición física y mental, a diferencia de la mayoría de quienes residíamos ahí.
            Esperanza Aguirre era una viuda de cincuenta y tres años que había heredado la fortuna de su marido, sin embargo su único hijo se la había usurpado con engaños, para finalmente deshacerse de su madre recluyéndola en el hospital-asilo San Vicente de Mascota, Jalisco. Desde el día que llegó y nos conocimos nuestras almas congeniaron y nos volvimos muy unidos, solo por las noches nos separaba el cuarto de Julito, un simpático anciano que su familia había abandonado en San Vicente. En esa sección del asilo estaba el pasillo que rodeaba a un hermoso jardín lleno de frondosos árboles y bellas flores multicolores, con una fuente cantarina en el centro adornada con la estatua de dos ranas saltando y cerca un antiquísimo pozo redondeado con una barda de ladrillos enmohecidos y con un balde amarrado al arco que lo cruzaba. En el pasillo se encontraban las habitaciones individuales o de parejas que consistían en un pequeño cuarto con una o dos camas, un ropero y el bañito con regadera; el inquilino, si tenía recursos, podía incluir un radio o televisor, o como yo que había adaptado una mesita de trabajo con mi vieja computadora, donde me la pasaba gran parte del día excepto durante las comidas, mientras contemplaba las puestas de sol junto a Esperanza y los domingos que eran libres y nos permitían salir a pasear por el pueblo de Mascota.
            Yo era pensionado del gobierno y con la ayuda económica de mis dos hijos podía pagar mi estancia en el asilo, de esa manera no los molestaba y su carga no era demasiada. En verdad yo era feliz en ese retiro, estaba rodeado de personas similares a mí, tenía asistencia médica en caso de que fuera necesario, mi propio cuarto con las comodidades suficientes, en el cual mantenía mi indispensable medio para permanecer ocupado, lucido y creativo a través de mi afición por la escritura que, aunque seguía siendo improductiva después de veinte años, me permitía tener una razón para levantarme todas las mañanas. Y ahora, además, en la última etapa de mi vida, me enamoré de la mujer más bella que había conocido. Ella no lo sabía, como adolescente me cohibía para confesárselo, aunque era posible que lo intuyera como lo hacían nuestros amigos, enfermeras y asistentes voluntarias del asilo. De alguna manera temía que pudiera cambiar la hermosa amistad que disfrutábamos todos los días, desde la mañana durante el desayuno hasta la noche cuando nos despedíamos con un beso en la mejilla a la entrada de su habitación, después de haber caminado por la tarde entre los árboles y flores del jardín, o en el huerto recogiendo a veces alguna pera, manzana o granada caída en el suelo de tierra apisonada. La fruta la compartíamos durante el paseo antes de regresar a la estancia de convivio o al corredor de las habitaciones, donde conversábamos con los demás compañeros y las enfermeras que atendían a los viejos que requerían algún medicamento o que simplemente iban a checarnos la presión arterial de rutina. A Esperanza y a mi pronto nos aburrían las mismas pláticas de siempre sobre enfermedades, achaques y añejos recuerdos llenos de nostalgia deprimente. Nosotros al parecer éramos los únicos que hablábamos del futuro y de todas las cosas que todavía nos proponíamos hacer y, a pesar que aparentábamos no darnos cuenta, no había nada que no planeáramos hacerlo juntos.
            Por la noche después de la cena nos sentábamos en el corredor frente a la puerta de la habitación de ella y convivíamos con nuestros vecinos una vez más, especialmente con Julito que nos hacía reír con sus puntadas y jocosas anécdotas que repetía una y otra vez, pero que no dejaban de sacarnos una sonrisa al menos. Fue muy triste el día en que Julito nos abandonó, simplemente no despertó, y no obstante que en nuestro subconsciente siempre nos estaba rondando la amenaza de la cercana muerte que la mayoría nos negábamos aceptar y no nos acostumbrábamos a su sombra todavía, a todos nos consternó la noticia. Nadie pudo evitar unas lágrimas cuando las autoridades se llevaron el cuerpo de Julito, dispensado de la autopsia de ley, para ser enterrado en una fosa común una vez que ningún familiar, de los que pagaban su mensualidad, se presentó a reclamar el cadáver de un hombre que fue amado por todos los residentes y trabajadores del asilo San Vicente. La vida continuó en la estancia para mayores y Julito se convirtió en un grato recuerdo imborrable para los que lo conocimos en el asilo.
            En un solo día Esperanza leyó mi novela y al terminarla no quiso comentarme nada hasta después de la cena. Al terminar de cenar para poder estar solos esperamos a que la mayoría de nuestros vecinos estuvieran disfrutando una telenovela de moda en la estancia común antes de irse a dormir a sus cuartos, y hasta entonces nos fuimos a sentar al corredor frente a su habitación como siempre lo hacíamos.
            — ¡Vamos! Dime ya qué te pareció —pregunté ansioso.
            Mirándome con una enigmática sonrisa, después de un prolongado silencio me respondió:
            —No soy experta, pero… ¡Pienso que es excelente!
            — ¿De verdad no estás bromeando?
            —Sinceramente creo que es lo mejor que has escrito —me aseguró, sin dejar de mirarme con aquel brillo en sus ojos azules que me fascinaba.
            — ¡Bien! Entonces mañana la enviaré al concurso —dije entusiasmado.
            — ¡Ya verás que esta vez sí ganas el primer lugar! —lo afirmó sin dejar lugar a dudas.
            —Todo es posible, sin embargo es muy difícil —reconocí, tratando de ser realista—, no olvides que es un concurso importante donde participan muy buenos escritores —le hice ver —. Espero que en el mejor de los casos gane honestamente el mejor trabajo. Tú sabes cómo las editoriales manipulan muchos concursos de acuerdo a sus intereses. Como te he comentado el medio literario es muy complejo, y si no tienes recursos es casi imposible que una editorial se interese en tu trabajo si eres un escritor desconocido; los editores no corren riesgos invirtiendo dinero, ellos van sobre lo seguro sin importarles mucho si la obra es buena o mala.
            — ¡No! Esta vez el premio será tuyo, y eso hará que las editoriales se interesen en tu trabajo —sentenció sonriendo.
            Los domingos muy temprano, Esperanza y yo nos salíamos del asilo para asistir a misa en la Basílica de la Virgen de los Dolores, al salir de la misa desayunábamos en el restorán La casa de mi abuelita o la taquería El gordo. Más tarde acudíamos al templo inconcluso de La Preciosa Sangre donde casi siempre había eventos artísticos o culturales que disfrutábamos como jovenzuelos, o simplemente nos integrábamos entre sus ruinas embellecidas con jardines paradisíacos que parecían suspender el tiempo. Revitalizados con el magnífico entorno, regresábamos al centro de Mascota para satisfacer nuestro apetito en el Tapanco o en el Café Nápoles, algunos de los muchos lugares para comer que había en Mascota, un pueblo mágico con clima agradable para el deleite de los turistas nacionales e internacionales que lo visitaban durante todo el año. Para bajar la comida paseábamos por la plaza principal, donde no nos cansábamos de admirar su kiosco churrigueresco, permaneciendo sentados en una banca mientras nuestras almas gozaban viendo sumirse el sol por detrás de la única torre de la Basílica de la Virgen de los Dolores. Para dar término a los domingos gloriosos regresábamos al asilo San Vicente a platicar con los vecinos nuestras vivencias del día, antes de recluirnos en nuestros respectivos aposentos y después de haber cenado en el comedor comunitario. Hablar sobre lo que disfrutábamos cada día, era como si atesoráramos lo que tal vez ya no gozaríamos al día siguiente.
            De vez en cuando Víctor Manuel, hijo de Esperanza, se presentaba en San Vicente con el pretexto de ver cómo se encontraba su madre, pero en realidad iba a recabar la firma de ella que requería todavía en algunos negocios y transacciones. Una de esas veces Víctor Manuel se percató de la conexión que había entre su madre y yo, lo cual no le agradó. De alguna manera creyó amenazado el dominio que tenía sobre ella y temió que afectara la fortuna que ahora él poseía. Como buen manipulador deshonesto ocultó a su madre los celos que sentía por nuestra amistad, y por supuesto frente a su madre su comportamiento conmigo era de amabilidad mesurada, pero en las esporádicas ocasiones que nos quedábamos solos demostraba su aversión hacia mí. Primero con indirectas sobre mis intenciones de ir por el dinero de su madre, creyendo que yo no estaba enterado de la malversación que él hizo con la herencia de Esperanza. Siguió con amenazas veladas que se fueron convirtiendo en agresiones verbales y finalmente llegó el día en que ya no pude contenerme y le di una bofetada. Yo era viejo pero correoso y de pocas pulgas y me mantenía en buena condición física, al ver mi cara se contuvo ya sea porque pensó que se le caería su teatrito frente a su madre o porque en realidad lo intimidé, como fuera no volvió a meterse conmigo a pesar que no entendía el amor platónico que yo sentía por su madre. Me había esforzado en ser condescendiente para no causarle ningún problema a Esperanza, pero él rebasó mi límite de paciencia. Las visitas de Víctor Manuel se hicieron aún más esporádicas y mi relación con Esperanza no fue dañada, ella nunca se enteró de lo sucedido entre su hijo y yo.
