El escritor
José Pedro Sergio Valdés Barón
*
Por fin escribí la última palabra de mi treceava novela
antes de la llamada para comer, apagando mi traqueteada computadora salí al
corredor, donde casi todos los residentes pasaban la mayor parte del día.
Buscándola con la mirada pronto localicé sus bellos ojos azules que me
respondían sonrientes, mientras permanecía sentada en su sillón junto a la
puerta de su habitación. Saludando a los amigos que esperaban pacientes la hora
de la comida, me acerqué a ella al mismo tiempo que con su rostro me dibujaba
una interrogación, a la cual respondí afirmativamente moviendo la cabeza, y al
acercar una silla junto a ella me preguntó:
—
¿Qué vas hacer?
—Supongo
que lo intentaré por millonésima vez —le respondí con resignación sentándome a
su lado — ¿Qué otra cosa puedo hacer?
—No
te desanimes ¿Qué tal si esta vez lo logras?
—Está
bien, tienes razón no hay que perder las esperanzas — acepté optimista —, pero
quisiera que la leyeras primero y me dieras tu opinión.
— ¡Seguro! Hoy mismo en la tarde me
pongo a leerla.
En
ese momento una de las asistentes nos informó que estaba lista la comida y ya
podíamos pasar al comedor, algo que muchos esperaban oír y que no tardaron en
levantarse para dirigirse al lugar comunitario, donde recibíamos nuestros
sagrados alimentos tres veces al día. La comida no era abundante ni muy
sabrosa, pero al menos era sana y nutritiva para nuestra edad. Ayudé a
Esperanza a levantarse aunque no lo necesitaba, todavía era una mujer fuerte
además de bella y se mantenía en buena condición física y mental, a diferencia
de la mayoría de quienes residíamos ahí.
Esperanza
Aguirre era una viuda de cincuenta y tres años que había heredado la fortuna de
su marido, sin embargo su único hijo se la había usurpado con engaños, para
finalmente deshacerse de su madre recluyéndola en el hospital-asilo San Vicente
de Mascota, Jalisco. Desde el día que llegó y nos conocimos nuestras almas
congeniaron y nos volvimos muy unidos, solo por las noches nos separaba el
cuarto de Julito, un simpático
anciano que su familia había abandonado en San Vicente. En esa sección del
asilo estaba el pasillo que rodeaba a un hermoso jardín lleno de frondosos
árboles y bellas flores multicolores, con una fuente cantarina en el centro adornada
con la estatua de dos ranas saltando y cerca un antiquísimo pozo redondeado con
una barda de ladrillos enmohecidos y con un balde amarrado al arco que lo
cruzaba. En el pasillo se encontraban las habitaciones individuales o de
parejas que consistían en un pequeño cuarto con una o dos camas, un ropero y el
bañito con regadera; el inquilino, si tenía recursos, podía incluir un radio o
televisor, o como yo que había adaptado una mesita de trabajo con mi vieja
computadora, donde me la pasaba gran parte del día excepto durante las comidas,
mientras contemplaba las puestas de sol junto a Esperanza y los domingos que
eran libres y nos permitían salir a pasear por el pueblo de Mascota.
