Miranda
José Pedro Sergio Valdés Barón
*
Era una bebita de tan solo unos días de nacida,
cuando fue abandonada por alguien a las puertas de la casa cuna La Luz Guadalupana en la calle Violeta de la colonia Guerrero en la capital mexicana.
No fue nada especial para el personal del orfanatorio, estaban acostumbrados a recibir
niños desahuciados o recogidos a sus padres por causas de drogadicción,
maltrato y abuso infantil, o abandonados por madres sexo servidoras.
Fue
encontrada dentro una caja de cartón por Ismael, el conserje de la casa cuna;
la niñita estaba envuelta en una sucia y delgada cobija con un pedazo de papel
prendido con un alfiler, en el cual solo estaba escrito a mano y con letra casi
ilegible: Miranda.
Al principio nada alteró la
vida del plantel después del arribo de la pequeña, la rutina diaria continuó sin
cambios y los problemas económicos del orfanato persistieron implacables, y
aunque la policía supuestamente indagó con diligencia para encontrar a quien
abandonó a la niña, como casi siempre sucedía muy pronto los investigadores se
dieron por vencidos y nunca se supo nada de los padres de Miranda.
Pasados
unos días del acontecimiento sucedió algo inusitado, la pequeña Miranda había
llegado con una gran torta bajo el brazo y el conserje Ismael se sacó la lotería.
Por supuesto que nadie relacionó a la niña con el hecho, pero Ismael, quien
había recogido a la bebita a la entrada del orfanato, de manera imprevista se
vio bendecido por la diosa fortuna y pudo terminar de pagar su casa, la
remodeló, se compró un automóvil, creó un fondo para los estudios de sus tres
hijos y guardó una buena cantidad de dinero en el Banco. Aunque continuó
laborando en la institución, nunca más volvió a sufrir carencias.
Muy
pronto las enfermeras encargadas del área de cunas se encariñaron con la
pequeña Miranda. Era una bebita muy inquieta, siempre se descobijaba y se
mantenía pataleando, pero nunca daba lata y no lloraba excepto cuando tenía
hambre, y por el contrario su sonrisa iluminaba su rostro morenito en cuanto
alguien se le aproximaba. Los días y las semanas transcurrieron y Miranda empezó
a crecer aunque por debajo del promedio y un tanto delgadita, pero eso sí con una
excelente salud que no fue alterada ni siquiera por un simple resfriado. A los nueve
meses comenzó a caminar casi sin antes haber gateado, sus delgadas piernitas se
le arquearon y todo el personal pensó que de grande iba a ser zamba. A los once
meses pronunció sus primeras palabras y llamó “má” a la enfermera María la
encargada del área de cunas, y nadie supo si el má significaba mamá o María.
Exactamente
al año de haber sido abandonada Miranda, otro feliz suceso cambió la vida en La Luz Guadalupana. Un benefactor anónimo
donó una cuantiosa cantidad de dinero a la institución, a través de un
fideicomiso que le proveería recursos mensualmente, además de una importante
cantidad inicial que sirvió para pagar los adeudos a los proveedores, pintar
todas las instalaciones, comprar cunas nuevas, remodelar la cocina y el patio
de juegos. Desde luego nadie relacionó a la pequeña Miranda con el afortunado evento,
ni hubo quien por lo menos lo viera como una mera coincidencia. Sin embargo,
sin que nadie se diera cuenta, la estancia de Miranda en el orfanatorio cambió
la existencia de muchas personas que tuvieron la dicha de convivir con ella.
La
enfermera María era muy eficiente y profesional, todo el personal la estimaba y
los infantes a su cargo, desde bebés con unos días de nacidos hasta un año de
edad, la reconocían y le querían como si fuese su madre. A los treinta y dos
años de edad se mantenía soltera y no era por ser poco atractiva, sino le
parecía lo más acertado o como ella bien lo decía porque no había encontrado a
su otra mitad. De corazón bondadoso y alma caritativa se entregaba a sus
bebitos como ella los llamaba; por ello no fue difícil que muy pronto se formara
un vínculo especial entre ella y la pequeña Miranda, tan fuerte que ni la
anunciada muerte de María podía romper. Por desgracia habían desahuciado a la
buena mujer, a causa de un inoperable tumor canceroso en el cerebro que le
ocasionaba fuertes dolores de cabeza, pero no menguaba su atención por sus
bebitos. Decidió continuar con su trabajo hasta que la enfermedad se lo
impidiese, y para no complicar su situación prefirió no informar a nadie su
problema. No obstante, los especialistas esperaban que sus facultades físicas
declinaran paulatinamente y solo le daban uno o dos años más de vida. Lejos de
angustiarse y deprimirse, María optó por refugiarse en el amor a sus bebitos
buscando la fuerza necesaria para enfrentar su destino, viendo a los pequeños como
la continuidad de su propia existencia.
