El regalo
José Pedro Sergio Valdés Barón
*
Se hacía tarde y Amparito, tomando la mano de su
pequeña hija Rocío, aceleró el paso intentando llegar a tiempo al trabajo en el
asilo de ancianos La Eternidad, donde laboraba como cocinera
desde hacía cinco años, comenzando poco después de haber nacido su princesa
colgada ahora de su mano.
Esa noche era Nochebuena, y además
de la cena para los adultos mayores debía preparar la de su familia, aunque en
casa tendría la ayuda de su madre y cuñadas, pero aún así habría mucho trabajo
para darse abasto con tanta gente, tal y como sucedía desde hacía muchos años cuando
celebraban en familia el nacimiento del niño Dios. Tradición en la cual además
de disfrutar a los seres amados ahí reunidos, degustaban los deliciosos
platillos preparados por su madre y ella, como eran los tamales, romeritos y el
bacalao a la vizcaína. También era uno de esos días en los cuales debía cargar
con Rocío al trabajo, porque no había nadie disponible que se hiciera cargo de
ella, y menos ahora cuando se había vuelto tan traviesa, pareciendo torbellino
dejando un caos a su paso. Ese día esperaba que se entretuviera platicando con
los ancianos sin molestarlos demasiado y antes que le llamara la atención la
señorita Aramburu administradora del asilo, quien a pesar de haberle dado
consentimiento para llevar a su hija al trabajo, su carácter de pocas pulgas la
hacía impredecible y más valía no jalarle la cola al tigre.
No era fácil criar una hija siendo
madre soltera y menos si era una niña como Rocío. La pequeña era muy
inteligente pero demasiado inquieta, tanto que inclusive le encantaba bailar y
cantar cuando estaba viendo en la tele sus programas preferidos. A pesar de que
no era nada obediente, ésa mañana sola se había levantado muy temprano
entusiasmada por acompañar a su madre a la casa de los viejitos, como ella
llamaba al asilo para personas de la tercera edad. Con su gruesa chamarra,
pantalonera y una bolsa de plástico con sus muñequitos Pet Shops trataba de mantener el paso de su madre, en tanto por el
esfuerzo exhalaba vaho por su boquita. La fría mañana decembrina presagiaba
lloviznas de las que empapan y calan hasta los huesos, pero por fortuna aún no
se precipitaban sobre la ciudad, sólo el frio cortaba sus chapeados rostros mientras
trotaban por las casi desiertas calles.
Al llegar al asilo, las dos
ayudantes de cocina servían apresuradas el desayuno a unos cuantos adultos
mayores, pero aún faltaba la mayoría —en total unos veinte ancianos— quienes
vivían como sentenciados esperando la parca en el asilo geriátrico. Mientras
tanto unos cuantos serían recogidos por sus familiares esa tarde, para festejar
en compañía de los suyos las festividades de fin de año. A la mayoría sólo los
visitarían sus parientes por unos minutos para volverlos olvidar durante todo un
año, y tal vez dos o tres sufrirían el desengaño de no ver a ningún ser querido
en esa fecha. Sólo había uno a quien con seguridad nadie visitaría, tal como pasaba
desde que fue abandonado en el asilo.
Dejando a Rochi, como llamaban a
su hija de cariño, en el cuarto de despensa jugando con sus Pet Shops, Amparito
se apresuró para ayudar a sus asistentes con el desayuno, e iniciar la
preparación de la comida y la cena especial de ese día para el personal asignado
a quedarse de guardia y los ancianos olvidados en la institución, quienes sumidos
en la tristeza finalmente se quedarían ahí para celebrar la tradicional noche.
No pasó mucho tiempo para que
Rochi se aburriera y saliera a curiosear a la cocina, donde estaba su madre
atareada hasta el copete. Como nadie le podía prestar atención y era peligroso
andar entre los guisos cocinándose, su madre la sacó al jardín que languidecía
de frio. Ahí se encontraban algunos ancianos tratando de calentarse un poco,
con el sol que tímidamente se esforzaba por abrirse paso entre las nubes plomizas.
Dejando encargada a su pequeña con el conserje, a quien le pidió el favor de
echarle un vistazo de vez en cuando, Amparito regresó a sus labores, en tanto
la niña se acercaba a una pareja de ancianos sentados en una de las bancas del
parquecito, y sin ninguna inhibición se puso a platicar con ellos. Se dice que
los viejos y los niños comparten una simbiosis especial que conecta los
extremos del ciclo de la vida, permitiendo una espontánea interrelación entre
ellos. De cualquier manera, Rochi y la pareja de adultos mayores entablaron una
conversación que pareció divertirlos por un buen rato. De pronto, la niña se
percató de un anciano que a la distancia parecía vulnerable y doblado por la
tristeza, quien solitario se escondía en una banca alejada con la mirada
perdida en el horizonte, más allá de la reja blanca que limitaba la propiedad de
La Eternidad.
