El
viejo, el niño y el perro
José Pedro Sergio Valdés Barón
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La pelota rodó hasta el perro que inmóvil permanecía
a los pies del viejo. Marco se detuvo a prudente distancia porque a pesar de
haberlos visto muchas veces en el parque, la presencia del perro amedrentaba y
el rostro del viejo no era para menos. Armándose de valor se fue acercando, sin
apartar la mirada de los ojos del perro. Sobresaltado se detuvo, al escuchar la
voz ronca del hombre mayor que le decía con sarcasmo:
—No
temas no te hará nada, es muy manso, a menos que me intenten agredir. Tú no vas
hacerme daño ¿Verdad?
—
¡No!... claro que no…sólo quiero la pelota —le respondió, Marco, mirando ahora
al viejo.
—Entonces
qué esperas, agárrala —Lo retó, el hombre, con una sonrisa burlona.
Marco no dudó, aunque sin prisa estiró sus manos
hacia la pelota, listo a la reacción del perro. El can sólo acercó su hocico y
con él empujó la pelota. Con ella en sus manos, Marco miró una vez más los ojos
del viejo que ahora parecían brillar más, y esbozó una mueca parecida a una
sonrisa, al mismo tiempo que expresaba las gracias y preguntaba:
—
¿Cómo se llama su perro?
—No
es mi perro… sólo vivimos juntos, y lo llamo Brandy.
—Mi
nombre es Marcos, me dicen Marco —Le informó el niño, abriéndose ante el adulto
mayor— ¿Usted cómo se llama?
— ¿Sabes?…eres
valiente, otro niño no se hubiera atrevido tomar la pelota —Le dijo, sin
responder la pregunta—, eso me agrada. Ahora vete con tus amigos que te están
esperando
—
¡Está bien… y gracias! —Gritó al mismo tiempo que corría donde le esperaban
otros niños mostrando su impaciencia.
Marco continuó jugando a la pelota con sus amigos
como si nada hubiera pasado, y su mente nunca imaginó todo lo que vendría, a
partir del incidente con el viejo y el perro que le cambiaría por completo la
vida.
La escuela, la tarea y los quehaceres de la casa con
los que ayudaba a su madre le absorbieron como siempre, y no volvió acordarse
del viejo del parque. Fue hasta el sábado, que no hacía nada más que ver
televisión y divertirse con sus amigos igual que el domingo, cuando volvió a
encontrarse con el viejo y el perro en el parque. Sin saber en realidad el por
qué, a propósito lanzó con discreción el balón hacia el viejo y el perro y corrió
tras él. Con cierta timidez se acercó y frente a ellos expresó tan sólo un:
—
¡Hola! —Al mismo tiempo que con su mano iniciaba una caricia en la cabeza del
perro.
—
¡No!... no lo hagas — demasiado tarde gritó el viejo, el niño ya acariciaba al
animal.
Marco se detuvo mirando al hombre, mientras éste se
quedaba sorprendido al ver que el Brandy permitía al niño acariciarle la testa.
— ¿Por
qué? ¿Qué pasa? —Le interrogó, Marco, asustado.
— ¡Increíble!...
Todavía no puedo creer que te haya permitido acariciarlo, a veces ni a mí me
deja hacerlo.
—Es
que ya somos amigos ¿Verdad Brandy? — Marco, riendo, le aclaró al viejo en
tanto continuaba sobando al perro por detrás de las orejas.
—Supongo
que sí, o será que ya se está volviendo un viejo sentimental como yo —Aventuró
el hombre, también acariciando al animal.
La señora Lupita estaba tan atareada como siempre, a
pesar que desde muy temprano comenzaba a cocinar en la cenaduría de su
propiedad. Pero ahora era diferente, deseaba que la comida estuviera perfecta
porque su hijo llevaría a una persona de edad, quien se había convertido en su
mejor amigo. Estaba consciente que su hijo era un niño muy responsable y
centrado, pero desconfiaba de la amistad con un adulto mayor, por esa razón le
convenció para que lo llevara a la cenaduría y ella pudiera conocerlo. Puntual,
a las tres de la tarde que comenzaban a servir la comida a los clientes, se
apareció su hijo con un hombre canoso y barba gris, y un perro negro con una
mancha blanca en el pecho. Dejando lo que hacía a una ayudante, se lavó las
manos y se presentó ante el desconocido:
—
¡Hola! ¿Qué tal? Soy la madre de Marco —Dijo ofreciéndole la mano—, pase…
siéntense aquí, en un momento les toman su orden —Los guió hasta una de las mesas
en el interior de la cenaduría.