            La tranquilidad del asilo San Vicente se alteraba con cierta frecuencia, durante las visitas familiares de algún viejo afortunado con parientes que aún los amaban, o que permanecían pendientes a la espera del inevitable fin de la agonía del ser querido, quien parecía negarse a partir de este mundo a pesar de las condiciones de deterioro físico y mental en que subsistíamos por la edad. Para la mayoría de los ancianos que residíamos en ese lugar, cada deceso de un compañero nos recordaba que podríamos ser el siguiente, y mientras tanto solo permanecíamos esperando nuestro turno con la incertidumbre de no saber cuándo llegaría este. Sin embargo para Esperanza y yo la vida nos sonreía, gracias al amor que nos profesábamos sin decirlo. Nos dolía la partida de algún amigo, pero la muerte nos parecía algo aún muy lejano en nuestras vidas.
            Se podía decir que todas las enfermeras y asistentes del asilo eran muy amables y condescendientes con los residentes de San Vicente, nos tenían mucha paciencia y algunas hasta se encariñaban con algunos ancianos a su cargo. En especial se esmeraban con los pacientes incapacitados o aquellos que ya no podían valerse por sí mismos, no obstante se las arreglaban para atendernos a todos de manera que sentíamos su apoyo, su estima y que éramos apreciados. Un día llegó a San Vicente una joven enfermera para hacer su servicio social, y muy pronto nos demostró que no estaba feliz con ello. Como suele suceder en un ambiente cerrado, de alguna manera alguien se enteró del aparente motivo y lo compartió con todos los residentes del asilo. Al parecer la joven enfermera llamada Alicia se había inscrito en un programa alemán, que estaba reclutando personal mexicano capacitado en el área de la salud, entre otras, para ser contratados en Alemania durante un año con un salario de mil quinientos euros mensuales, y con la opción de quedarse con el puesto después del año una vez demostrada su capacidad profesional y si el empleado lo deseaba. Para ser aceptados en el programa los aspirantes debían asistir durante tres meses a la embajada alemana para aprender el idioma y como principal requisito debían presentar su título académico, el cual la enfermera Alicia no obtendría hasta cumplir con el año de servicio social. Nos pareció obvia la razón por la cual se sentía frustrada, pero no justificaba que se desquitara con nosotros comportándose grosera, intolerante y poco profesional. Sus compañeras intentaron ayudarla y hacerla comprender la importancia de tratarnos bien por ser personas de la tercera edad y que pagábamos nuestra estancia en el asilo, sin embargo solo cambiaba por unos cuantos días para luego regresar a su mala actitud. Por desgracia esa mala actitud culminó en una fatal tragedia.
            La fecha de la publicación del resultado del concurso se aproximaba, y Esperanza y yo no podíamos ocultar nuestro nerviosismo, aunque por diferentes razones. Yo mantenía mis dudas, en cambio Esperanza estaba convencida de que mi obra sería la ganadora, por lo cual estaba ansiosa y no dejaba de animarme:
            — ¡Tranquilo! Ya verás que todo va a salir bien
            — Es que la espera me pone nervioso —le aclaré—, el resultado es lo de menos, ya estoy acostumbrado al fracaso.
            — ¿Por qué tienes que esperar lo peor? —. Me preguntó, con esa su mirada tan dulce que hacía más brillante el azul de sus ojos.
            — Porque llevo más de veinte años intentando publicar mi trabajo, aunque debo reconocer que mis primeras novelas estaban mal escritas y con un estilo mediocre, pero he leído novelas bastante malas publicadas por editoriales de renombre y que aun así se venden en las librerías. Claro que la mayoría, por no decir todas, fueron publicadas con los recursos del autor o debido a que el supuesto escritor era ya un personaje famoso del espectáculo o la política. Con recursos el escritor puede ayudarse con los correctores de estilo para mejorar sus obras, pero para mí están fuera de mi alcance, y a pesar de que yo mismo corrijo mi trabajo una y otra vez, llega un momento en que estoy tan saturado que ya no reconozco mis errores, por esa razón ahora es tan importante tu opinión que, sin ser correctora de estilo, eres culta y has leído a muchos autores famosos por lo que es considerable tu comentario.
            —Sin parecer petulante, creo que tu novela no le pide nada a los libros de escritores populares contemporáneos. Ten paciencia y espera lo mejor.
            — ¡Bueno! Solo pido que este concurso no haya estado amañado.
            Ya se habían presentado casos en que la enfermera Alicia por su desinterés en el trabajo se equivocaba en la administración de medicamentos con algunos pacientes, pero por fortuna no habían tenido repercusiones graves, hasta que el destino quiso señalarnos a nosotros como sus víctimas sin remedio. Todo se inició cuando Esperanza contrajo un fuerte resfriado que la postró en cama por varios días, tenía fiebre, tos y no podía respirar sin que le doliera el pecho. Ese aciago día, al conciliar Esperanza un sueño intranquilo por la tarde, aproveché para ir a mi cuarto a prender mi computadora y conocer si ya había alguna noticia del mentado concurso. Al entrar a mi cuarto vi en la mesita de trabajo un sobre con el logo del concurso que alguna asistente me había dejado, y no pude evitar que me sudaran las manos al tomarlo. Lo único que pensé en ese momento fue en ir de inmediato con Esperanza y juntos me diera el valor para abrir el sobre.
            Lo que menos me esperaba, al entrar al cuarto, fue ver a Esperanza arqueándose por el vómito apoyada en la enfermera Alicia. En cuestión de segundos se le enrojeció la piel y se le comenzó a inflamar la cara y las manos; con la angustia reflejada en su rostro tenía dificultad para respirar y conforme se le inflamaba la lengua se le dificultaba más articular las palabras, finalmente perdió el sentido en mis brazos.
            — ¡Rápido llame al doctor Cervantes y a una ambulancia! —le grité a la enfermera Alicia que se mantenía pasmada, y hasta entonces reaccionó para salir corriendo por ayuda.
            No sabía qué hacer, solo me mantuve abrazándola esperando la asistencia médica, pero yo sentía que se le estaba escapando la vida a mi amada. Cuando llegó el doctor Cervantes de inmediato le aplicó una inyección de epinefrina, pero por desgracia Esperanza ya había entrado en coma por shock anafiláctico. Al llegar la ambulancia fue trasladada al hospital de Salubridad permitiéndome acompañarla junto con el doctor Cervantes. En el hospital los médicos hicieron todo lo posible por salvar a Esperanza, pero todo fue inútil, y de salir del coma era muy probable que tuviera importante daño cerebral. Por lo pronto la mantenían con vida mediante un equipo de soporte vital hasta que se presentara algún familiar y decidiera qué hacer con la paciente, lo cual no debería prolongarse por más de un semana.
            Víctor Manuel se presentó tres días más tarde, para entonces el diagnóstico médico de su madre era muerte cerebral irreversible, solo faltaba su autorización para desconectarla de los aparatos que la mantenían respirando. El shock anafiláctico se debió a la estupidez de la enfermera Alicia que le administró una inyección de penicilina y que por su frustración no se fijó en el expediente de Esperanza, donde se indicaba que era alérgica a la mayoría de los antibióticos. Víctor Manuel me permitió estar presente cuando los médicos desconectaron a su madre de los aparatos que la mantenían con vida artificial, para al fin dejarla partir con dignidad a un mejor mundo. Durante los minutos que siguió respirando por si misma antes de expirar con un prolongado suspiro, yo pensaba que, aunque se me partiera el alma, prefería que me abandonara antes de verla sobrevivir sufriendo una discapacidad mental.
            No me salí de la sala de enfermos terminales, me quedé un buen rato contemplando a mi amada después que salieron Víctor Manuel y el personal médico. Con el corazón destrozado y con lágrimas en los ojos saqué de mi bolsillo el sobre doblado del concurso, y sin abrirlo lo puse en la mano de Esperanza que el toque de la muerte comenzaba a enfriar.
Ya nada me importaba.
Fin