Yo
era pensionado del gobierno y con la ayuda económica de mis dos hijos podía
pagar mi estancia en el asilo, de esa manera no los molestaba y su carga no era
demasiada. En verdad yo era feliz en ese retiro, estaba rodeado de personas
similares a mí, tenía asistencia médica en caso de que fuera necesario, mi
propio cuarto con las comodidades suficientes, en el cual mantenía mi
indispensable medio para permanecer ocupado, lucido y creativo a través de mi
afición por la escritura que, aunque seguía siendo improductiva después de
veinte años, me permitía tener una razón para levantarme todas las mañanas. Y
ahora, además, en la última etapa de mi vida, me enamoré de la mujer más bella
que había conocido. Ella no lo sabía, como adolescente me cohibía para
confesárselo, aunque era posible que lo intuyera como lo hacían nuestros
amigos, enfermeras y asistentes voluntarias del asilo. De alguna manera temía
que pudiera cambiar la hermosa amistad que disfrutábamos todos los días, desde
la mañana durante el desayuno hasta la noche cuando nos despedíamos con un beso
en la mejilla a la entrada de su habitación, después de haber caminado por la
tarde entre los árboles y flores del jardín, o en el huerto recogiendo a veces
alguna pera, manzana o granada caída en el suelo de tierra apisonada. La fruta la
compartíamos durante el paseo antes de regresar a la estancia de convivio o al corredor
de las habitaciones, donde conversábamos con los demás compañeros y las
enfermeras que atendían a los viejos que requerían algún medicamento o que
simplemente iban a checarnos la presión arterial de rutina. A Esperanza y a mi
pronto nos aburrían las mismas pláticas de siempre sobre enfermedades, achaques
y añejos recuerdos llenos de nostalgia deprimente. Nosotros al parecer éramos
los únicos que hablábamos del futuro y de todas las cosas que todavía nos
proponíamos hacer y, a pesar que aparentábamos no darnos cuenta, no había nada
que no planeáramos hacerlo juntos.
Por
la noche después de la cena nos sentábamos en el corredor frente a la puerta de
la habitación de ella y convivíamos con nuestros vecinos una vez más,
especialmente con Julito que nos hacía reír con sus puntadas y jocosas
anécdotas que repetía una y otra vez, pero que no dejaban de sacarnos una
sonrisa al menos. Fue muy triste el día en que Julito nos abandonó, simplemente
no despertó, y no obstante que en nuestro subconsciente siempre nos estaba
rondando la amenaza de la cercana muerte que la mayoría nos negábamos aceptar
y no nos acostumbrábamos a su sombra todavía, a todos nos consternó la noticia.
Nadie pudo evitar unas lágrimas cuando las autoridades se llevaron el cuerpo de
Julito, dispensado de la autopsia de ley, para ser enterrado en una fosa común
una vez que ningún familiar, de los que pagaban su mensualidad, se presentó a
reclamar el cadáver de un hombre que fue amado por todos los residentes y
trabajadores del asilo San Vicente. La vida continuó en la estancia para
mayores y Julito se convirtió en un grato recuerdo imborrable para los que lo
conocimos en el asilo.
En
un solo día Esperanza leyó mi novela y al terminarla no quiso comentarme nada
hasta después de la cena. Al terminar de cenar para poder estar solos esperamos
a que la mayoría de nuestros vecinos estuvieran disfrutando una telenovela de
moda en la estancia común antes de irse a dormir a sus cuartos, y hasta entonces
nos fuimos a sentar al corredor frente a su habitación como siempre lo hacíamos.
—
¡Vamos! Dime ya qué te pareció —pregunté ansioso.
Mirándome
con una enigmática sonrisa, después de un prolongado silencio me respondió:
—No
soy experta, pero… ¡Pienso que es excelente!
—
¿De verdad no estás bromeando?
—Sinceramente
creo que es lo mejor que has escrito —me aseguró, sin dejar de mirarme con
aquel brillo en sus ojos azules que me fascinaba.
—
¡Bien! Entonces mañana la enviaré al concurso —dije entusiasmado.
—
¡Ya verás que esta vez sí ganas el primer lugar! —lo afirmó sin dejar lugar a
dudas.
—Todo
es posible, sin embargo es muy difícil —reconocí, tratando de ser realista—, no
olvides que es un concurso importante donde participan muy buenos escritores —le
hice ver —. Espero que en el mejor de los casos gane honestamente el mejor
trabajo. Tú sabes cómo las editoriales manipulan muchos concursos de acuerdo a
sus intereses. Como te he comentado el medio literario es muy complejo, y si no
tienes recursos es casi imposible que una editorial se interese en tu trabajo
si eres un escritor desconocido; los editores no corren riesgos invirtiendo
dinero, ellos van sobre lo seguro sin importarles mucho si la obra es buena o
mala.