— ¡Mucho
gusto, señora! Pablo, para servirle —Respondió, mientras tomaba la mano de la
señora y esbozaba una sonrisa que intentó ser amigable.
Sentados, en tanto esperaban los antojitos que habían
ordenado, la madre de Marco le explicó a Pablo el motivo para querer conocerlo:
—Verá
señor Pablo, mi hijo es un buen muchacho, va muy bien en la escuela, me ayuda
en la casa cuando estoy trabajando, desde las 9 o 10 de la mañana hasta las 11
de la noche que cierro mi negocio, y rara vez me da problemas a pesar de estar
solo casi todo el día. Por eso me preocupa quiénes son sus amigos y en dónde
anda; por desgracia desde que falleció su padre no puedo darle la atención que
requiere, pero la cenaduría me ocupa demasiado tiempo y no puedo evitarlo, es
lo que nos da para vivir.
—No
se preocupe señora, si usted está de acuerdo yo haría todo lo posible por
ayudarla con la carga, después de todo Brandy ya lo aprobó como amigo —Se
comprometió, palmeando el lomo del perro—. Yo tuve un hijo a quien… Bueno, tal
vez ahora pueda hacer lo que no hice por él
—En
verdad se lo agradezco, y ahora que lo conocí me parece un hombre confiable.
Supongo que conmigo, usted y el Brandy podremos hacer algo por este jovencito
—Dijo esto mirando a su hijo, quien permanecía callado.
Ese año el invierno se adueñó del clima antes de lo
esperado, y aunque en realidad sólo en las noches refrescaba mucho, durante el
día el sol recalentaba la región permitiendo una agradable temperatura. Sin
embargo los cambios de frio y calor provocaban en los adultos enfermedades
respiratorias con mayor frecuencia, y Pablo fue víctima de una infección en la
garganta, que lo obligó ir al Centro de Salud de la colonia acompañado por
Marco. En algún momento, el médico tuvo que salir del consultorio y al regresar
dejó entreabierta la puerta. Sin querer Marco alcanzó a escuchar que el doctor
recriminaba a Pablo por no quererse atender lo que parecía ser un cáncer. Pasó
más de una semana para que el viejo comenzara a recuperarse, aunque persistía
una carrasposa tos que le duró varios días más. Marco, quien a pesar de su edad
muchas veces pensaba como adulto, esperó el momento propicio para hablar con su
amigo, y un día, cuando caminaban por el parque junto con el Brandy, de pronto
Marco le espetó al viejo:
—Tiene
cáncer ¿Verdad?
— ¿Qué?...
¿De qué me hablas? —Dijo, el viejo, sorprendido.
—Escuché
al doctor regañarlo por no atenderse —Le confesó, el niño, mirándolo a los
ojos.
Después de un prolongado silencio, Pablo le respondió
al niño al mismo tiempo que se sentaban en una banca:
—No
es nada, son sólo manchas en los pulmones. No te preocupes, todo está bien.
—Creo
que sería mejor hacer lo que el médico le dice —Insistió Marco, acariciando el
lomo de Brandy— ¿Qué es lo que el médico quiere que haga?
—Algo
para lo que no tengo el dinero necesario.. —Le confesó, Pablo, resignado—.
Además, a todo hombre le llega el momento de enfrentar su destino, este es el
mío.
—No
puede estar seguro, sino intenta ganarle antes de aceptarlo.
—Es
posible que tengas razón, pero no hay nada que pueda hacer sin dinero —Aclaró, tomando
con las dos manos la cabeza de Brandy como si fuera él a quien se dirigiera.
—
¿Es mucho lo que se necesita? —Quiso saber, Marco.
—Según
el médico del Seguro Popular, él me puede ayudar para que me atiendan en el
Instituto Nacional de Cancerología casi sin pagar nada, pero el viaje a la
Ciudad de México, el hospedaje y las comidas están fuera de mi alcance —Sonriendo
le explicó a Marco—, como verás es la hora de aceptar mi destino.
—
¡Tal vez no!
Acababa de vencer el principal obstáculo: su madre.
Después de una larga discusión, por fin logró que aceptara las razones para
haber vendido su bicicleta y su colección de estampillas, y convencerla para
permitirle acompañar a su amigo Pablo a la Ciudad de México durante las
próximas vacaciones invernales. Y además de faltar una semana antes del
descanso, tal vez tuviera que faltar la primera semana de regreso a clases. La
señora Lupita, no muy satisfecha, cedió ante los motivos de su hijo y le dio
permiso. Sintiéndose conmovida por la actitud bondadosa del niño, de sus
ahorros personales le dio dinero para ayudarlos con los gastos que tendrían.