martes, 6 de noviembre de 2018

El alien


El alien
José Pedro Sergio Valdés Barón

Comencé a darme cuenta de que algo no andaba bien conmigo a los ocho años de edad, tenía sueños raros y hacía cosas diferentes a las que hacían lo niños de mi edad. Mis padres me tranquilizaban asegurándome que era algo normal a mi edad y yo les creí al principio; sin embargo, las imágenes que venían a mi mente cada vez eran más reales y se comenzaron a presentar a cualquier hora del día. A mis padres dejé de comentarles mis visiones porque no me creían y, además, no deseaba preocuparlos haciéndolos pensar que tenía una enfermedad mental; no obstante, el hecho de sentirme diferente me hizo ser serio y retraído aislándome de mis amigos y compañeros de la escuela. Por un tiempo yo mismo pensé que estaba enfermo y me esforcé por encontrar las respuestas que atormentaban mi cerebro, lo cual me impulsó a sumergirme mucho tiempo en Internet y bibliotecas públicas, sin encontrar nada relevante que explicara lo que me estaba sucediendo. Sin embargo, a los diez años de edad completé el cuadro en mi mente, con algunas lagunas, de quien era en realidad, y aunque podía sustentar mi historia con mis facultades físicas y mentales, no me pareció adecuado ni sensato compartirla con alguien de mi entorno sin que le pareciera un fenómeno adolecente, ni tampoco deseaba hacerles sentir lástima a mis amigos y familiares, y mucho menos mostrarme ante las autoridades científicas para quienes solo sería un conejillo de indias.
A mi corta edad debí de aceptar que tenía un grave problema, ahora sabía con certeza que no pertenecía a ese lugar, ni tampoco podía regresar al mío, y de hacerlo, ahí sería imposible ocultar mi rareza. Mi dilema parecía no tener solución, o me adaptaba totalmente al medio donde transcurría mi vida olvidándome de quién era o me concentraba en buscar la poco probable manera de regresar a donde pertenecía; para mí mala fortuna en ninguna de las dos opciones mi felicidad sería completa.
En mi mente ya no eran solo visiones e imágenes surrealistas, todo se había convertido en un nítido recuerdo de mi pasado, vivencias reales de lo que me había sucedido en mi otra vida. Todo se inició cuando una improbable coincidencia hizo que un micro meteorito masivo se impactara en la nave exploradora VBS-14232 de la Unión Intergaláctica y dañara el programa orbital diseñado para el tercer planeta del sistema solar tipo- G en la galaxia Vía Láctea, provocando que la nave se impactara con el planeta. De los seis tripulantes que nos encontrábamos en las cámaras de hibernación fallecieron cinco y solo sobreviví yo, aunque quedé muy malherido y debí de aceptar que no viviría más de veinticuatro horas tiempo del planeta tierra. Entonces se me ocurrió transferir toda la valiosa información que contenía mi cerebro en algún humanoide nativo del planeta y así conservar mis conocimientos en un ser pensante, quien con el tiempo pudiera cambiar al mundo aunque su civilización estuviera retrasada miles de años. Con mucho esfuerzo logré llegar a un poblado, caminando en la oscuridad de la noche por un terreno que me era desconocido. Con mis últimas fuerzas busqué entre el caserío al humano que más conviniera para mis fines, al mismo tiempo que controlaba con mi mente a los perros que ladrando trataban de agredirme. Cuando estaba a punto de darme por vencido vi una luz al fondo de una callejuela y hacía allí me dirigí. En la vivienda estaba una pareja de humanos de género diferente, y con mi mente pude entender que discutían sobre un objeto que habían visto caer del cielo. Después de un tiempo en que me sentí desfallecer, finalmente apagaron la luz y se recostaron para lo que interpreté como quedarse en modo de suspensión. Incrementando su estado de sopor con mi mente me introduje en la habitación para observarlos más de cerca y seleccionar al humano más adecuado. Mi esfuerzo me recompensó, porque al parecer la fémina humanoide estaba iniciando una gestación y, aunque no era el más conveniente espécimen, podría utilizar el embrión de no más de dos semanas para transferirle mi psiquis. La extraordinaria circunstancia me permitió introducir con telequinesis mi genoma prime en el útero de la mujer humana, para que se integrara al embrión y así, al término de la gestación, su apariencia pareciera normal para los de su especie, pero con mi genoma prime conservaría desapercibidas muchas características mías y toda la valiosa información cultural y tecnológica de mi civilización.
Antes de morir, repasé lo que debía de hacer. Había desintegrado todo vestigio de la nave, incluyendo los organismos de mis hermanos, dejando solo un hoyo carbonizado que podría semejar el impacto de un gran meteoro, del que al parecer muy pocos humanoides se dieron cuenta de su caída. Finalmente fue mi turno y satisfecho comencé mi desintegración hasta desaparecer por completo, pero dejando mi legado en un pequeño embrión de un ser humano, de la extraña especie que habitaba en el tercer planeta del sistema solar en la periferia de la Vía Láctea. 
Así llegué a este mundo en medio de una humilde familia, en un poblado campirano de solo trescientas casuchas de adobe la mayoría. Fui el mayor de tres hermanos y una hermana, siendo el de menor estatura y el más delgado de los cuatro, aunque un tanto cabezón. Sin embargo en la escuela me destaqué por ser el más inteligente de todos los alumnos y los tres maestros comunitarios, lo cual llevó a mi maestra Eduviges a intentar convencer a mis padres de que era imperativo inscribirme en una escuela especial para niños superdotados, lo cual fue imposible para mis padres dada la precaria situación económica de mi familia. La maestra Eduviges no se dio por vencida y logró que toda la comunidad de Gualeguas cooperara para mandarme al instituto especializado más cercano en la ciudad de Guadalajara; para entonces yo ya estaba consciente de mi verdadera identidad y, en verdad, la escuela primaria y la vida de campesino me resultaba demasiado aburrida, así que pensé que me haría bien un cambio y tal vez me sirviera de algo.
Dejé tristes a mis padres, a mis hermanos y con algunas lágrimas a mi madre y a mi hermana, y con la maestra Eduviges tomé camino rumbo a la ciudad de Guadalajara en un camión de segunda. No obstante que en mi otra vida había viajado desde otra galaxia, como niño humano era la primera vez que salía de Gualeguas. La nueva experiencia fue muy interesante, me impactaron los poblados que cruzaba la carretera, y los paisajes eran tan asombrosamente rebosantes de vida que opacaban las vistas de modernidad fría y oscura de mí otro mundo. Guadalajara resultó ser una ciudad grande en comparación con Gualeguas, sin embargo si la equiparamos con las tres ciudades de mi planeta Mirashic, que cubrían casi la totalidad de su superficie diez veces más grande que la tierra con solo vestigios de antiquísimos mares, era poco más que un punto en esa inmensidad. La primera noche la pasamos con familiares de la profesora que se portaron muy amables conmigo, y al día siguiente la profesora y yo nos presentamos en el Instituto Académico Especializado, para tramitar mi ingreso como lo habíamos solicitado desde Gualeguas. Tal como lo temía, durante tres días estuve resolviendo pruebas y asistido a entrevistas con psicólogos y profesores especializados, hasta que finalmente fui admitido como interno en el Instituto con una beca completa. Al despedirme de la maestra Eduviges sabía que mi vida había dado un giro por completo, mi infancia tranquila quedó atrás y mi futuro me daría la oportunidad de convertirme en el humanoide que en realidad era, aunque físicamente mi apariencia siguiera siendo normal en ese planeta.
El principio en la Academia fue difícil porque me sentía como un bicho raro, pero paulatinamente mis compañeros también especiales me ayudaron a irme adaptando al ambiente sofisticado y a las rutinas estrictas del Instituto. El grupo de alumnos superdotados era pequeño, solo éramos siete hombres adolescentes y cuatro mujeres, y todos teníamos cualidades especiales, aunque muy pronto los superé a todos llamando la atención de psicólogos y maestros, quienes no encontraban una explicación razonable para lo que vislumbraban en mi mente y que nunca permití que profundizarán más allá de lo que me convenía. Durante las breves vacaciones que teníamos al año iba a mi terruño a disfrutar de mi familia y a convivir con la pequeña comunidad de Gualeguas durante la celebraciones Navideñas, y en una ocasión, deseando ayudarlos para salir de la pobreza, le entregué al Mayordomo del poblado una fórmula agrícola que había desarrollado en los laboratorios de la Academia; la formula era un abono líquido que se debía verter en los pozos acuíferos para irrigación una vez al año, y que al diseminarse en la tierra la convertía en la más fértil de la que se tuviese memoria, lo cual le permitiría a la comunidad de Gualeguas tener cosechas ricas y abundantes, permitiendo el progreso deseado para todos y principalmente el de mi familia. Unos dos años después el poblado de Gualeguas comenzó a cambiar, sus residentes reconstruyeron sus casas y por todos lados se veían grandes camionetas y pick-up Tornado, Silverado o Ram. Mis padres no se conformaron y construyeron una nueva casa, compraron vacas lecheras, un tractor y mis hermanos asistieron a escuelas privadas de Jalisco.
Las autoridades de la Secretaría de Agricultura y Ganadería no salían de su asombro por las abundantes cosechas en el ejido de Gualeguas y envió inspectores para investigar a qué se debía el raro fenómeno, especialmente en una época particularmente poco lluviosa. Los inspectores lograron descubrir que un joven de la comunidad les había entregado un abono agrícola para aplicarlo en sus tierras ejidales, teniendo los increíbles resultados que beneficiaron a todos los habitantes de Gualeguas. Intrigados los jefes de SAGARPA ordenaron una investigación a fondo que los llevó hasta mí, y que provocó los eventos que más tarde afectarían mi vida para siempre, haciéndose realidad lo que más temía. Cuando me entrevistaron los expertos técnicos de SAGARPA quedaron maravillados con la fórmula de abono para tierras agrícolas que había inventado, y de inmediato se dieron cuenta de que significaba asegurar el alimento para toda la población, no solo del país, sino del mundo entero y, por supuesto, que era una excelente oportunidad para hacer un gran negocio para los líderes del corrupto gobierno mexicano. Anticipándome a ello, en la revista internacional de Ciencias Agrícolas publiqué la fórmula de mi abono líquido, con el objetivo de que cualquier empresa o país en el planeta pudiera copiarla sin ningún requisito y utilizarla en beneficio de la población mundial, propiciando así que su costo se mantuviera al alcance de cualquier economía.