—
¡No! Esta vez el premio será tuyo, y eso hará que las editoriales se interesen
en tu trabajo —sentenció sonriendo.
Los
domingos muy temprano, Esperanza y yo nos salíamos del asilo para asistir a
misa en la Basílica de la Virgen de los Dolores, al salir de la misa desayunábamos
en el restorán La casa de mi abuelita o la taquería El gordo. Más tarde acudíamos
al templo inconcluso de La Preciosa Sangre donde casi siempre había eventos
artísticos o culturales que disfrutábamos como jovenzuelos, o simplemente nos
integrábamos entre sus ruinas embellecidas con jardines paradisíacos que parecían
suspender el tiempo. Revitalizados con el magnífico entorno, regresábamos al
centro de Mascota para satisfacer nuestro apetito en el Tapanco o en el Café
Nápoles, algunos de los muchos lugares para comer que había en Mascota, un
pueblo mágico con clima agradable para el deleite de los turistas nacionales e
internacionales que lo visitaban durante todo el año. Para bajar la comida
paseábamos por la plaza principal, donde no nos cansábamos de admirar su kiosco
churrigueresco, permaneciendo sentados en una banca mientras nuestras almas
gozaban viendo sumirse el sol por detrás de la única torre de la Basílica de la
Virgen de los Dolores. Para dar término a los domingos gloriosos regresábamos
al asilo San Vicente a platicar con los vecinos nuestras vivencias del día,
antes de recluirnos en nuestros respectivos aposentos y después de haber cenado
en el comedor comunitario. Hablar sobre lo que disfrutábamos cada día, era como
si atesoráramos lo que tal vez ya no gozaríamos al día siguiente.
De
vez en cuando Víctor Manuel, hijo de Esperanza, se presentaba en San Vicente
con el pretexto de ver cómo se encontraba su madre, pero en realidad iba a
recabar la firma de ella que requería todavía en algunos negocios y transacciones.
Una de esas veces Víctor Manuel se percató de la conexión que había entre su
madre y yo, lo cual no le agradó. De alguna manera creyó amenazado el dominio
que tenía sobre ella y temió que afectara la fortuna que ahora él poseía. Como
buen manipulador deshonesto ocultó a su madre los celos que sentía por nuestra
amistad, y por supuesto frente a su madre su comportamiento conmigo era de
amabilidad mesurada, pero en las esporádicas ocasiones que nos quedábamos solos
demostraba su aversión hacia mí. Primero con indirectas sobre mis intenciones
de ir por el dinero de su madre, creyendo que yo no estaba enterado de la
malversación que él hizo con la herencia de Esperanza. Siguió con amenazas veladas
que se fueron convirtiendo en agresiones verbales y finalmente llegó el día en
que ya no pude contenerme y le di una bofetada. Yo era viejo pero correoso y de
pocas pulgas y me mantenía en buena condición física, al ver mi cara se contuvo
ya sea porque pensó que se le caería su teatrito frente a su madre o porque en
realidad lo intimidé, como fuera no volvió a meterse conmigo a pesar que no
entendía el amor platónico que yo sentía por su madre. Me había esforzado en
ser condescendiente para no causarle ningún problema a Esperanza, pero él
rebasó mi límite de paciencia. Las visitas de Víctor Manuel se hicieron aún más
esporádicas y mi relación con Esperanza no fue dañada, ella nunca se enteró de
lo sucedido entre su hijo y yo.
La
tranquilidad del asilo San Vicente se alteraba con cierta frecuencia, durante
las visitas familiares de algún viejo afortunado con parientes que aún los
amaban, o que permanecían pendientes a la espera del inevitable fin de la
agonía del ser querido, quien parecía negarse a partir de este mundo a pesar de
las condiciones de deterioro físico y mental en que subsistíamos por la edad.
