Algo
más que nostalgia
Amaneció como cualquier otro día, pero
este era diferente, cumplía ochenta años de edad. Su hija Tania y sus dos
nietos Jesús y Pedro lo despertaron cantándole las mañanitas y entregándole sus
regalos, que a pesar de ser modestos los acompañaba todo el cariño del mundo, y
uno de los cuales iluminó el rostro del abuelo por ser una camiseta del equipo
de fútbol América, del cual era un empedernido fanático de toda la vida. Al
abuelo no le agradaban mucho los festejos y menos si él era el agraciado, para
él ese día era como cualquier otro día común y corriente, sobre todo desde que
había fallecido la abuela ya hacía algunos años, haciendo que a partir de ese
triste día casi todo perdiera importancia para el abuelo, exceptuando a su hija
y a sus nietos que eran su adoración y los que todavía le alegraban la vida.
Ese día antes de bañarse se rasuró y al presentarse en el comedor sorprendió a todos
los presentes, sus nietos y su yerno nunca lo habían visto sin la barba blanca,
que a pesar de traerla siempre corta la tenía tupida. Su hija aunque también
fue sorprendida, ella si lo había visto con solo un bigote castaño claro, ya hacía
muchos años.
—
¡Papá!... ¿Qué te hiciste?— Preguntó su hija riendo.
— Nada,
solo me rasuré la barba— Respondió el abuelo, sin darle importancia.
— Pues
logró quitarse como veinte años— Secundó el yerno, al mismo tiempo que reían
los nietos.
— Sí,
ahora parece como de cien años— Bromeó uno de sus nietos.
— No
les hagas caso papá, te ves muy bien— La hija selló las bromas, indicándole al
abuelo que se sentara a desayunar— Hoy te llevaremos a comer a la fonda Santa
Anita y en la noche partiremos tu pastel de cumpleaños— Le informó a su padre,
al mismo tiempo que lo abrazaba cariñosamente.
El día transcurrió lleno
de alegría, la comida en la fonda resultó deliciosa y hasta un trio le cantó
las mañanitas al abuelo, quien lucía orgulloso su camiseta del América. Por la
tarde descansaron viendo fotografías de la infancia y juventud del abuelo, las
cuales la mayoría fueron tomadas durante el tiempo que radicó en el legendario
Coyoacán. Al mirar una vieja fotografía donde se aprecia el Cine Centenario, la
nevería La Siberia, el local de jugos Casa Téllez y la peluquería Licona, el
abuelo se quedó contemplando la foto durante un prolongado memento, mientras su
mente recordaba añejas anécdotas vividas en el centro del hermoso Coyoacán.
Recordó
la majestuosa Parroquia de San Juan Bautista, la que consideraba su casa
espiritual, donde disfrutó de travesuras y vivencias inolvidables, como la vez
que siendo monaguillo, al tocar las campanillas durante la consagración le
mentaba la madre a su compañero que estaba en el otro extremo del altar, quien
no tardó en responderle de la misma manera, sin que al perecer alguien más se
diera cuenta de los mutuos insultos que los adolescentes se estaban propinando,
y todo por haber discutido antes del inicio de la misa por la propiedad de un
trompo. No pudo evitar recordar su estancia en el grupo de la ACJM (Asociación
Cristiana de Jóvenes Mexicanos) que se reunía en el primer piso de un pequeño
edificio adjunto, en la esquina al final de los arcos externos de la Parroquia.
En ese lugar muchos jóvenes coyoacaneses se divertían sanamente con juegos de
mesa, música y hasta con una mesa de billar. También formaron un grupo
artístico para presentar obras de teatro y bailables folclóricos, en el pequeño
teatro que estaba al fondo de los pasillos del interior de la Parroquia, al
cual asistían a divertirse muchos feligreses de todas las clases sociales de
Coyoacán. Durante unos ensayos para un bailable, cuando el abuelo en ese
entonces solo tenía doce años, le tocó de pareja una bella jovencita llamada
Lucero, quien se convirtió en el primer amor de su larga vida. Durante algún
tiempo ella le correspondió y el abuelo disfrutó del primer beso y aprendió
torpes escarceos sexuales con la adolescente; sin embargo a esa edad las
relaciones no se toman muy en serio, y Lucero dio por terminado el noviazgo sin
que el abuelo supiera el motivo, simplemente le dijo adiós sin ninguna
explicación dejándolo sorprendido y triste por algún tiempo. Aunque el abuelo
no tardó en recuperarse del desengaño, se sentía molesto cada vez que veía a
Lucero comportándose como si nada hubiera pasado entre ellos, así que se fue
alejando de la ACJM para no regresar nunca más.