Por un momento pensé que no habría consecuencias, sin embargo de alguna manera lograron convencer a mis padres para que permitieran que fuera trasladado a un centro especializado de niños superdotados en Pasadena, California, EUA para recibir la educación que requería mi capacidad intelectual. En realidad no fue sorpresa que me internaran en el Specialized Center for gifted children, pero si me llamó la atención la discriminación de que fui objeto por parte de los niños genios con los que conviviría; todos ellos eran americanos güeritos y yo un prietito campesino mexicano. Sin embargo no tardaron en darse cuenta de que mi inteligencia era muy superior a la de ellos y sin mayor problema aceptaron mi superioridad psíquica aceptándome en su grupo de superdotados. Esta circunstancia influyó para que los responsables del Center me dieran un trato especial, y me aislaran para evitar cualquier tipo de contaminación o influencia que pudiera alterar sus investigaciones sobre mi capacidad mental que, en verdad, los tenía intrigados. Si en la Academia me sentí prisionero, en el Specialized Center solo era un objeto de investigación, un simple ratón de laboratorio al cual sometían a todo tipo de pruebas físicas y psicológicas. Enclaustrado, muchas veces pensé en escaparme utilizando mi poder de telequinesis o psicoquinesia, pero el temor de hacer daño a alguna de las enfermeras o vigilantes me detenía, sin contar que todo el tiempo me mantenían vigilado sin ninguna privacidad. Así transcurrieron los meses y los años, con solo algunas ocasiones en que convivía con los otros niños superdotados y dos o tres veces que me permitieron ver a mis padres, quienes hacían hasta lo imposible para sacarme de ahí sin éxito alguno. La prisión se hacía más llevadera cuando la doctora Elizabeth MacGregor me entrevistaba, ella era una psicóloga especializada en el comportamiento humano, quien me analizaba y me ponía pruebas en diferentes medios ambientales y circunstancias. La doctora Elizabeth no solo era bella sino también muy inteligente, permitiendo que entabláramos un estrecho enlace suficiente para que en algún momento intuyera parte de la verdad de lo que yo era en realidad. La clave fue cuando finalmente, después de años de estudiarme, los biólogos descubrieron en mi ADN un gen que no era normal, y que después de estudiarlo exhaustivamente concluyeron que era el responsable de que yo fuera diferente, pero no les aclaraba ni les decía nada; para los científicos fue un enigma más sin resolver y mis padres no les esclarecieron nada, el meticuloso estudio al que sometieron a todos los miembros de mi familia resultó que eran completamente normales y con una inteligencia promedio. Sin embargo, para la doctora Elizabeth le sugirió que yo tenía alguna clase de relación fuera de este mundo y así me lo hizo saber.
A mis dieciocho años ya había perdido gran parte de mi vida siendo un bicho raro de laboratorio y sin mucha experiencia en relaciones humanas; sin embargo, Elizabeth me inspiraba entendimiento, cariño y mucha confianza, así que no le mentí y le confesé toda la verdad. Si en algún momento dudé que me creyera estaba equivocado, ella no solo me creyó sino que se compadeció de mí y sin más se propuso ayudarme. Lo primero que hizo fue ubicarme, haciéndome entender que en efecto yo pertenecía a dos mundos, pero uno era el pasado que debía dejarlo ir y el otro era el presente el cual debía de aceptar para ser feliz, aunque era cierto que tenía que buscar y luchar por un mejor futuro al que a la fecha estaba sufriendo. En ese punto era donde ella podría ayudarme encontrando la forma para sacarme de ese enclaustramiento que me ahogaba y me atormentaba. Así lo hizo y en unos cuantos días teníamos un sencillo plan para que pudiera escapar de ese infierno.
Faltaban cinco minutos para que sonara el timbre avisando que se apagarían las luces en el dormitorio, y conforme se restaban los segundos lentamente yo me iba poniendo más nervioso acumulando las dudas. Al sonar el timbre y apagarse las luces, Elizabeth irrumpió en el centro de control de las instalaciones y distrajo por un momento a los vigías de los monitores, tiempo suficiente para que yo acomodara las almohadas para simular mi cuerpo dormido en la cama, y usando la telequinesis accioné la chapa magnética para abrir la puerta de la habitación. Abriendo las cerraduras magnéticas de las puertas, como sombra me desplacé por los corredores desiertos a esa hora, crucé los laboratorios donde todavía había personal trabajando en algunos cubículos, en seguida pasé por las oficinas para finalmente salir al estacionamiento de directores sin ningún contratiempo. Ahí me estaba esperando ya Elizabeth en su camioneta, al vernos nos sonreímos y con toda calma nos dirigimos a la salida. Pocas veces había utilizado la psicoquinesia para influir en la mente de humanos porque temía hacer daño a la persona, pero ahora no tenía opción y al llegar a las casetas de acceso al complejo del Specialized Center, influí en los oficiales de guardia para dar por hecha la revisión de la camioneta de la doctora McGregor sin ninguna anormalidad. Poco nos duró el gusto, al acceder a la autopista interstate 210 nos percatamos que dos camionetas negras se nos venían encima sonando sus sirenas, de alguna manera notaron mi ausencia y de inmediato se fueron tras de nosotros. Elizabeth resultó ser una excelente conductora y rebasando vehículos volamos por la autopista, aunque dos o tres veces tuve que utilizar la telequinesis para evitar una colisión. Con un brusco cambio de dirección, Elizabeth logró tomar una salida de la autopista, pero la camioneta más cercana que nos perseguía no pudo hacerlo y se impactó contra el muro de contención, explotando como una bola de fuego que iluminó la noche varios kilómetros a la redonda. La afortunada maniobra de Elizabeth permitió deshacernos de nuestros perseguidores, porque al transitar por la avenida Lincoln no vimos a nadie que nos siguiera. En ese punto decidimos cambiar de planes y tomamos la dirección contraria, nos pareció lo más probable que los agentes de Seguridad Nacional pensaran que nos dirigiríamos hacia los Ángeles, en cambio nosotros iríamos hacia el este por la autopista 15. Sin embargo las fuerzas de Seguridad Nacional se estaban moviendo muy rápido cubriendo todas las salidas posibles y al llegar a Temecula nos topamos con una barricada de revisión. Nuevamente tuve que emplear mis poderes mentales para que los agentes y policías nos autorizaran pasar sin ningún impedimento. Ingresando a la carretera 79 llegamos a Pine Valley, donde cargamos gasolina y en la cafetería comimos un sándwich y bebimos café para seguir adelante. Continuamos por la Buckman Springs Rd. hasta la carretera 94, allí dimos vuelta otra vez hacia el oeste para llegar a la frontera con la ciudad mexicana de Tecate. En esa pintoresca ciudad debí despedirme con gran tristeza de mi salvadora y amiga; tomándola de la mano besé su mejilla y le pregunté si estaría bien, ella me respondió que no me preocupara, estaba segura de que los directores de la National Security de los EUA no dudarían de que había sido víctima de mi poder mental, que la había inducido para hacer todo lo que yo le ordenaba sin siquiera poder recordar. Al verla alejarse en su camioneta se me encogió el corazón, pero sabía que ella tendría una gran vida y yo debería continuar con la mía.
Sentí temor al quedarme solo por primera vez en mi vida y en un lugar desconocido, pero era mi única opción, debía cruzar la frontera para ingresar a mi país; Elizabeth no lo había hecho conmigo para no dejar rastro de hacia dónde me dirigía y ahora yo tendría que hacerlo sin su ayuda. Un tanto nervioso me preparé para pasar por el corredor de la caseta americana, pero ni siquiera voltearon a verme los guardias, al parecer la National Security estaba enfocada a vigilar la entrada de personas a los EUA y no su salida; más confiado crucé por la garita mexicana, solo para que el único guardia que había me mirara de reojo mientras bostezaba.
Con el dinero que me había facilitado Elizabeth era más que suficiente para viajar por la ruta que habíamos planeado, y en la central de autobuses de la ciudad de Tecate abordé un autobús de primera que me llevó hasta Santa Ana, de allí transbordé a otro autobús que me regresó a la frontera de Agua Prieta, para finalmente subirme al camión que me dejó, después de horas interminables de tormento, en Fresnillo, Zacatecas, donde esperaba pasar algún tiempo no muy lejos de mi familia, la cual sin duda estaría siendo vigilada por elementos mexicanos en contubernio con la National Security de los EUA.
En la hermosa ciudad de Fresnillo encontré trabajo de peón en la hacienda Morales y ahí conocí a mi primera esposa Rosario, con quien tuve tres hijos. Al morir ella me trasladé con mis hijos al estado de San Luis Potosí en el cual requerían campesinos para trabajar en un ejido cercano a Ciudad Valles. Por fin la vida me sonreía y aceptando mí presente como me lo había señalado la inolvidable Elizabeth MacGregor, encontré la paz y tranquilidad en una vida sencilla y de muy bajo perfil, para no volver a ser para nadie un mono de experimentación. En ese maravilloso entorno campirano me enamoré dos veces más, con Eulalia tuve cuatro hijos, antes de que me abandonara con el líder ejidatario, y con Emilia procreé cinco hijos más que completaron mi felicidad. Con mucho trabajo y esfuerzo, y con la ayuda de todos mis hijos, logramos hacernos de nuestra tierrita que nos brindó estabilidad económica y ayudó para la educación de mis hijos. Todos nacieron superdotados con mi genoma heredado; sin embargo, enseñados por mí, ninguno destacó más allá de ser humanos brillantes, quienes no llamaron la atención de ninguna autoridad educativa, pero que tuvieron grandes logros personales. Sin planearlo, inicié una mutación humana que con el tiempo llevaría a la civilización a un futuro jamás soñado.
Casi sin darme cuenta se esfumaron los años; sin embargo nunca abandoné la ilusión de volver a mi pasado, así que con discreción construí un transmisor fotoisotrópico que envía señales de fotones a la velocidad de la luz, concentrados en un haz con dirección al quinto planeta del sistema planetario binario de las estrellas Alrahk y Balhatic en la galaxia de Andrómeda.
A mis ciento tres años he disfrutado la vida a plenitud y no me arrepiento de nada, Tengo todo lo que un humano puede desear: mis hijos, mi anciana esposa, una casucha humilde pero acogedora y mi bicicleta que me lleva a todas partes. Durante el día disfruto de los maravillosos paisajes campiranos y por las noches contemplo a las estrellas en espera de una pequeña nave exploradora que venga por mí.  
Fin      