Marco nunca había viajado más allá de su colonia, excepto
la vez que fue acompañando a su madre al barrio del Pitillal en Puerto
Vallarta. Ahora desde la ventanilla del autobús foráneo admiraba maravillado el
paisaje y se asombraba de lo que veía en cada poblado que cruzaban a lo largo
de la carretera. Pablo sólo sonreía ante el entusiasmo de su amigo, pero no
podía evitar extrañar al Brandy, al que debieron dejar al cuidado de la señora
Lupita. Si Marco había mostrado incredulidad ante el tamaño y dinamismo de la
ciudad de Guadalajara, se quedó pasmado al contemplar el gigantesco manto de
concreto que era la capital mexicana, conforme bajaban por la autopista hasta
el valle de Anáhuac donde se asentaba. Cuando descendió del camión y salió a
las calles de la ciudad, se quedó mudo y pareció encogerse en medio de la
multitud de personas que parecían aplastarlo. Pablo conocía bien la ciudad,
había vivido ahí en su juventud, así que no fue mucho problema para él trasladarse
hasta la zona de hospitales en la delegación Tlalpan. Como era tarde y tenían
hambre, antes de hospedarse en alguno de los hoteles cercanos al Instituto de Cancerología,
se metieron en una de las muchas fonditas que había en la zona y apaciguaron
sus anhelantes estómagos. Satisfechos, escogieron un hotelucho que no parecía muy caro pero estaba a una cuadra del
hospital, y decidieron pernoctar allí y temprano al otro día presentarse a la
cita que tenía Pablo con el médico que lo atendería, gracias a la recomendación
del doctor Gordillo del Seguro Popular.
Los siguientes días fueron un tormento para Pablo, la
quimioterapia lo incapacitaba y debía hospitalizarse por veinticuatro a treinta
seis horas hasta medio recuperarse. Aunque le permitían a Marco pasar la noche
en el hospital durante esos días, permanecía solo la mayor parte del tiempo, y
a pesar de estar acostumbrado a valerse por sí mismo, se sentía un poco
desconcertado por encontrase en una ciudad y ambiente desconocidos. No obstante
durante el tiempo que pasaba solo se las ingenió para encontrar una casa de
huéspedes muy barata, donde también servían comida casera, y por estar cerca
del hospital era lo más adecuado para los días en recuperación de su amigo
Pablo. Las ocasiones en que Pablo permanecía internado, por las mañanas Marco
se aventuró a conocer la inmensa metrópoli. Comenzó alrededor del Instituto y
fue ampliando el círculo hasta finalmente atreverse a abordar un autobús
urbano. Así dio con la terminal del metro Taxqueña, desde donde la primera vez pudo
trasladarse hasta el centro histórico capitalino. Sin querer, en la estación
Zócalo fue prácticamente levantado en vilo por el gentío, hasta obligarlo a salir
al emblemático centro de la Ciudad de México. Entusiasmado por lo que veía
perdió el sentido de orientación y de pronto nos supo dónde se encontraba, ni
cómo regresar a la estación del metro en la que se había bajado. Sin perder la
calma intentó dar por sí mismo con algún acceso al metro, en el cual esperaba
orientarse para regresar a la estación Taxqueña, y de allí le sería fácil llegar
a oncología. Pasadas unas horas se dio por vencido y decidió preguntar a una
señora joven y bien vestida cómo llegar a alguna estación del metro, quien
sorprendida le preguntó:
—
¿Estás perdido, mijo?
—Sí,
pero si me indica cómo llegar al metro, sabré regresar a cancerología —Le
explicó, Marco, a la señora bonita.
—
¿Acaso estás enfermo de cáncer? —Quiso saber la joven.
—
¡Yo no! Pero un amigo está allí en tratamiento —Le aclaró a la señorita.
—
¡Ah! Ya entiendo, vas a visitarlo —Supuso la joven.
—No,
vengo con él desde Mezcales —Le aclaró una vez más, Marco.
—
¡No comprendo! ¿Veniste con otro niño desde Mezcales para internarlo en
oncología? —Confundida comenzó a dudar fuera verdad lo que el niño le decía, y
tal vez el mocoso intentaba engañarla de algún modo para sacarle dinero—, a
propósito ¿Dónde está Mexcales? —Ahora intrigada deseaba saber la verdad.