Para la mayoría de los ancianos que residíamos en ese lugar, cada deceso de un
compañero nos recordaba que podríamos ser el siguiente, y mientras tanto solo permanecíamos
esperando nuestro turno con la incertidumbre de no saber cuándo llegaría este.
Sin embargo para Esperanza y yo la vida nos sonreía, gracias al amor que nos
profesábamos sin decirlo. Nos dolía la partida de algún amigo, pero la muerte
nos parecía algo aún muy lejano en nuestras vidas.
Se podía
decir que todas las enfermeras y asistentes del asilo eran muy amables y
condescendientes con los residentes de San Vicente, nos tenían mucha paciencia
y algunas hasta se encariñaban con algunos ancianos a su cargo. En especial se
esmeraban con los pacientes incapacitados o aquellos que ya no podían valerse
por sí mismos, no obstante se las arreglaban para atendernos a todos de manera
que sentíamos su apoyo, su estima y que éramos apreciados. Un día llegó a San
Vicente una joven enfermera para hacer su servicio social, y muy pronto nos
demostró que no estaba feliz con ello. Como suele suceder en un ambiente
cerrado, de alguna manera alguien se enteró del aparente motivo y lo compartió
con todos los residentes del asilo. Al parecer la joven enfermera llamada
Alicia se había inscrito en un programa alemán, que estaba reclutando personal
mexicano capacitado en el área de la salud, entre otras, para ser contratados en
Alemania durante un año con un salario de mil quinientos euros mensuales, y con
la opción de quedarse con el puesto después del año una vez demostrada su
capacidad profesional y si el empleado lo deseaba. Para ser aceptados en el
programa los aspirantes debían asistir durante tres meses a la embajada alemana
para aprender el idioma y como principal requisito debían presentar su título
académico, el cual la enfermera Alicia no obtendría hasta cumplir con el año de
servicio social. Nos pareció obvia la razón por la cual se sentía frustrada,
pero no justificaba que se desquitara con nosotros comportándose grosera,
intolerante y poco profesional. Sus compañeras intentaron ayudarla y hacerla
comprender la importancia de tratarnos bien por ser personas de la tercera edad
y que pagábamos nuestra estancia en el asilo, sin embargo solo cambiaba por
unos cuantos días para luego regresar a su mala actitud. Por desgracia esa mala
actitud culminó en una fatal tragedia.
La
fecha de la publicación del resultado del concurso se aproximaba, y Esperanza y
yo no podíamos ocultar nuestro nerviosismo, aunque por diferentes razones. Yo
mantenía mis dudas, en cambio Esperanza estaba convencida de que mi obra sería
la ganadora, por lo cual estaba ansiosa y no dejaba de animarme:
—
¡Tranquilo! Ya verás que todo va a salir bien
— Es
que la espera me pone nervioso —le aclaré—, el resultado es lo de menos, ya
estoy acostumbrado al fracaso.
—
¿Por qué tienes que esperar lo peor? —. Me preguntó, con esa su mirada tan dulce
que hacía más brillante el azul de sus ojos.
—
Porque llevo más de veinte años intentando publicar mi trabajo, aunque debo
reconocer que mis primeras novelas estaban mal escritas y con un estilo
mediocre, pero he leído novelas bastante malas publicadas por editoriales de
renombre y que aun así se venden en las librerías. Claro que la mayoría, por no
decir todas, fueron publicadas con los recursos del autor o debido a que el
supuesto escritor era ya un personaje famoso del espectáculo o la política. Con
recursos el escritor puede ayudarse con los correctores de estilo para mejorar
sus obras, pero para mí están fuera de mi alcance, y a pesar de que yo mismo
corrijo mi trabajo una y otra vez, llega un momento en que estoy tan saturado
que ya no reconozco mis errores, por esa razón ahora es tan importante tu
opinión que, sin ser correctora de estilo, eres culta y has leído a muchos
autores famosos por lo que es considerable tu comentario.