jueves, 18 de octubre de 2018

Hormigas 2


HORMIGAS 2
(El regreso)
José Pedro Sergio Valdés Barón
*
Por fin ya estaba cerca la terminal de autobuses, se dio cuenta al reconocer las poblaciones que cruzaba por la carretera y era cuestión de minutos para que estuviera en su casa. Había estado fuera por casi tres meses y esperaba que todo estuviera bien, aunque sabía que iba a encontrar polvo hasta dentro del refrigerador, su marido no era devoto del trabajo en el hogar y estaba acostumbrado a que toda la limpieza ella la hiciera.
La primera sorpresa fue que su esposo no la esperara para llevarla a su hogar como siempre lo hacía. Después de un rato se cansó de aguardarlo y tomó un taxi, pero al llegar a su hogar fue sorprendida una vez más, la camioneta estaba sucia con una llanta desinflada y la cochera llena de tierra como si en semanas no se hubiera barrido. Al entrar a la casa se topó con su marido, quien la recibió fríamente disculpándose por no haber ido por ella debido a la llanta ponchada del vehículo. Iba preparada para encontrar la casa un tanto sucia, pero nunca imaginó que su esposo pareciera no haberse bañado desde que ella se fue. Espantada le preguntó: « ¿Qué te pasó, qué tienes?» Él le explicó que había estado enfermo y no se sentía bien. En seguida ella quiso saber si había ido al médico, a lo cual él respondió que no. Mientras deshacía maletas trató de convencerlo para ir con el doctor, pero él se negó rotundamente asegurándole que estaría bien, solo era cuestión de descansar y comer bien, lo cual haría ahora que ella ya estaba en casa.
Por alguna razón las cosas no se normalizaron, aunque ella pareció no darse cuenta, concentrándose en el mucho quehacer para recuperar el aspecto que la casa tenía antes de su viaje. Sin embargo, le molestó bastante que su esposo decidiera dormir en el sofá-cama de la habitación que utilizaba como oficina, con el pretexto de no querer incomodarla con los ruidos y olores producidos por su enfermedad. Esto motivó una fuerte discusión que duró varios días, ella insistía en que acudiera al médico y él se opuso hasta llegar a los gritos con furia deprimida. Ella nunca lo había visto ponerse tan enojado, así que dejó de insistir y guardó silencio. No transcurrió mucho tiempo para que ella se alarmara, al darse cuenta que los ojos de él no tenían brillo, parecían estar muertos, y cuando trataba de verlos él rehuía la mirada, para después evadir el contacto personal encerrándose en la habitación donde dormía. Únicamente aparecía para devorar toda la comida que ella le preparaba y de manera inexplicable no parecía engordarlo.
Llegó el momento en el cual ella ya no pudo ignorar que algo muy malo estaba pasando, y un día durante la comida se atrevió a preguntarle qué estaba sucediendo, él no parecía ser el mismo de antes. Dejando la comida que ahora acostumbraba llevársela a la boca con las manos, lanzó por los aires todo lo que había en la mesa y estuvo a punto de golpear a su esposa, solo una chispa de cordura lo disuadió.
Con su hija habló varias veces por teléfono, pero no le dijo nada para no preocuparla durante sus vacaciones que estaba disfrutando fuera del país. En su lugar habló con algunas amigas de su grupo de manualidades, a quienes les confesó la angustia que vivía en su casa con su marido. Después de discutirlo por un largo tiempo, llegaron a la conclusión que lo más probable era que él tuviera un romance, y estaba enojado con ella porque con su regreso se vio obligado a terminarlo o al menos reprimirlo. Al final todas concordaron que lo más sensato era guardar la calma y esperar a ver qué sucedía. Mientras tanto debía tener paciencia y continuar su vida como siempre lo hacía, dándole su espació al marido al menos hasta que se descubriera la verdad.
Por desgracia las cosas empeoraron y se hicieron cada vez más extrañas e inquietantes. Prácticamente él no le dirigía la palabra más que para pedirle comida constantemente, y el resto del tiempo permanecía encerrado en su cuarto. Ella comenzó a sentir miedo, cuando un día se dio cuenta que la puerta de la habitación donde dormía el marido estaba entreabierta y por curiosidad se atrevió asomarse. De pronto se quedó pasmada al contemplar el cuarto infestado con millones de hormigas, moviéndose como una oleada negra viviente que cubría muros y muebles, y bullendo sobre el cuerpo inerte de quien supuso era su marido. Ahogó el grito de terror que quiso salir de su garganta, y lo único que se le ocurrió fue salir corriendo fuera de la casa. Sin saber qué hacer, se dirigió al templo cercano, y por horas permaneció sentada frente al altar en un intento por explicarse lo que parecía no tener explicación. « ¿Qué demonios hacían tantas hormigas en el cuarto?» Se preguntó, y lo más importante: « ¿Se estaban comiendo a su marido?». No lo sabía, ella había huido como cobarde sin intentar prestarle ayuda « ¡Dios mío! —Se dijo—, ¿Qué está pasando?».
Al salir del templo se encaminó a la casa de su mejor amiga, y cuando ella abrió la puerta la abrazó y se soltó llorando en su hombro. Una vez desahogada le platicó lo sucedido, aunque ella misma dudaba que fuera cierto. Ante el alboroto, el esposo de la amiga trató de calmar a las dos mujeres, y al hacerlo les propuso acompañarlas hasta la mentada casa, donde podría estar muerto el marido, según la mujer, y lo increíble devorado por hormigas.
Todo parecía normal, excepto por la camioneta sucia y ahora con dos llantas ponchadas. Con cautela el hombre entró a la sala, para ser sorprendido por una sombra en la oscuridad que le peguntó: « ¿Quién demonios eres?». « ¡Calma! Solo somos unos vecinos que acompañamos a su esposa, porque pensó que usted había sufrido un accidente ¿Está bien?». En ese momento ella encendió la luz, y pudo ver a su esposo un poco demacrado, pero sin duda en buenas condiciones. « ¡Gracias, Dios mío, que estas bien! Creí que te estaban comiendo las hormigas: ¿Dónde están todos esos bichos?». « ¿De qué hablas mujer, cuáles bichos?» Respondió su esposo, y mirando a los vecinos les aclaró: « Regresó de su viaje un poco alterada por el estrés y cansancio, no se preocupen pronto estará bien, y gracias por acompañarla hasta aquí». Sin mucha cortesía los encaminó a la puerta, y dándoles las gracias una vez más, despidió a los vecinos.
De camino a su casa la mujer le comentó al marido: « ¡Algo malo está pasando ahí! Se me enchinó la piel de miedo; olía raro el lugar y ¿Viste cómo caminaba el hombre? parecía robot moviéndose muy lento». Con una mirada burlona le repuso a su esposa: « ¡No inventes vieja! ¿ya vas a comenzar con tus chismes? Callaron el resto del camino, pero cada quién se sumergió en turbadores pensamientos.
Al quedarse solos, ella buscó en todas las habitaciones sin encontrar una sola hormiga. Desconcertada y alarmada, preguntó una vez más al marido: « ¿Qué está pasando aquí?». Él la miró con sus ojos sin vida, y con una hueca voz le respondió amenazante: « ¡No debiste meterte donde no debías! ¡Ahora lárgate de mi cuarto!». Envuelta en llanto salió corriendo a su recamara y se encerró poniendo el seguro de la puerta, e inconscientemente encendió el televisor para tratar de calmarse y pensar con claridad, pero en su mente solo había confusión, terror, y la duda que crecía de haber perdido la cordura dándole vueltas en la cabeza, hasta que poco a poco la fue venciendo un sueño intranquilo y se quedó dormida.
El fuerte zumbido la despertó, y un olor nauseabundo le inundó la nariz; no sabía qué hora era, pero a juzgar por el ruido de le tele y la imagen de puntos blancos y negros en la pantalla era bastante tarde. En seguida se le erizaron los pelos de la nuca al escuchar que algo grande se arrastraba acercándose con lentitud a la recamara, y de su garganta salió un grito aterrador cuando un fuerte golpe casi derribó la puerta. Desesperada volteó a todos lados en busca de cualquier cosa con la que pudiera defenderse, pero no había nada. La puerta comenzó a resquebrajarse con los golpes cada vez más intensos, y por entre las rajaduras comenzaron a fluir amenazadoras hormigas negras azabache. En ese momento los  ojos de ella se posaron en el closet, y en la semioscuridad distinguió una botella de alcohol y unos cerillos que utilizaba para prender las veladoras de la Virgen. Simultáneamente ella se lanzó hacia el closet y la puerta voló en pedazos. Con la botella de alcohol y los cerillos en las manos ella volteó y se quedó petrificada, en el marco de la puerta destrozada estaba una hormiga gigantesca, sus antenas se movían hacia ella y sus enormes quijadas producían crujidos espeluznantes al abrirse y cerrarse. La monstruosa hormiga con lentitud se fue acercando, y entonces ella reconoció los ojos de quien fue su marido, lo cual la sacó de su marasmo y permitió que sacara fuerzas de la flaqueza. Destapando la botella de alcohol la vació sobre la enorme hormiga que comenzó a chirriar el espantoso zumbido, mientras intentaba agarrar con sus quijadas el cuerpo de ella para partirla a la mitad. Dos o tres veces logró esquivar las tenazas, y al fin pudo encender un cerillo que le lanzó al ente salido del infierno. Las flamas se esparcieron por el cuerpo de la aberración como si fueran impulsadas por un dios, y ante la mirada impávida de ella se fue consumiendo en medio de dolorosas contorsiones y el zumbido agonizante que fue disminuyendo, hasta que finalmente quedó en silencio.
La luz del sol del nuevo día la sorprendió sentada en la cama, permitiéndole contemplar un gran montón de hormigas calcinadas, que con la leve brisa entrando por la ventana se disipó como humo negro que se perdió en la nada.     
Fin