Sin
duda le ayudó a superar esa etapa de su vida, una aventura que todo adolescente
sueña que le suceda. Cuando iniciaba el segundo grado en la secundaria diurna
35 conoció a la maestra Victoria, quien impartía la materia de Geografía. Ella
era una mujer muy guapa y sensual que traía locos a todos los estudiantes
hombres y hasta alguna que otra jovencita. En el salón de clases se sentaba en
la silla de un escritorio sin tapa frontal, que permitía contemplar sus
torneadas piernas apenas cubiertas por sus vestidos que le llegaban ligeramente
por arriba de las rodillas, lo cual aprovechaba el abuelo para disfrutar la
vista sentado en la banca frente al escritorio, algo que se había ganado a
pulso peleando a golpes con otros aspirantes al lugar estratégico. Lo
sorpresivo fue que sin saber a ciencia cierta la razón, la maestra Victoria
comenzó a mostrar cierta preferencia por el entonces joven abuelo e inclusive
en algunos momentos era evidente que abría las piernas para que el abuelo
pudiera echarse un instantáneo taco de ojo. Más tarde la maestra comenzó a
pedirle al abuelo que se quedara después de clases, para ayudarla a corregir
las tareas o a calificar exámenes, lo cual hacían en el escritorio juntando dos
sillas y tan cercanas que permitían el roce de sus muslos. No fue extraño que
ese trabajo continuaran haciéndolo por las tardes en el departamento de
soltera-divorciada de la maestra Virginia, y fue así como a los trece años el
abuelo se convirtió en un experto en las lides sexuales. Muy pronto el abuelo
se convirtió en el estudiante más famoso de la secundaria y era admirado hasta
por los alumnos de tercer grado, y por supuesto por muchas de las jovencitas
que empezaron a coquetearle descaradamente al entonces adolescente abuelo. Por
desgracia los rumores de las relaciones de la maestra Victoria con un alumno,
no tardaron en llegar a la dirección de la secundaria siendo despedida de
inmediato, aunque para su fortuna como un favor especial y para no
desprestigiar a la escuela, no fue reportada a la comisión de padres de familia
ni a la secretaría de educación pública. Por supuesto que al abuelo le dolió
finalizar la relación con la hermosa maestra Virginia, sin embargo fue
compensado con las oportunidades que se le presentaron con otras jóvenes y con
la envidia de sus compañeros.
Sonriendo
recordó lo mucho que disfrutó en el cine Centenario, desde las películas de
vaqueros de John Wayne, Charles Bronson y Alan Ladd o los maratones de Superman
o Batman, hasta cuando de maldosos él y sus cuates llevaban cerbatanas de bambú
que ellos mismos confeccionaban, para que desde uno de los palcos del cine
lanzar chicharos secos o garbanzos a los concurrentes sentados en las bancas de
la planta baja, y muertos de la risa disfrutaban oír los gritos y reclamos de
sus víctimas. Volvió a paladear los ricos chocolates jamón Wongs y las pepitas
que compraban antes de entrar al cine, y como gastaban casi todo su dinero en
dulces, tenían que ingeniárselas para entrar al cine sin pagar. Elegían a uno
de ellos para que depositara en la taquilla una entrada, con el pretexto de ingresar
a la sala en busca de un supuesto amigo, pero lo que en realidad hacía quien
entraba, era ir a cualquiera de los dos pasillos laterales del cine para quitar
el seguro de una de las puertas de emergencia y regresar a la taquilla por el
depósito, entrando en seguida con sus camaradas que esperaban afuera por la
puerta de emergencia abierta, volviéndola a cerrar tras de sí.
Y
cómo olvidar la vez que cansados de bailar en una fiesta, al caminar hacía su
casa se les ocurrió al abuelo y un amigo descansar en una banca del parque
frente a la Parroquia de San Juan Bautista, ya entrada la madrugada. Sin
quererlo se quedaron dormidos y fueron despertados por dos policías, quienes
con el pretexto de que estaban borrachos los llevaron detenidos a la delegación
de Coyoacán, que en ese tiempo se encontraba cruzando el parque Hidalgo a un
lado del Palacio Municipal. Como no había ningún juez a esa hora, fueron
encerrados en una celda junto a un detenido por atropellar a una persona. La
celda en realidad era donde los presidiarios se bañaban en unas regaderas con
solo agua fría, sin que hubiera ninguna banca o silla para sentarse, así que el
abuelo y el amigo tuvieron que imitar al otro detenido y sentarse en el suelo que
estaba encharcado con el agua derramada por las goteras de las llaves y
regaderas. Debieron de esperar hasta las diez de la mañana, en que afortunadamente
por ser sábado se presentó un juez en el juzgado, quien después de escuchar el
motivo por el cual los jóvenes habían sido detenidos, los regresó a la celda
para esperar a que él hablara con los policías que los habían detenido, con la eventualidad
de que si no lo hacía antes de las dos de la tarde tendrían que esperar hasta
el lunes por su sentencia. Rogando a todos los santos para que los policías
hablaran con el juez lo más pronto posible, se sentaron una vez más en la celda
encharcada esforzándose para no llorar. Cuando se estaban conformando con pasar
el fin de semana en ese espantoso lugar, mientras un presidiario desde alguna
celda fuera de su vista los martirizaba cantando con voz aguardentosa Escaleras de la cárcel, un policía abrió
la celda ordenándoles que lo siguieran. No fue el juez, sino un asistente quien
les informó que quedaban en libertad entregándoles sus escasas pertenencias,
aunque faltaban sus abrigos con los que se habían resguardado del frío de la
madrugada, cuando los arrestaron los policías que ahora brillaban por su
ausencia. Como en ese momento lo único que les importaba al abuelo y su amigo
era salir de ese lugar, no hicieron ningún reclamo oficial y pusieron pies en
polvorosa.