—Sin
parecer petulante, creo que tu novela no le pide nada a los libros de
escritores populares contemporáneos. Ten paciencia y espera lo mejor.
—
¡Bueno! Solo pido que este concurso no haya estado amañado.
Ya
se habían presentado casos en que la enfermera Alicia por su desinterés en el
trabajo se equivocaba en la administración de medicamentos con algunos
pacientes, pero por fortuna no habían tenido repercusiones graves, hasta que el
destino quiso señalarnos a nosotros como sus víctimas sin remedio. Todo se
inició cuando Esperanza contrajo un fuerte resfriado que la postró en cama por
varios días, tenía fiebre, tos y no podía respirar sin que le doliera el pecho.
Ese aciago día, al conciliar Esperanza un sueño intranquilo por la tarde,
aproveché para ir a mi cuarto a prender mi computadora y conocer si ya había
alguna noticia del mentado concurso. Al entrar a mi cuarto vi en la mesita de
trabajo un sobre con el logo del concurso que alguna asistente me había dejado,
y no pude evitar que me sudaran las manos al tomarlo. Lo único que pensé en ese
momento fue en ir de inmediato con Esperanza y juntos me diera el valor para
abrir el sobre.
Lo
que menos me esperaba, al entrar al cuarto, fue ver a Esperanza arqueándose por
el vómito apoyada en la enfermera Alicia. En cuestión de segundos se le
enrojeció la piel y se le comenzó a inflamar la cara y las manos; con la
angustia reflejada en su rostro tenía dificultad para respirar y conforme se le
inflamaba la lengua se le dificultaba más articular las palabras, finalmente
perdió el sentido en mis brazos.
—
¡Rápido llame al doctor Cervantes y a una ambulancia! —le grité a la enfermera
Alicia que se mantenía pasmada, y hasta entonces reaccionó para salir corriendo
por ayuda.
No
sabía qué hacer, solo me mantuve abrazándola esperando la asistencia médica,
pero yo sentía que se le estaba escapando la vida a mi amada. Cuando llegó el
doctor Cervantes de inmediato le aplicó una inyección de epinefrina, pero por
desgracia Esperanza ya había entrado en coma por shock anafiláctico. Al llegar
la ambulancia fue trasladada al hospital de Salubridad permitiéndome
acompañarla junto con el doctor Cervantes. En el hospital los médicos hicieron
todo lo posible por salvar a Esperanza, pero todo fue inútil, y de salir del
coma era muy probable que tuviera importante daño cerebral. Por lo pronto la
mantenían con vida mediante un equipo de soporte vital hasta que se presentara
algún familiar y decidiera qué hacer con la paciente, lo cual no debería
prolongarse por más de un semana.
Víctor
Manuel se presentó tres días más tarde, para entonces el diagnóstico médico de
su madre era muerte cerebral irreversible, solo faltaba su autorización para
desconectarla de los aparatos que la mantenían respirando. El shock
anafiláctico se debió a la estupidez de la enfermera Alicia que le administró
una inyección de penicilina y que por su frustración no se fijó en el expediente
de Esperanza, donde se indicaba que era alérgica a la mayoría de los
antibióticos. Víctor Manuel me permitió estar presente cuando los médicos
desconectaron a su madre de los aparatos que la mantenían con vida artificial, para
al fin dejarla partir con dignidad a un mejor mundo. Durante los minutos que siguió
respirando por si misma antes de expirar con un prolongado suspiro, yo pensaba que,
aunque se me partiera el alma, prefería que me abandonara antes de verla
sobrevivir sufriendo una discapacidad mental.
No
me salí de la sala de enfermos terminales, me quedé un buen rato contemplando a
mi amada después que salieron Víctor Manuel y el personal médico. Con el
corazón destrozado y con lágrimas en los ojos saqué de mi bolsillo el sobre
doblado del concurso, y sin abrirlo lo puse en la mano de Esperanza que el
toque de la muerte comenzaba a enfriar.
Ya nada me importaba.
Fin
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