martes, 9 de octubre de 2018

Hormigas


HORMIGAS
José Pedro Sergio Valdés Barón
*
Creo que todo comenzó cuando mi esposa viajó a Ciudad Juárez para ayudar a nuestra nuera con mi nieto de dos años, durante los días que estuviera convaleciente después de dar a luz una nueva nieta. Antes de irse se quejó varias veces conmigo, que la casa estaba invadida de hormigas por todas partes, pero nunca lo hice consciente por estar ocupado en mis quehaceres cotidianos y no le puse atención.
Al principio fue solo una molestia, si dejaba restos de comida en la barra de la cocina o en los botes de basura y trastes sucios en el fregadero en un instante se llenaban de hormigas. Quién sabe de dónde salían, pero no tardaban en formar largas filas que iban y venían por el alimento, especialmente si eran deshechos azucarados o grasos. Recordé que mi esposa había insistido en tirar los desperdicios de comida en una bolsa de plástico, afuera en el patío. Eso hice, además de lavar los trastes y limpiar la cocina matando al mismo tiempo muchas hormigas, pero nunca imaginé que mi acción fuera el verdadero comienzo de mi pesadilla…Y algo más.
No pasó mucho tiempo para que al abrir la alacena la encontrara invadida de los insectos, las envolturas de panes, pastas y dulces de manera increíble las habían violado y solo las latas permanecían intactas. Enojado tiré todo al basurero y me fui a comprar el insecticida más potente que encontré, y al regresar rocié toda la cocina y las plantas del patio trasero de la casa. Era tanta la peste que me vi obligado a salirme a la calle e ir a comer a la cenaduría Coyoacán, para después meterme en un cine esperando que pasara el tiempo suficiente para que se disipara el olor a pesticida y cuando regresara a mi casa el aire fuera respirable. Al abrir la puerta de mi hogar el olor apenas se podía soportar, por lo cual decidí abrir ventanas y puertas, encendiendo todos los ventiladores para que se oreara y poder pasar la noche en mi cama. En la cocina no había ninguna señal de hormigas, y erróneamente creí que me había deshecho de ellas. Nunca pensé que muy pronto me arrepentiría de haberles declarado la guerra.
En los siguientes días no apareció ninguna hormiga y creí que todo había vuelto a la normalidad, pero luego comenzaron a salir algunas hormigas solitarias a las que identifique como exploradoras, las cuales mataba con mis manos. Sin embargo si olvidaba lavar los trastes o dejaba algún alimento en algún lado de inmediato se acumulaban los insectos, lo único que al parecer rehuían era al frio del refrigerador. Entonces comencé a notar algo increíble, cuando me veían u olían trataban huir antes que comenzara aplastarlas con mis manos y las exploradoras zigzagueaban rapidísimo para esconderse. Mientras las aniquilaba sentía que de alguna manera unas cuantas se subían a mi cuerpo y me mordían, produciéndome un dolor agudo como de un pequeño piquete. Lo siguiente en pasar, sin en realidad comprenderlo, fue que no habiendo hormigas a la vista las sentía corriendo por mis brazos y piernas. Primero pensé que eran únicamente mis nervios, pero comprobé que era cierto cuando logré atrapar algunas.
En una ocasión se lo comenté a mi hija, pero ella me contestó que en su casa también tenía una plaga, aconsejándome mantener limpia la cocina, y al platicarlo con mi esposa por teléfono se soltaba riendo y me tildó de loco. Siguiendo el consejo de mi hija me mantenía limpiando, no solo la cocina sino toda la casa. Cuando comenzaron aparecer las hormigas en mi recamara, oficina y el baño decidí que era hora de tomar una medida drástica y pedí auxilio a una empresa exterminadora de plagas. Al llegar a la casa para fumigar me preguntaron cuál era el problema, y después de explicarles lo sucedido me aseguraron que dejara de preocuparme, ellos se encargarían de aniquilar la plaga de insectos; aunque al decir esto disimularon una sonrisa burlona, como diciendo «A este tipo le falla el coco».
Efectivamente la fumigación funcionó, pero solo por casi un mes. Las hormigas regresaron más agresivas que nunca, no había lugar en la casa donde no estuvieran, y comenzaron aparecer grandes grupos de hormigas alrededor de los cadáveres de otros insectos, como cucarachas, grillos y hasta arañas, haciendo inútil toda limpieza. Harto me clavé en la computadora buscando una solución, y descubrí que mis enemigas eran monomorium mínimum originarias de Estados Unidos, principalmente del estado de California y los estados del Este. Al parecer nadie les había informado a los insectos que estaban muchos kilómetros al sur de su hábitat y no debían estar en mi casa. Conociendo más a las invasoras, probé toda clase de remedios caseros que encontré en Internet contra las plagas de hormigas caseras, pero tampoco funcionaron, con algunos disminuía la cantidad de insectos por unos días, pero regresaban cada vez más amenazantes. Comencé a encontrar lagartijas, aves y ratones cubiertos de los diminutos monstruos devorándolos; lo inverosímil fue cuando apareció el cuerpo de un pequeño perro comido a medias por las hormigas. No sé cómo lograron matarlo y arrastrarlo hasta dentro de la cochera de la casa, pero el hecho debió alertarme para huir de mi hogar, en lugar de hacerme el valiente y creer que podría contra ellas.
Al mismo tiempo comenzaron a suceder cosas extrañas. A pesar de ser invierno y por la noche enfriar bastante el exterior, dentro de la casa hacía un calor infernal subiendo el termómetro digital interior hasta 45º centígrados, obligándome a encender los aires acondicionados de todas las habitaciones en un intento para poder dormir. Al enfriarse la casa la invadía un olor penetrante, y se comenzaba a escuchar una especie de zumbido que oscilaba su intensidad sin poder precisar de dónde provenía, parecía venir de todas partes desde el interior de los muros.
Ese día transcurrió muy tranquilo, las hormigas no aparecieron por ningún lado dándome falsas esperanzas, pero por la tarde cuando me encontraba lavando los trastes, al prender la luz porque anochecía muy temprano, me quedé congelado al ver que todo parecía estar infestado de hormigas negras azabache, que como un manto viviente se movía en oleadas hacia mí. Ahora no había las que exploraban, en su lugar iban al frente las guerreras un poco más grandes que las obreras, pero con una enorme cabeza con aterradoras mandíbulas. La verdad no supe qué hacer, hasta cuando comenzaron a subirse por mis piernas expuestas por los shorts, y empecé a sentir las dolorosas mordidas que al contacto segregaban ácido fórmico. Como pude corrí hacia el baño y me metí bajo la regadera abriendo la llave del agua que salió bastante fresca, mientras al mismo tiempo mataba con mis manos todas las hormigas que podía. Después de un rato y al no sentirlas recorriendo mi cuerpo me atreví a prender la luz del baño. Aliviado no vi ninguna, ni siquiera los cuerpos de las que había matado, al parecer el agua las arrastró por la coladera, y solo quedaba como prueba de su presencia las muchas ronchas ardiendo en mi anatomía. Con cautela abrí la puerta del baño, y al no ver nada peligroso constaté que las hormigas se habían esfumado como si nunca estuvieron ahí. Confieso que sentí miedo y me propuse abandonar mi hogar al día siguiente e irme a refugiar a la casa de mi hija. Supongo que ese fue el peor error que pude cometer, porque debí irme de inmediato lejos de ahí, pero no lo hice por no parecer un cobarde, aunque esa misma noche sucedió lo inimaginable.
Encerrado en mi recamara mirando adormilado el televisor de improviso se fue la luz, aunque por la ventana vi que las luces en la casa de enfrente y del arbotante de la calle permanecían encendidas. Enseguida empecé a sentir que subía rápidamente la temperatura del cuarto y un aterrador zumbido aumentaba su intensidad; despierto por completo, de inmediato me levanté de la cama y agarrando ropa y toallas del closet tapé todas las rendijas de la puerta que pude, agazapándome sobre la cama con una revista enrollada como arma en la mano. En la oscuridad no podía distinguir a los insectos, pero sabía que habían entrado a la habitación y amenazantes se acercaban lentamente hacia mí. Traté de conservar la calma, pero el miedo se apoderó de mí impidiendo que pensara con claridad y emprendiera la huida, y cuando percibí que subían a la cama ya era muy tarde y no pasó mucho tiempo para que estuvieran sobre mí. Con furia tiré golpes contra ellas a diestra y siniestra, pero el dolor agudo de sus mordeduras era intenso y sentí que comenzaba a sangrar por las heridas, haciéndome soltar la revista y con las manos tratar de aplastarlas en mi cuerpo. Aterrorizado intenté salir corriendo de la casa, pero las piernas no me respondieron. El dolor, el cansancio y el terror nublaron mi mente y caí al piso, entonces con mis últimas fuerzas me arrastré hacia la sala en un desesperado intento por salir a la calle y mi salvación. Cerca a la puerta de la sala que da a la cochera no pude más y me rendí. En ese instante acepté que había sido vencido por unas diminutas hormigas.
Fin