La
voz de su hija Tania lo volvió al presente, preguntándole un poco extrañada:
— ¡Papá!
¿Qué te pasa? Te quedaste como hipnotizado.
— Nada…es
que esta foto me trajo muchos recuerdos, no solo del cine Centenario y la
nevería la Siberia, sino que aquí se puede ver a mi amigo Licona recargado a la
entrada de la peluquería hablando con alguien; la foto debe haberse tomado hace
más de cincuenta años— Respondió el abuelo lleno de nostalgia.
Con la alegría de partir
su pastel de cumpleaños, el abuelo dejó atrás el pasado y disfrutó la compañía
de todos sus seres queridos desvelándose hasta las once de la noche, cuando
cansado y muriéndose de sueño se despidió de todo mundo con un beso y se retiró
a dormir a su recamara.
Cuando dieron las diez de
la mañana del nuevo día y el abuelo no se presentaba a desayunar, su hija se comenzó
a preocupar porque aunque se hubiera desvelado la noche anterior nunca se
levantaba tan tarde. A las doce del día la hija ya no pudo esperar más y se
presentó en la habitación de su padre, pero fue sorprendida al no encontrarlo
en su cama ni en todo el cuarto, entonces pidió ayuda a sus hijos y todos
comenzaron a buscar al abuelo en toda la casa sin ningún resultado. Así
continuó la búsqueda por varios días, incluyendo a las autoridades que habían
sido notificadas de la desaparición del abuelo. Nadie se podía explicar en
dónde podría encontrarse el abuelo y asustada su hija comenzó a imaginarse lo
peor. Para muchos el abuelo simplemente se había extraviado y no supo cómo
regresar a su casa ni encontró quien le ayudara y a la fecha andaba de
vagabundo; para otros lo más factible era que había sido secuestrado por
equivocación, ya que la familia del abuelo no tenía recursos como para pagar un
rescate y sin otra opción solo se deshicieron del anciano, y lo peor que
pensaban algunos era que había sufrido un accidente fatal y al no ser
reconocido por alguien ahora descansaba en una fosa común. Sin embargo, para
Tania y sus hijos siempre persistiría la esperanza de que en cualquier momento
se presentara el abuelo, después de haber disfrutado una más de sus aventuras. Por
un tiempo lloraron Tania y sus hijos la ausencia del abuelo, hasta que con el
transcurso de los días, semanas y meses debieron de aceptar que el abuelo no
regresaría a su hogar, y la extraña incógnita de su desaparición solo sería
revelada cuando Dios lo dispusiera; mientras tanto todos los domingos y días
festivos la familia del abuelo asistía a la misa en la Parroquia de San Juan
Bautista, en el Coyoacán amado por el abuelo.
Una tarde cuando Tania y
sus hijos guardaban la ropa y cosas personales del abuelo, mientras sin poderlo
evitar les recorrían unas lágrimas por las mejillas, Pedro encontró en una de
las cajas las viejas fotografías que al abuelo le encantaba contemplar. De
pronto al observar la foto en la cual se apreciaba el cine Centenario, la
nevería La Siberia, la Casa Téllez y la peluquería Licona, Pedro sintió que se
le encogía el estómago de la impresión y sin poderse contener espantado llamó
la atención de su madre y hermano, mostrando la fotografía en sus manos al
tiempo que les decía:
— ¡Miren! observen la foto con mucho cuidado, y díganme
lo que ven.
Tomando la fotografía,
Tania y Jesús la comenzaron a mirar minuciosamente y ella no tardó en exclamar
asombrada:
— ¡No
puede ser, es imposible!
— ¡Mamá!
Es el abuelo— Exclamó incrédulo Jesús.
En la fotografía en
blanco y negro un tanto borrosa se apreciaba el frente del cine Centenario, los
locales abiertos de la nevería La Siberia y la Casa Téllez, pero en la entrada
de la peluquería Licona, apenas se distinguía al amigo del abuelo recargado en
la entrada platicando nada menos y nada más que con el mismísimo abuelo, quien se
apreciaba claramente vistiendo la inconfundible camiseta del América a todo
color que le habían regalado en su cumpleaños.
Entonces Tania supo con claridad y sin duda alguna que su padre había logrado de alguna manera increíble regresar al pasado, donde había sido tan feliz viviendo en su añorado Coyoacán.
Fin
José Pedro Sergio Valdés Barón