Aproximándose con lentitud y
sintiendo curiosidad por aquel extraño personaje, Rochi se sentó en el otro
extremo de la grada, mirando de reojo la encorvada figura del anciano. Pasado
un tiempo la pequeña se atrevió acercarse al ensimismado hombre, preguntándole
con su tierna vocecita: « ¿Qué hace?». Hasta ese momento el anciano pareció
percibir la presencia de la niña, respondiéndole después de un breve momento: «No
sé». Rochi insistió: « ¿Quiere platicar?». Con triste y desconcertada mirada el
viejo volvió a responder: «No sé». Entonces mostrando una ingenua sonrisa la
pequeña le dijo: «Hoy en la noche llega Santa Claus». El viejo sólo repitió el:
«No sé».
Al mismo tiempo, desde una ventana
en el segundo piso del edificio geriátrico, el doctor Cervantes observaba el
lento caminar de la capa de nubes amenazando con empapar la ciudad. De improviso
se dio cuenta que una niña intentaba interactuar con uno de sus pacientes.
Interesado logró percatarse que el anciano parecía responderle a la pequeña, iluminando
de pronto el cerebro del galeno. Llamando a Miriam, la jefa de enfermeras, le
inquirió cuando estuvo junto a él:
— ¿A qué hora le toca su
medicamento a don Nacho?
—En poco menos de una hora —respondió
solícita la enfermera.
— ¡Bien!... Suspenda la mementina
y sustitúyala con fluoxetina —le ordenó a la confundida asistente.
— ¿Cómo dice doctor? —la enfermera,
Miriam, intentó confirmar la orden.
Por toda respuesta, el doctor
Cervantes le señaló la banca del parque donde se encontraban la niña y el
anciano, en tanto le preguntaba a la enfermera:
— ¿Puede ver cómo reacciona don
Nacho a lo que le dice la niña?
—Sí, muy poco, pero parece
responderle —le corroboró la jefa de
enfermeras.
— ¡Si fuera Alzheimer no
interactuaría con la niña como lo está haciendo! —exclamó el médico,
entusiasmado por su atrevida deducción.
—Entonces… ¿Es depresión? —tanteó
la enfermera veterana.
— ¡Una muy aguda depresión! Adminístrele
el antidepresivo y lo sabremos en dos o tres semanas con seguridad —aventuró el
galeno—, mientras tanto quisiera seguir observando esa relación. ¿Quién es la pequeña
que logró la atención de don Nacho?
El doctor
Cervantes se fue a mirar más de cerca a su paciente y la niña, en tanto la
enfermera se dirigió a cambiar el medicamento e investigar quién era la jovencita.
Alguien más había notado la
interacción de la niña con el anciano, y molesta de inmediato se dirigió a la
cocina para llamarle la atención a la cocinera, quien no había respetado sus
claras instrucciones:
— ¡Señora Amparo! ¿Acaso no le
ordené evitar que su hija molestara a los pacientes? —fue lo primero en espetar
la señorita Aramburu, cuando enfrentó a la apenada madre de Rochi.
—Lo siento, no volverá a pasar,
ahora voy por ella —se disculpó la señora Amparito, al mismo tiempo que se
disponía a salir en busca de su hija.
— ¡Creo que fui bastante explicita,
cuando le permití traer a su hija al trabajo! —insistió molesta la
administradora.
—Desde luego que sí señorita
Aramburu, perdone usted —volvió a disculparse con la iracunda mujer.
En ese momento se presentó la
enfermera Miriam, y al darse cuenta de lo que sucedía se apresuró para rescatar
a la pobre cocinera, explicándole a la señorita Aramburu las instrucciones del
doctor Cervantes:
—…y me ordenó permitir a la niña seguir
relacionándose con don Nacho —concluyó la jefa de enfermeras, apenas
disimulando su satisfacción de contrariar a la gruñona administradora.
— ¡El doctor Cervantes debió
consultarme primero! ¿En dónde se encuentra ahora? —la irascible señorita se
dirigió a la enfermera.
—Está en el patio observando a don
Nacho —le indicó la aludida, reprimiendo apenas la risa.
Dando media vuelta, la señorita
Aramburu se encaminó al jardín a grandes zancadas. Al ver al médico se dirigió
hacia él, y reprimiendo su enojo le reclamó airada:
— ¡Doctor Cervantes!... ¿Usted
permitió que esa niña molestara al paciente? —dijo señalando a la pequeña
Rochi, quien seguía hablando con don Nacho.
— ¡Así es! ¿Algún problema? —como
buen psiquiatra, el médico sonrió y adoptó una actitud tranquilizadora.
— ¡Usted bien sabe, que la
política de ésta institución no permite a los visitantes alterar la tranquilidad
de los enfermos! —replicó contrariada la administradora.