Al cumplir Miranda un año en el área de cunas y sin
haber sido adoptada la trasladaron a la casa hogar, donde atendían a los niños mayores
de un año y cuyas instalaciones se encontraban dentro de la misma institución.
Esto no afectó el sentimiento que se profesaban Miranda y la enfermera María,
por el contrario se estrechó aún más porque ahora disfrutaban con mayor
intensidad los momentos que pasaban juntas, como era durante las comidas, el
recreo y el tiempo libre antes de la cena. Con el tiempo la enfermera María se
convirtió en la verdadera madre de Miranda y ella veía a la niña como su propia
hija, aunque se entristecía al pensar en el poco tiempo que le quedaba de vida
y en el sufrimiento que le ocasionaría a la pequeña, cuando sin desearlo se
viera obligada a abandonarla. Sin embargo no podía evitar lo que su corazón le
dictaba y con toda su alma amaba a la niña. Mientras tanto se sentía feliz y
los fuertes dolores de cabeza habían desaparecido como por arte de magia; se
encontraba tan bien de salud que había estado aplazando las visitas rutinarias
al oncólogo por miedo a enturbiar la felicidad que estaba disfrutando, e
inconscientemente temía que los médicos le dieran alguna mala noticia.
Sin
embargo, cuando se cumplieron los dos años de vida pronosticados por los
doctores, intrigada decidió presentarse en el hospital de oncología para saber
cuál era realmente su estado de salud, a pesar de lo bien que se sentía. La
sorpresa de los galenos y de ella misma fue mayúscula, cuando le efectuaron
varios exámenes y estudios comprobando, sin lugar a dudas, que el tumor maligno
había desaparecido por completo y la enfermera María se encontraba en perfecta salud,
siendo muy probable que disfrutara de una larga vida.
Lo
primero que hizo María fue ir con Miranda, quien a la postre iba a cumplir tres
años, a la Basílica de Guadalupe para dar gracias a la Virgen Morena. Por
alguna razón inconsciente, la enfermera deseó expresar su agradecimiento en
compañía de la pequeña y así compartir con ella la felicidad que le embargaba.
De la mano de su má y mirando asombrada la gran cantidad de fieles visitando a
la Virgen de Guadalupe a pesar de ser un día entresemana, con los ojos muy
abiertos Miranda observó feliz a los matachines danzando en la explanada del
atrio de la Basílica. Más tarde con gran fervor y muy seriecita escuchó la misa
al lado de María, y sin entender claramente lo que estaba pasando lloró de
alegría junto con su má.
Saliendo
de la Basílica se dirigieron al mercado de comida, donde se servían toda clase
de antojitos mexicanos. Esa fue la primera vez que la niña probó una quesadilla
de papa y le encantó; desde entonces, prometerle una quesadilla de papa era de las
mejores recompensas que su má podría ofrecerle.
Con
el paso del tiempo, Miranda se ganó el cariño de profesores, enfermeras,
voluntarios y niños del orfanatorio, y se hizo famosa por sus travesuras que se
convirtieron en el dolor de cabeza para la administradora del instituto, la directora
señorita Anastasia Palomino. Además de inteligente y alegre, Miranda era muy
ingeniosa y no perdía oportunidad para hacer sus diabluras, como cuando
encontró unas pinturas sobrantes de la última renovación, y durante la noche pintarrajeó
de verde limón los muebles de las oficinas administrativas para que se vieran
bonitos como los árboles, según explicó más tarde a la exaltada directora. O
como la ocasión en la cual puso una culebra de río en la cama de una niña, para
que le hiciera compañía por las noches cuando lloraba por extrañar a su madre,
pero en lugar de ello logró espantar a la niña que con sus gritos despertó a
todos en el dormitorio.
Para
la señorita Palomino se volvió costumbre que Miranda fuera enviada castigada a
las oficinas de la dirección y la enfermera María se presentara más tarde para
abogar por la niña, prometiendo en cada ocasión que Miranda se portaría bien en
adelante. Lo cierto era que ni la señorita Palomino ni la enfermera María se
podían resistir a la mirada compungida de la pequeña pidiendo disculpas.
Indefensas la reprendían, y Miranda salía de la dirección tomando la mano de su
má, con una inocente sonrisa que ablandaba el más duro corazón. La pobre señorita
Palomino se alegró y se sintió aliviada, cuando María le pidió permiso para
llevarse los fines de semana a Miranda, librándola de la traviesa niña por lo
menos sábados y domingos.