martes, 21 de agosto de 2018

El reclamo


El reclamo
José Pedro Sergio Valdés Barón
*

Todavía era de madrugada cuando su madre los despertó para ir a trabajar al basurero municipal, él y sus dos hermanos mayores acompañaban todos los días a sus padres y solo su hermana adolecente se quedaba al cuidando de sus hermanitos pequeños de solo tres y dos años de edad.
Todas las mañanas salían de su casa hecha de adobe, láminas metálicas y de cartón, para caminar los diez minutos que los separaban del vertedero de basura municipal. Era importante llegar temprano al tiradero antes que los demás recogedores, porque así podían tener más oportunidades de recolectar la basura más cotizada, como eran los deshechos de aparatos domésticos, botellas, plásticos, metales y ropa vieja, aunque a veces se llevaban todo tipo de sorpresas, desde un valioso billete perdido hasta un feto humano abandonado. 
Benito y su familia ya estaban acostumbrados a los fétidos olores, a la suciedad y a convivir con la presencia de animales carroñeros, como ratas, zopilotes y perros famélicos; sin embargo cada vez era más difícil el trabajo, debido a que cada día estaban aumentando las personas que, abrumadas por la pobreza, se veían obligadas a recolectar basura como último recurso para sobrevivir, y la competencia se estaba convirtiendo en una feroz lucha de perros y gatos.
Su padre alcohólico con 51 años de edad y sin estudios ya no podía conseguir trabajo y sus hermanos apenas podían leer, sumar y restar operaciones sencillas y él no sabía nada, sin embargo se había propuesto aprender de cualquier manera y no cejaría en su empeño. Había oído que un grupo de personas intentaban ayudar a los hijos de los recolectores de basura, dándoles clases de primaria básica los sábados por la mañana en un baldío que estaban acondicionando con una carpa y bancas restauradas.  
Logró convencer a sus padres para que le dieran permiso de inscribirse en la escuela primaria provisional y fue de los primeros niños en hacerlo. El inicio de clases los sábados cambió felizmente su rutina, y aunque ese día seguía levantándose junto al resto de su familia, en lugar de acompañarlos al basurero se dirigía alegremente a la escuela improvisada, donde de inmediato destacó como un estudiante muy inteligente y dedicado. La maestra Virginia no tardó en encariñarse con Benito, despertándole el deseo de apoyar al niño en lo que pudiera.
Las damas del grupo humanitario El corazón de Guadalupe se habían dado a la tarea de ayudar a los niños de padres recolectores de basura, y a la maestra Virginia Buenrostro le asignaron dar clases los sábados por la mañana en la escuelita del Bordo de Xochiaca, el tiradero más grande de la cdmx y probablemente de toda Latinoamérica. La primera vez que llegó al Bordo quedo impresionada, no solo por su tamaño sino por los repugnantes olores que despedía la suciedad y los niños harapientos que deambulaban entre la basura junto a repulsivos animales. No se desmoralizó, por el contrario sintió una mayor necesidad de ayudar a esa gente y se convirtió en una de las personas que más se empeñaba para lograr una escuela provisional lo mejor posible, donde se impartieran los conocimientos básicos para que los niños tuvieran una mejor oportunidad de vida.
La maestra Virginia no tardó en darse cuenta que Benito era un niño especial, no solo por su brillante inteligencia, sino además a sus siete años era muy responsable y parecía una esponja sedienta absorbiendo todos los conocimientos posibles a su alcance. Cuando aprendió a leer devoraba los libros a pesar del poco tiempo que tenía libre entre semana y solo cuando su madre le ordenaba que se durmiera apagaba la vela que iluminaba su lectura. Un año después, Benito estaba más que listo para los estudios de secundaria, por desgracia sus padres no podían darse el lujo de enviarlo a la secundaria pública más cercana, no tenían manera de prescindir de él en el trabajo y mucho menos tenían dinero para comprar los libros y el uniforme que se requerían. Cuando Benito sin razón aparente se ausentó de clases durante varios días, la maestra Virginia temió que estuviera enfermo o le hubiera pasado algo, así que con la anuencia del grupo El corazón de Guadalupe un buen día la maestra Virginia se presentó en el vertedero en busca de Benito, pero no obstante creer que se había adaptado a los olores nauseabundos del lugar, estando tan cerca tuvo que taparse la nariz para soportarlos sin poder evitar las náuseas. Mientras buscaba a Benito sus ojos se humedecieron al observar a los niños que parecían nadar entre la basura, debido literalmente a que el suelo se sumía a sus pies al haberse ablandado por los gases tóxicos contenidos en la inmundicia. Para su fortuna, la maestra no tardó en encontrar a Benito y, aliviada al verlo bien, le gritó para que se acercara. El niño se asombró al ver a su maestra en medio del basurero llamándolo con insistencia, intrigado y pensando que algo andaba mal, tan rápido como se lo permitió la basura se acercó a la profesora Virginia, quien con una sonrisa en su bello rostro le explicó el motivo por el cual lo estaba buscando: como no sabía dónde vivía se le ocurrió ir al vertedero para localizarlo y averiguar por qué no se había presentado a clases. Benito, desplazando a su maestra lo más retirado del cúmulo de desperdicios, le aclaró que el motivo era que su hermano Salvador se había enfermado de una infección y permanecía en cama muy malo. Compadeciéndose del muchacho, la maestra le pidió que avisara a sus padres que la llevaría a su casa para ver qué podía hacer por su hermano enfermo. Transcurridos varios minutos regresó el niño acompañado de su madre, quien, después de las presentaciones, guió a la profesora hacia su humilde hogar en tanto Benito regresaba al trabajo.      
Salvador era un niño de unos diez u once años postrado en un desvencijado catre y cubierto a medias por una cobija despidiendo malos olores, la cual permitía apreciar un cuerpo esquelético y amarillento empapado en sudor por la alta fiebre. Chava, como le llamaban de cariño, se había cortado una mano con un vidrio en el basurero y sin los cuidados necesarios se le infectó. Como sus padres no tenían dinero para llevarlo con un médico y el Centro de Salud estaba muy retirado, solo pudieron conseguir agua oxigenada y merthiolate en la farmacia local con lo que intentaron curar la infección que se presentó más tarde. La maestra Virginia se preocupó al ver el brazo de Chava con un color azuloso y llagas supurando a pesar del emplaste de hierbas medicinales que le había aplicado un vecino, quien a veces fungía como curandero de la segregada comunidad, y se le partió el corazón al ver a la madre consolando a su hijo y tratando de bajarle la fiebre con trapos húmedos en la frente. Sin pensarlo más la maestra le aseguró a la madre que no se preocupara, y salió de la miserable vivienda en busca de su camioneta para llevar al niño a emergencias del Hospital de Salubridad del municipio de Netzahualcoyotl.
Con las relaciones de algunas damas del grupo humanitario el Corazón de Guadalupe, la maestra Virginia logró la admisión de Salvador en el hospital y que los médicos lo atendieran de inmediato, por desgracia no pudieron salvar la extremidad y debieron amputarla hasta la mitad del brazo; sin embargo, todos agradecieron a la Virgen de Guadalupe que Salvador conservara la vida, aunque probablemente sería muy dura para él en sus condiciones.