—Creo
que está en Nayarit, pero seguro se encuentra cerca de Nuevo Vallarta —Le
afirmó Marco, sonriendo—, y no es un niño mi amigo, es un viejo.
Despierta su curiosidad, la señora bonita quiso saber
toda la historia, y cuando Marco terminó de contarla brevemente, no pudo evitar
que le tocara su corazón.
—
¿Sabes qué? Si me acompañas al Banco para hacer unos trámites, te llevaré hasta
el Instituto Nacional de Cancerología para conocer al viejo que tiene tan buen
amigo. Por cierto mi nombre es Teresa, y tú cómo te llamas:
—Marco,
y mi amigo se llama Pablo ¿De veras me llevará hasta oncología? —Dudando le
preguntó a la joven.
—
¡Claro que sí! Yo también puedo ser buena persona —Le aseguró la señorita
Teresa—. Además me gusta ayudar a la gente, especialmente si son como tú.
No tardaron mucho tiempo en el Banco, y en un
automóvil que olía a nuevo se trasladaron hasta el hospital de cancerología.
Por el camino Marco respondió todas las preguntas que le hacía la señora bonita,
quien no salía de su asombro al constatar lo increíble que era ese niño de tan
sólo diez años de edad, al mismo tiempo que aumentaba su interés por conocer al
viejo merecedor de esa genuina amistad. No quedó defraudada, el viejo resultó
ser lo que ella esperaba, un hombre maduro y sabio moldeado por las muchas
vivencias durante su larga existencia. Cuando salieron del Instituto Nacional
de Cancerología, la señorita Teresa no permitió que regresaran a la casa de
huéspedes, les ofreció su casa durante los días que Pablo estuviera
recuperándose durante la última semana de quimioterapia, antes de regresar a
Mezcales.
La casa de la señorita Teresa resultó ser una mansión,
donde Marco y Pablo se alojaron en la habitación para huéspedes. La señorita
bonita se convirtió en la señora Teresa, esposa de un abogado muy amable, quien
les dio la bienvenida, y un precioso niño de unos cinco años de edad. Durante
los cinco días que convivieron con sus anfitriones, Marco y Pablo disfrutaron
la generosidad de la familia Ballesteros, se encariñaron con el rey de la casa
a quien llamaban Beto, y conmovieron con su historia al esposo de la señora
Teresa de nombre Rodrigo. A pesar que Pablo no siempre pudo acompañar a Marco y
la familia Ballesteros por sentirse muy débil, Marco fue llevado por el
matrimonio a conocer lugares emblemáticos de la capital, como la Basílica de
Guadalupe donde rogaron por la salud de Pablo, los juegos mecánicos de Chapultepec
y Reino Aventura, lugar en el que se divirtieron en grande Beto y Marco, el
Museo del Papalote y el Nacional de Antropología, y la zona arqueológica del
centro histórico.
Por fin dieron de alta a Pablo del el Instituto
Nacional de Cancerología con un pronóstico optimista, aunque debería tomar
algunos medicamentos y checarse al menos dos veces por año. El matrimonio
Ballesteros no permitió que ellos regresaran a Mezcales en autobús, y les
entregaron los boletos de avión para Puerto Vallarta, desde donde fácilmente
podrían trasladarse hasta su casa. Al despedirse en la sala de espera del aeropuerto
de la Ciudad de México, la señora Teresa le confirmó el compromiso de pagarle
la universidad a Marco cuando llegara el momento y les prometió que tan pronto
pudieran los visitarían en Mezcales.
Sentados en el avión, Pablo, con los ojos humedecidos,
le comentó a su amigo Marco:
—Es
bueno comprobar, de vez en cuando, que todavía existen buenas personas en este
mundo.
El Brandy se volvió loco de gusto cuando vio a Pablo
y Marco, y mientras la señora Lupita abrazaba a su hijo, el Brandy saltaba
sobre Pablo y daba vueltas alrededor de ellos. La felicidad los inundó, el
viaje había sido todo un éxito. Pablo regresó con un pronóstico de larga vida,
a Marco se le había abierto el horizonte con la promesa de un mejor futuro, la
señora Lupita no cabía de orgullo por su hijo, y el Brandy ahora se hartaba de
deliciosos antojitos mexicanos.
De vuelta a la normalidad, Pablo y Marco, sentados en
su banca del parque con el Brandy a su lado, elucubraban sobre sus planes para
el devenir, aunque el viejo, el niño y el perro de lo que ahora si estaban
seguros era que la sombra de la muerte se había alejado de ellos.
Fin
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