Fue
un feliz consentimiento para la niña y su má, porque así disfrutaban de su
compañía dos días completos en total libertad. Se levantaban tarde,
desayunaban, comían y cenaban antojitos como las quesadillas de papa que eran
las preferidas de la niña. Iban al zoológico de Chapultepec, al museo del
Papalote y al cine o a la feria. Para las dos era tiempo de pura diversión y su
felicidad era casi completa. Solo había algo más que deseaba María, en su mente
comenzó a tomar forma la idea de adoptar a Miranda y puso manos a la obra.
Quería a la niña como su hija por el resto de su vida.
Por
su parte a Miranda le entristecían muy pocas cosas y una de ellas era cuando
sus amiguitos sufrían alguna pena, como sucedió con Roberto. Tito, como lo
llamaban, era un niño regordete quien se deprimía cada vez que una pareja de posibles
padres adoptivos no lo elegían a él y adoptaban a otro niño, entonces Tito se
aislaba y lloraba por las noches. Un día Miranda se le acercó durante la hora
del recreo para consolarlo, y poniéndole su mano sobre la cabeza le dijo algo
que nadie pudo escuchar, pero poco después la primera pareja en presentarse en
el orfanato para adoptar un niño eligió a Tito. Días más tarde un alegre
Robertito se despedía de sus amiguitos y profesores, enviándole un beso con la
mano a Miranda desde la ventanilla de una lujosa camioneta, cruzándose una mirada
que solo ellos comprendieron.
Todo
el plantel de La Luz Guadalupana y
hasta los niños sin entender bien la situación, estaban consternados con el
accidente sufrido por la pequeña Raquel, una de las más cercanas amiguitas de Miranda.
Nadie supo cómo se cayó de un columpio fracturándose el cráneo, teniendo que
ser internada de emergencia en el hospital infantil donde se encontraba muy
grave. Miranda no dijo nada, pero esa noche se la pasó rezando hasta la
madrugada, cuando el cansancio y el sueño la vencieron quedándose dormida sobre
una de las bancas de la capillita del orfanatorio, donde los domingos el Padre
Alfonso celebraba una misa para los niños y el personal de la institución. Las
buenas noticias no tardaron en llegar; Raquel mejoraba, le habían removido un
coagulo, la inflamación del cerebro había cedido y ya estaba consciente
permitiendo a los médicos emitir un pronóstico optimista a mediano plazo. Estaría
bajo observación por algún tiempo y posiblemente requeriría tratamiento de rehabilitación,
pero sus expectativas de recuperación eran muy alentadoras. No tardó mucho para
que Raquel regresara al instituto con una mascada cubriéndole su cabeza rapada,
se le veía delgada y pálida pero feliz. Lo primero en hacer fue buscar a
Miranda, y juntas tomadas de la mano anduvieron por un buen rato por todo el
orfanato, sin que nadie supiera lo que hablaron.
Un
día por la mañana muy temprano, la señorita Palomino mandó llamar a la
enfermera María para comunicarle la buena nueva. Los documentos para la
adopción de Miranda a favor de María habían sido aprobados y desde ese momento
oficialmente eran hija y madre. La recomendación de la señorita Palomino había
sido crucial para la aprobación por el comité de adopción, lo cual satisfacía a
la directora por haber podido ayudar a la niña y a la enfermera. Aunque debía
de aceptar que también le alegraba la tranquilidad que ahora tendría, sin la
amenaza de las diabluras urdidas por Miranda en el instituto al menos por las
tardes y noches. Para María y Miranda la noticia fue maravillosa y las colmó de
felicidad, ya podían vivir como madre e hija.
La
vida de María no podía ser más completa, y no obstante la gran responsabilidad asumida
para educar a Miranda, quien había cumplido los cinco años, estaba consciente
de que era una parte importante de ser madre y esperaba cumplirla
satisfactoriamente a pesar de intuir que la niña era especial y tenía algo más
allá de su gran amor por la vida y su desmedida bondad. Tenía el don para
influir en las personas que convivían con ella, haciéndolas disfrutar con mayor
intensidad de todo lo que les rodeaba y atrayéndoles las buenas vibraciones
místicas. Un hecho que para María no tenía explicación y jamás comprendería.
El
tiempo continuó su camino y en La Luz
Guadalupana la felicidad reinó. Todos los días Miranda y María llegaban
temprano, la enfermera se dirigía a sus labores y la niña al kínder dentro del instituto.
María había acordado con la señorita Palomino, que mientras ella laborara en la
casa cuna la pequeña seguiría siendo alumna del orfanatorio hasta terminar la
primaria. Por las tardes, al terminar la enfermera su turno, unidas de la mano
María y Miranda bajo la mirada sonriente del conserje Ismael, salían de La Luz Guadalupana rumbo a su hogar, por
la misma puerta en la cual un día ya olvidado abandonaron a la niña.
Fin.
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