La maestra Virginia no se conformó y aprovechando el agradecimiento de los padres de Chava, los convenció para que permitieran a Benito estudiar la secundaria y mientras lo hacia ella se haría cargo del niño. Como esto representaba unas manos menos para el trabajo en el basurero, además de la obvia incapacidad de su hijo Salvador, la maestra les ofreció una despensa semanal que había autorizado el grupo humanitario Guadalupano. A partir de ese momento la vida de la familia Sánchez cambió por completo, ahora tendría la comida asegurada y el dinero que sacarán por su trabajo en el vertedero podrían utilizarlo para comprar un poco de ropita de segunda, mejorar su vivienda y tal vez hasta también pudiera estudiar Salvador siguiendo los pasos de su hermano Benito, quien se estaría labrando un mejor futuro para él y su familia con la ayuda de la maestra Virginia.
Para Benito salir de ciudad Netzahualcoyotl fue como transportarse a otro mundo, un lugar inimaginable donde al principio se intimidó, pero conforme la camioneta transitaba por las calles y avenidas, en tanto la maestra le respondía sus preguntas, su asombro fue creciendo hasta que quedó maravillado de la cdmx y se sintió feliz por lo que comenzaba a vivir. Su felicidad fue completa cuando fue bien recibido por el esposo de la maestra Virginia, un exitoso abogado de nombre Ramón Dehesa, y su hija Ana Laura, quien se acomidió para mostrarle al niño el hogar de la familia Dehesa Buenrostro, a la cual ahora él también pertenecería. Al mostrarle la habitación que sería de él, le explicó que antes había sido de su hermano fallecido en un asalto malogrado, resultado de la creciente violencia que imperaba en la cdmx y que parecía que nadie podía librarse de ella sin importar el nivel social, el lugar o la hora.
Ni soñando Benito se imaginó la vida que tenían otras familias, y aunque la de la maestra era de la clase media alta, su casa sin ser una mansión era bastante grande y estaba amueblada sin lujos pero muy acogedora, a todas luces muy diferente a la en que vivía su familia, haciéndolo sentir remordimientos con frecuencia cuando comparaba las carencias que seguían sufriendo sus seres queridos con todo lo que ahora él disfrutaba. Se consolaba pensando que si estudiaba lo suficiente podría tener un trabajo que le permitiera ayudar a su familia y sacarlos de la pobreza extrema en la cual vivían.
El joven Benito ingresó al Colegio Buckingham con una beca completa otorgada gracias a la maestra Virginia, quien impartía clases de primaria en la misma escuela. Su corta edad para la secundaria llamó la atención de alumnos y profesores, y más tarde se hizo popular como el estudiante más sobresaliente del colegio, haciendo sentir orgullosa a su familia y a la de la maestra Buenrostro. La dedicación de Benito solo se interrumpía los fines de semana, cuando los sábados se iba con la maestra al Bordo de Xochiaca. Ella a impartir clases a los niños pepenadores y él a convivir con su familia hasta el domingo por la tarde que lo recogía la profesora.
En poco más de un año Benito terminó la secundaria, y las pruebas wisc que le hicieron determinaron que su ci era de 155, sin duda la de un niño superdotado. Un hecho que la maestra Virginia intuyó cuando Benito fue su alumno y ahora le abría las puertas con una beca completa en la preparatoria y universidad que él eligiera. Benito prefirió el Colegio Simón Bolivar para estudiar la preparatoria, y unos meses después fue elegido para presentar una ponencia en el Tecnológico de Monterrey con el tema: La pobreza extrema en México. La exposición de Benito fue muy aclamada y tocó el corazón de todos los que la escucharon, motivando que pronto le llovieran invitaciones de varias universidades para que presentara su ponencia. No fue sorpresa que Benito fuera catalogado entre los diez niños más superdotados de México y fue seleccionado para exponer el agradecimiento en la ceremonia de la sep para galardonarlos, encabezada por el presidente de la República Eugenio Pérez Núñez y el secretario de educación pública Armando Félix Campos, entre otras celebridades de la educación y la política.
Cuando Benito Sánchez Cihtli subió al pódium todos guardaron silencio, incluyendo al presidente epn y al secretario de educación afc. La voz de Benito era grave y por el micrófono inundó a toda la concurrencia, y al no llevar nada escrito pudo encarar directamente a los ojos del presidente epn al iniciar su ponencia de agradecimiento:
            —Señor presidente Eugenio Pérez Núñez y autoridades presentes, mis compañeros y yo les agradecemos encarecidamente la distinción y la premiación que nos han hecho el honor de otorgarnos; sin embargo, hay muchas cosas que por desgracia no podemos agradecerle y que aprovecho la ocasión para solicitarle que nos aclare:
Señor presidente epn ¿cómo es posible que en un país como México, con más del sesenta por ciento viviendo en la pobreza, donde hay familias como la mía trabajando entre los desperdicios de un vertedero de basura para apenas sobrevivir, existan ciudadanos que estén compitiendo por estar entre los más ricos del mundo, como Carlo Salim? ¿O que la mayoría de los políticos con un puesto público amasen fortunas que son una ofensa para el pueblo? ¿O como usted señor presidente que ha incrementado su capital hasta ser considerado, no oficialmente, como uno de los cincuenta hombres más ricos de México; sin embargo, a pesar de mantener un bajo perfil de su riqueza, los mexicanos la hemos intuido con las mansiones que ha comprado su esposa, al verla con toda la familia dilapidando dinero en los lujosos Mall de eua, y más recientemente se le ha visto gozando la vida en la ciudad de Paris acompañada también de la familia, haciendo sospechar a la opinión pública la probabilidad de que esté buscando ahí mismo un palacio para cuando usted se autoexilie al terminar su gobierno, como medida de precaución en caso de presentarse algún reclamo social importante, estrategia que utilizaron con éxito algunos exmandatarios que le precedieron?
Benito hizo una pausa esperando la respuesta de epn. En medio de una tensión expectante el mandatario, visiblemente molesto, se inclinó sobre el micrófono que tenía enfrente en la mesa y comenzó hablar conteniendo apenas su enojo. Como casi siempre sucedía, epn no tardó en comenzar a desvariar y salir con sus acostumbrados “osos” que hicieron sonreír con burla a los presentes. Como estaba siendo repetitivo, Benito lo interrumpió con una nueva pregunta: ¿Tal vez sí pueda explicarnos la razón por la cual el gobierno de México no es capaz ni de sufragar una educación básica a las poblaciones marginadas, como sí lo hacen organizaciones no gubernamentales, en su mayoría extrajeras, o por qué en el sector salud hay tantas carencias, si supuestamente los gasolinazos diarios son para cubrir el déficit de Pemex y de esa manera no tener que afectar los presupuestos de esos sectores?
De pronto el sistema de sonido calló y comenzó a emitir un molesto zumbido que dio por terminado el vergonzoso espectáculo de epn y sus acompañantes. Alguien dio la orden para detener el reclamo público al gobierno que estaba haciendo un niño de solo nueve años de edad.
Al terminar la preparatoria, Benito decidió aceptar la beca de la Universidad de Columbia en New York para estudiar la carrera de Economía Internacional, y aunque su familia había prosperado con la ayuda de la maestra Virginia y el grupo humanitario El Corazón de Guadalupe, quienes ayudaron a sus padres para conseguir un trabajo modesto pero estable, y escuela a sus hermanos que felizmente dejaron de trabajar en el vertedero, al recibirse de economista aceptó un extraordinario trabajo en la ciudad Suiza de Lausanne junto al lago Lemán, donde la corrupción era mínima en comparación con México y todavía se podía pasear en las noches sin correr peligro de ser una víctima de la delincuencia; un lugar en el cual también existía la pobreza, sin embargo era tal que podría ser envidiada por la clase media mexicana. A ese país europeo emigró con toda su familia, y agradeciendo infinitamente a la Maestra Virginia y a todas las personas que le ayudaron, con el corazón partido les dijo adiós y jamás regresó a su amado México.

Fin
José Pedro Sergio Valdés Barón

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