—Tengo entendido que esa política
también contempla hacer todo lo posible para el bienestar de esos pacientes —le
aclaró el galeno muy tranquilo.
— ¿Me podría explicar cómo podría
ayudar esa escuincla a la mejoría de don Nacho? Recuerde que yo también soy
psiquiatra, además de la administradora de la casa La Eternidad.
—Por supuesto sé que usted es psicóloga y una estricta administradora,
pero le recuerdo que don Nacho es mi paciente y yo determino su tratamiento, y
si pienso que la interacción con la niña puede mejorar su condición mental, le
recuerdo que es mi decisión y en su momento haré el informe respectivo —le
explicó el doctor Cervantes, haciéndole entender a la señorita Aramburu que
daba por concluida la conversación.
— ¡Esto lo reportaré al comité
médico! —Sintiéndose impotente, la señorita Aramburu dio media vuelta y se
retiró furiosa a su oficina.
Como siempre, la señora Amparito
batalló para que Rochi comiera algo, la inquieta niña prefería andar
brincoteando y jugando en lugar de sentarse a comer como deseaba su madre.
Dándose por vencida, Amparito llevó a su hija al patio como se lo solicitó la
enfermera Miriam para que volviera a platicar con don Nacho, quien después de
tomar su nueva medicina y comer algo regresó a sentarse en la banca ayudado por
la enfermera, quien se retiró a propósito para dejarlo solo. Para Amparito le
pareció rara la instrucción de que su hija hablara con un enfermo, pero estuvo
de acuerdo porque sabía que su hija era una niña muy despierta, y sin duda el
médico pensaba que podía ayudar al paciente de alguna manera.
Conforme se aproximaban al anciano,
Rochi intuyó que algo estaba pasando a pesar de su corta edad, y sin poderse
contener le preguntó a su madre:
—Mami… ¿Cómo se llama el viejito?
—Todos lo conocemos como don Nacho.
— ¿De qué está enfermo?
—No lo sé, sólo sabemos que no
habla con nadie desde que su hija lo abandonó hace algunos años, poco después que
yo entrara a trabajar aquí —Le explicó a su hija.
La tarde era agradable, la temperatura había subido un poco y
las nubes, arrepentidas por dejar caer su chipi-chipi en algunas partes de la
ciudad, se alejaban con lentitud dejando a su paso unas manchas de cielo azul.
Rochi se acercó con su bolsa de juguetes y se sentó al lado del anciano, quien
al sentir su proximidad volteó perturbado, pero al reconocer a la niña su
rostro se relajó y pareció alegrarse. Después de un largo silencio, mientras
jugaba, Rochi le preguntó al anciano: « ¿Le pidió algo a Santa?». Un tanto
confundido, don Nacho tardó en responderle: «No sé… Me gustaría». Rochi volvió
a inquirirle: « ¿Qué le pediría?». El viejo extravió su mirada en el lejano
horizonte y pareció no haber escuchado a la niña; pasado un prolongado momento,
don Nacho miró intensamente los ojos inocentes de Rochi, con un brillo en los
suyos que parecía haber desaparecido hacía mucho tiempo, contestándole en un
susurro: «Quisiera volver a ver a mi hija». Con su más alegre cara, Rochi tomó
de la mano al anciano y lo jaló para ponerlo de pie, diciéndole: «En el árbol
de Navidad está un nacimiento con el niño Dios… vamos a pedírselo a él».
Sin esperar ninguna respuesta, Rochi
siguió jalando a don Nacho hasta la estancia del asilo, donde se encontraba el árbol
Navideño con un nacimiento en su base y en la cuna un niño Dios demasiado
grande, desproporcionado en comparación al resto de figuras de cerámica que
adornaban el pesebre. Ahí la niña obligó al anciano a hincarse, y juntos
comenzaron a orar para que se cumpliera el deseo de don Nacho.
La enfermera Miriam y el doctor
Cervantes, quienes habían estado observando toda la escena, se voltearon a ver
y sonrieron. Ambos sabían que el resto de la vida de don Nacho sería menos deprimente,
y habían acertado en permitirle a una niña alegrar al viejo esa Navidad. Sin
nada por decir, cada quien continuó con sus labores para terminar ese día e
irse satisfechos a sus respectivos hogares para disfrutar de una alegre cena en
compañía de sus seres queridos.
De la mano de su madre, Rochi
regresó a su hogar para gozar una inolvidable Nochebuena junto con toda su
familia, hasta que avanzada la noche la convencieron para irse a dormir, amenazándola
con que no llegaría Santa Claus si no lo hacía. Con la esperanza de que el
viejo barbón, con el traje rojo y sonora risa, también cumpliera el deseo de
don Nacho, la niña con semblante angelical se quedó profundamente dormida.
No muy lejos un anciano dormía con
una sonrisa en su rostro, y en su mano apretando el Pet Shop que le había regalado
quien creyó era su hija.
Fin